lunes, 21 de marzo de 2016

DOS TESIS SOBRE SAN ANSELMO DE CANTERBURY O EL CAZADOR DE LA HISTORIA



Durante casi doscientos años el pensamiento dominante ha sido aquel según el cual la historia es siempre igual y el único movimiento conocido es un continuo progreso. En un universo tal, a cada uno de nosotros sólo nos cabe la tremenda responsabilidad de acelerarlo o la gran culpa de retrasarlo.
Contamos pues con una sólida base: un tiempo de redención ha de llegar. El progreso nos llevará inevitablemente pero en un plazo desconocido y a través de innumerables sufrimientos, a una era de justicia, paz y armonía. No cabe otro futuro, cabe, eso sí, la destrucción, la nada, el no futuro, pero o es esa la alternativa o es la redención.
No soportamos fácilmente la idea de que la injusticia, la opresión, la infamia del mundo que conocemos sea la única pauta posible del género humano, nunca lo hemos soportado. Es necesario que un día haya una solución, una redención definitiva e irreversible. No podrá ser siempre así como es hoy, pues los explotados, los humillados, los oprimidos sufren de tal manera que la rebelión se hace inevitable día a día. La revolución, o más opresión, no hay término medio, no lo ha habido nunca ni cabe en el espíritu de los explotadores y los opresores que pueda haberlo. Y los de abajo son la inmensa mayoría y cada vez son más. Un día, pues, conseguirán dar el golpe definitivo al sistema.
Desde hace doscientos años la sociedad se desenvuelve en un cúmulo de contradicciones cuyo origen hay que buscar en la dura interrelación entre las diferentes clases sociales. La violencia emerge constante en cada aspecto de la sociedad civil. Marx separó cuidadosamente el papel que desarrollan las clases que en su desposesión sólo cuentan con su fuerza de trabajo como único medio de supervivencia. Describió cómo en ciertos momentos de crisis surge aplastante la lucha de estas clases trabajadoras, a las que no basta la extensión de los derechos democráticos, pero que sólo pueden llegar a liberarse de la explotación y la opresión a la que están sometidas si ellas mismas se ven obligadas a llegar a ser la propia encarnación de la sociedad civil: ciudadanos individuales, no ligados por pesadas tradiciones religiosas, ni por oscuras reacciones nacionalistas, sin el coartante marco limitador de la familia tradicional, ni el freno aterrorizante de la autoridad arbitraria del clan, tribu, pueblo o señor feudal. Desbrozado esto que no es otra cosa que el autoreconocimiento por parte de los propios  asalariados de sus derechos cómo ciudadanos, como hombres y mujeres libres pero sometidos por el poder del capital, sólo queda precisamente ese elemento de dominación cómo último enemigo: su lugar en el sistema de producción, su papel como clase social, la conciencia de que las clases sobran, son innecesarias y aún inconvenientes y de que la producción de bienes no tiene por qué ser idéntica a la explotación de unos seres humanos por otros. Era el salto de tigre de la historia. Era la revolución.
La destrucción que el modo de producción capitalista, al dar forma a la sociedad civil, ha realizado de todos los intermediarios que hasta la aparición del capitalismo había entre el individuo y la sociedad, a excepción de los estrictamente económicos, es lo que impide que ante el enfrentamiento entre explotados y explotadores la lucha pueda ser desviada indefinidamente hacia otro objetivo que el de la propia destrucción del modo de producción. En principio las clases dominantes no encuentran estructuras no directamente económicas capaces de encauzar las luchas hacia otros objetivos que la desaparición de la dominación de clase.
Durante siglos las relaciones de cada individuo con la sociedad habían sido filtradas a través de ese conjunto de intermediarios necesarios para dar coherencia al universo cultural de cada individuo: las relaciones de supeditación e integración de familia, la religión, la integración en el grupo social o étnico homogéneo al que se pertenece por nacimiento, etc. Nadie podía ser, existir, ni ser considerado por otros, fuera de ciertos determinados grupos que le prestaban existencia como colectivos en los que reconocerse.
La sociedad civil era, sin embargo, una sociedad de individuos no de grupos. El nuevo modo de producción había arrojado fuera de su contexto tradicional a millones de seres humanos que sólo podían reconocerse como pertenecientes a ese colectivo tan genérico que era la sociedad civil y cuya estructuración recogían las declaraciones de derechos universales. El ciudadano era un individuo esencialmente igual a cualquier otro, un individuo enajenado de los otros individuos y por otra parte enajenado de la naturaleza. El hombre miraba por vez primera desde lejos, desde cierto vacío existencial, al universo. La naturaleza y sus habitantes fueron considerados por vez primera por el naciente ciudadano, como parte de un mundo visto como primitivo y contemplado con añoranza.
El artista buscó la naturaleza perdida y el filósofo al buen salvaje, y la imagen de una irreversible y aplastante añoranza de aquellas raíces perdidas recubrió el universo intelectual romántico. El segundo romanticismo, cuarenta años después, fue urbano, no bucólico, giró alrededor de la soledad del individuo en la ciudad, del spleen. El tercer romanticismo, al que en su momento llamamos existencialismo, tuvo como preocupación una soledad cósmica, universal.
Fue preciso reinventar una nueva religión y dar forma a una nueva forma de agrupamiento social. La nueva religión la explicó Chateaubriand, que decía que el nuevo mundo lo habían alumbrado Napoleón y él, Napoleón con el trabajo basto de las bayonetas, la guerra, etc. y él con las nuevas formas morales y religiosas. La nueva religión que fue tan cristiana como aquella de la que provenía no hablaba de fiestas patronales ni de calendario agrícola, ni ponía el énfasis en el principio de autoridad. Era más bien adecuada a un ser humano solitario y desolado, fomentaba una cierta hipersensibilidad, era una religión del dolor y la piedad. Tan insolidaria y cruel como la anterior pero tranquilizante ante el odioso abismo de la soledad. El buen creyente se solidariza y compadece con la totalidad abstracta de los sufrientes, pero no con cada uno de los miserables que ofrece a cada momento la realidad. Eso sí, sitúa a una selección adecuada de ellos como ejemplo y referencia personal, pero son simples sufrientes-objeto, sobre todo desde que se ha inventado la televisión. No valen por sí mismos sino sólo en función de su utilización compasiva por el sujeto que cumple el trámite de compadecerse. Es verdaderamente una religión para una sociedad civil.

Y nació también el nacionalismo. De la necesidad que tiene todo individuo de identificarse con un grupo social concreto, y perdidos los hilos que le unían al antiguo modo a su grupo familiar, a su aldea o a su grupo gremial, etc., el individuo pasó a buscar su identificación con un grupo adecuado a su nueva situación: la nación. En aquellas antiguas estructuras cada uno de los integrantes conocía el rostro de los demás miembros del grupo, en el nuevo grupo, en la nación, no. Los demás son abstractos, cómo lo es uno mismo, son los míos porque hablan mi mismo idioma y sienten la misma historia que siento yo. Quedó el rasgo más feroz de aquel tiempo anterior, el de la defensa del propio grupo, sólo que ahora que era un grupo abstracto se hacía preciso afirmar al grupo de forma irracionalmente irrenunciable: los míos son los únicos que valen la pena.

Y así acabó ese siglo XX: envuelto en el mismo fanatismo religioso y nacionalista con qué empezó. Intentando, e intentándolo con éxito, impedir que se afirmen ciudadanos, exaltando lo gregario, volviendo a impulsar el sentimiento de subordinación del súbdito y la moral religiosa del esclavo.
¿Algo ha funcionado mal en el esquema previsto? ¿Dónde han quedado ahora las clases sociales? ¿Quizás no son ya las de antaño?, ha desaparecido sin que nos diésemos cuenta ese último intermediario entre individuo y sociedad que eran las relaciones de producción?
Hoy los trabajadores poseen algo más que su fuerza de producción, poseen al menos un televisor, y quizás incluso un automóvil o una motocicleta, e incluso un apartamento de cincuenta metros cuadrados con cuarto de baño alicatado hasta el techo. Pero eso no es lo importante, lo verdaderamente importante es que si no poseen todo eso, saben fehacientemente que pueden poseerlo. No como clase, no destruyendo el sistema, sino precisamente integrándose correctamente en él.
Pasando miseria en las calles de las grandes urbes de Occidente viven millones de emigrantes, se colocan en cualquier trabajo, malviven, pero muchos de ellos tienen estudios académicos superiores en sus países. Las calles se llenan de gentes que suplican un sustento mientras limpian parabrisas en los semáforos; muchos de ellos pocos años antes tenían una aceptable e incluso buena situación económica, son víctimas de un cierre de empresa que les cogió en momentos inestables, con cuarenta o cincuenta años, o solos y demasiado próximos a la droga o al alcohol. Por el contrario el que ayer estaba en una insoportable cadena y fue listo y supo salirse de su rutina y se acogió a las numerosas ofertas de integración que ofrece el Estado moderno pudo subir, quizás es ahora un autopatrono triunfante u ocupa un lugar privilegiado de la estructura económica. Y son legión los que viven y no tienen ni tendrán nunca oficio. Hoy reparten pizzas, mañana se acogen al paro tres meses, luego hacen encuestas, otra temporada descargan camiones, luego cosen en casa pantalones vaqueros, por fin acabarán recogiendo cartones. O llegarán muy alto, siempre puede estar su oportunidad a la vuelta de la esquina. Y si no, cuando alcancen los treinta años comprenderán que nunca han sido nada y que para nada valen, entonces empezarán a pasar más largas temporadas en el paro, quizás empiecen a pasar algunas en la cárcel, por último dormirán en la calle y limpiarán parabrisas en los semáforos. Pero mientras, poseen una televisión y una esperanza. Todo lo que sale en la pantalla un día podría ser de ellos si aprenden a integrarse correctamente, o si hay suerte y encuentran un buen chollo y dan el pelotazo. Una de las cosas más importantes de nuestra actual sociedad es la nítida conciencia de que mañana, cualquiera de nosotros que hoy estamos aquí, prudentemente integrados, podemos estar mañana mismo tirados durmiendo entre cartones.

Y ese universo televisivo, imaginario, esa esperanza, llega hasta los más apartados rincones del mundo, hasta las más oscuras cuevas de la miseria y la marginación, hasta las selvas profundas, los bosques o los desiertos, hasta los suburbios de hojalata y cartón , hasta donde haya un grupo humano, explotado, humillado, olvidado de todos menos de esos profetas virtuales.
¿Dónde queda pues ese tiempo de redención que fue patrimonio de millones de seres, de explotados, de humillados, de vencidos, de rebeldes y revolucionarios?

Durante muchísimos años millones de personas hemos sufrido guerras, revoluciones, terrorismo de Estado, deportaciones, exilios y exterminios masivos, que levantaron una montaña de centenares de millones de muertos. Pero en medio de aquel caos siempre hubo un grupo de hombres y mujeres que se afirmaban confiados. Aquello era ciertamente la barbarie, pero el socialismo habría de llegar. La humanidad no sufriría más, con el socialismo que ha de surgir tras la última batalla han de acabar sino todas, si la inmensa mayoría de las contradicciones actuales.
A partir de esta consideración nuestra conducta queda orientada tan sólo por el deber social. Y para un cabal cumplimiento de ese imperativo moral que es ese deber social que deriva de tan inexorable proceso, sólo cabe trabajar con orden y disciplina ya que la batalla es durísima. Hay que luchar organizadamente, sino todo está perdido, hay que integrarse en un partido revolucionario en el que aprender a luchar y a trabajar con eficacia. El rebelde romántico es un ser antisocial, o al menos un elemento distorsionador cuya actitud no hace sino retrasar objetivamente el éxito de la lucha.
El partido fue la gran aportación del siglo XX a la lucha de los miserables por su liberación. El partido es el futuro, el partido es la organización de los que saben que el futuro será socialista a diferencia de los que sólo tienen en su haber presente y pasado. En el partido ingresan los que sí piensan que las cosas van a cambiar y quedan fuera precisando adoctrinamiento y enseñanza que eleve su nivel de conciencia, los que desconfían de que la suerte de los de abajo cambie alguna vez.
Pero lo extraordinario, la consecuencia directa pero inesperada de esa actitud, era que los militantes no esperan tampoco cambiar su mundo, sino ayudar a alumbrar un mundo por venir, una nueva humanidad. El problema planteado, aunque vestido con ropajes sociales, era en realidad histórico, casi diríamos más bien, cósmico, pues la marcha de la historia es ineluctable y, en todo caso, gracias al esfuerzo de cada militante hoy, ese tiempo de redención llegará.
De esta forma el militante acaba no buscando en realidad una alteración social concreta. Además, ya que él no conocerá esa humanidad redimida, ese tiempo de la nueva humanidad, ha de buscar al menos su redención personal. La redención personal sólo es posible más allá de la redención social que él no habrá de conocer, que se reserva para el futuro.
Su única redención personal  la encontrará precisamente en el sacrificio: el militante de partido se redime a sí mismo de cierta culpa personal cósmica, originaria, porque dedica su vida  a objetivos históricos, y en eso precisamente coincide con la redención general de la humanidad, porque con su sacrificio personal aporta su grano de arena a la liberación de la humanidad. Mañana será la redención social. Él no la conocerá pero sin su actividad hoy no podría llegar ese tiempo redimido.
Así el militante deviene un pedagogo: se mueve vigilante entre la exhortación a la lucha por un futuro redimido y la lucha por la consecución de mejoras sociales reales que hagan creíble su expectativa y su pasión. Pero él sabe bien que no lucha por esas mejoras reales más que como sistema pedagógico. No puede despreciarlas aunque no le satisfagan porque constituyen el único punto de partida comprensible por todos. Al final de su tratado de pedagogía el objetivo último de estas luchas se oculta porque podría provocar desconfianza, y más aún, desconsuelo. ¿Quien comprendería realmente que es preciso sacrificarse hoy, una generación entera, para que otros, mañana, desconocidos y abstractos, disfruten de un mundo diferente? Estas luchas se organizan, pues, como aglutinante y como puerta de entrada hacia la comprensión científica de la realidad.
Es preciso entonces, desconfiar de la gente. Con una buena propaganda y un sacrificio continuo será posible conseguir que la inmensa mayoría acepte llegar a vivir sacrificadamente el resto de sus vidas. No por ellos mismos -esto es obvio- sino por un bien social, por el progreso de la humanidad, por la redención definitiva que está por llegar, por acoplar toda actividad social a los fines que por sí misma tiene la historia de la humanidad.
Esto hizo del revolucionario profesional un individuo contracorriente. Ve más allá de lo inmediato y organiza a todos los explotados y oprimidos de los que sabe que necesitan un cambio social profundo, de tal forma que aunque ellos no compartan esa visión del futuro claramente, desarrollen sin embargo en la práctica una acción, aunque sea inconsciente, coherente con esos objetivos. La propia práctica social y la constatación de que las posibles mejoras a conseguir o se pierden enseguida o no son una verdadera redención, hará que los que así actúan lleguen a comprender el verdadero objetivo. Los trabajadores deben comprobar entonces, con su necesaria práctica revolucionaria, la inanidad de sus esfuerzos por salir de una forma definitiva y de forma colectiva de su mísera situación luchando tan sólo por mejorar su cotidianidad.
Pero ese es un ideal de militante, y al partido se acercaban millones de luchadores que no aceptaban ni podían aceptar el mundo en el que habían de vivir. Ahí surgía el problema real, porque el militante ha de vivir la realidad más cruda e inmediata y además por duplicado: por ser un oprimido y por ser un perseguido político. Su vida transcurre en una duda continua en la que la presencia de la miseria cotidiana le impulsa a rebelarse despreciando toda esperanza y todo objetivo que no sea destruir el mundo brutal en el que comprende que le ha tocado vivir. Pero entonces, cuando se siente marchar hacia una rebeldía sin objetivos redentores, surge el partido y el orden y vuelve prudente a acogerse al profundo seno de la organización, que le permite reencontrarse con su verdadera misión. Casi todos los militante son profunda y verazmente generosos, es el partido el que no puede permitir esa inquietante debilidad que inexorablemente acabaría llevando a abandonar la pedagogía. El partido puede incluso verse obligado a  eliminar físicamente al militante que desconfiando de tanta seguridad, desciende verdaderamente a los infiernos de la revolución. Todo militante pasa su vida en ese dilema. Esa es su fe, ese su desasosiego, esa su inquietud verdadera y nunca contada a nadie, esa a veces su callada amargura, y, en el fondo, su humana salvación.
Pero los militantes pasan y queda el partido, queda su cruda estructura de poder, no lo humano de su entramado, no los intersticios dónde se refugia la pasión, la polémica profunda, o el desasosiego, sino el férreo y crudo aparato que garantiza la estabilidad y el orden, el rígido armazón que vive por sí mismo alimentado por los propios militantes, que lo alimentan siendo devorados por él.
Y ese partido se constituye así en un puente entre el pasado y el futuro. Un puente que se construye para invitar a los pueblos a transitar por él hacia su liberación. Para los militantes y para el mismo partido es evidente que esa transición es conveniente y aún deseada por los que han de realizarla, aunque éstos frecuentemente duden de su capacidad para llevarla a cabo y aún de su conveniencia.
Tarde o temprano la habrán de realizar. Habrán de encontrarse con su futuro redimido. Mientras mas tarde, mas sufrimiento y destrucción. Es preciso avanzar y hacer avanzar a todos lo más rápidamente posible. Y si aún no se ha hecho es por razones concretas. Toda la actividad ideológica del partido está encaminada a explicar porqué no se ha hecho todavía esa transición.
Y así el partido construye la historia, la pasada. No como síntesis de un pasado trágico que exige expiación al presente, sino como sucesión de culpabilidades concretas y parciales que han impedido alcanzar todavía la última meta.
Al final el partido hace historia historicista, al más tradicional estilo, y acaba utilizando los fantasmas de la parte contraria, los cuales asume y hace profundamente suyos: el nacionalismo y la religión. Y el socialismo queda mechado profundamente de esas sólidas vetas que le dan sabor. Se hace nacionalista para defender que el error estuvo en tal o cual sucesión de errores cometidos por otros, por los otros, no por los nuestros, los nuestros de verdad que son los de nuestro partido local. Se hace religioso para poder dar el consuelo al militante de que sólo se salvará por la labor expiatoria de su propio sacrificio personal. Todo militante, mientras no sea capaz de abandonar esta dura dialéctica, es tentado una y otra vez por estos fantasmas, los rechaza vehementemente en su interior y acaba, o sentándolos a su mesa, o saliendo del partido y hundiéndose en su debacle moral sin principios ni asideros.

La historia es pues, siempre igual y el único movimiento posible es un continuo progreso establecido a priori por el propio universo. La construcción del puente que hoy la humanidad tiende hacia el futuro es una obra continua y permanente. En ella participan objetivamente unos haciendo avanzar a la humanidad a lo largo de éste proceso, y a ella se oponen objetivamente otros impidiendo su avance. Todos los instantes de la historia de la humanidad son esencialmente iguales, tienen el mismo carácter intrínseco, la dialéctica se reduce a una tautología: la lucha entre el progreso y la inercia, cuyo resultado es obvio. La suerte está echada de antemano, evidentemente triunfará algún día el progreso. Habrá redención. O al menos nuestra vida militante sólo será posible existiendo y actuando en función de esa redención futura históricamente decidida ya.
Así la realidad no es tal. Sólo existimos como puente entre esa humanidad fracasada y su redención futura. El hoy sólo existe por referencia al mañana, no al pasado que exige redención, al mañana que la espera y la sabe segura e inevitable. La historia de la humanidad es la historia de su salvación. La realidad está compuesta de presencias, pero también y quizás sobre todo, de ausencias. No tenemos pues, sólo presencias que eliminar, sino sobre todo ausencias que cubrir.

Dice Walter Benjamin que es posible empezar la crítica al universo ideológico de la izquierda por cualquiera de los siguientes aspectos: en primer lugar porque ésta considera que el progreso no lo es de aspectos concretos -técnico, social, cultural, moral, etc.- sino progreso abstracto de la humanidad. En segundo lugar porque considera que ese progreso es el de una humanidad ilimitadamente perfectible. En tercer lugar porque se trata de una visión del progreso lineal o cíclico, nunca capaz de marchar en línea quebrada. Añade que ésta crítica podría empezar por cualquiera de estos aspectos pero para comprender el problema debe empezar por aquello que subyace  a todos ellos: la concepción de un tiempo homogéneo y vacío en el cual se desarrolla la historia de la humanidad. En ese tiempo homogéneo y vacío, en realidad inmemorial, está suspendido el momento actual, atrás queda el pasado, delante el tiempo por cubrir, pero el tiempo universal que llena toda la infinitud existe de antemano.
Benjamin nos recuerda con esto que para el ser humano real no existe más que un presente y ese presente contiene una iluminación fragmentaria de innumerables momentos del pasado, la herencia de miles de años, de cientos de generaciones. Ningún cambio histórico se produce porque esperemos una humanidad redimida, sino que esperamos una humanidad redimida porque tal como vivimos no podemos ni queremos vivir y eso lo gritan en cada uno de los desheredados del mundo sus innumerables muertos y vencidos de antaño.
Esta conciencia colectiva que a veces lleva a cada oprimido concreto a elegir entre la esperanza de acabar con su mísera situación  o la de ser aniquilado en el intento, no surge más que cuando la colectividad en pleno entra en crisis, cuando las condiciones de vida de cada individuo concreto son tales que la vida se convierte en un valor enormemente relativo para millones de seres. La humillación y la explotación a la que es sometida una colectividad por causa de sus relaciones de producción, no son suficientes para forzar esta conciencia en la mayoría oprimida, humillada y explotada. Pero cada pueblo arrastra tras de sí a todos sus antepasados humillados y explotados. El proletariado de los siglos XIX y XX no era el factótum de un nuevo mundo, sino el vengador del pasado.
Así pues, en esta lucha, a cada derrota sigue un tiempo de impotencia, un tiempo en el que se entremezclan en la conciencia de los vencidos deseos sordos de venganza y de redención, sin esperanza y con miedo, pero reales. El futuro perdido y el pasado vencido se entremezclan en cada conciencia y en el colectivo, pero cómo el futuro por definición no tiene realidad, no es todavía y por tanto no es, se pierde toda esperanza y se desespera de toda acción colectiva. Las clases oprimidas abandonan a sus profetas. Si entonces sus profetas abandonan el pasado y piden a los vencidos que dejando atrás sus muertos miren hacia adelante, la lucha está perdida, todos les abandonarán confusos y abatidos. Si por el contrario su grito es de venganza nadie confiará en ellos recordándoles su inmediata derrota pasada.
En estas condiciones la humillación y la explotación no pueden sino aumentar sobre las clases sometidas. La supervivencia del sistema se basa en que es capaz de mantener esa tensión sin llegar a la crisis general, y en que cada vez lo hace mejor y por más largos periodos de tiempo. Sólo cuando la crisis alcanza a la cúspide de la sociedad, cuando la clase dominante estalla en infinidad de luchas internas por el poder real y a la vez se enfrenta violentamente a las clases oprimidas, la sociedad y el Estado entran en crisis. En ese momento surge violenta la conciencia del pasado y las clases oprimidas deciden vengar a sus muertos.
Los dirigentes revolucionarios que recuerda la historia no son profetas, sino estrategas. Los Danton, Blanqui, Trotski, Lenin, Durruti, Guevara o Ho Chi Min, no predicaban un mundo mejor sino que denunciaban un mundo insoportable, imposible de ser vivido. Permanecían como cazadores de la historia, agazapados, desbrozando el terreno para organizar el salto del tigre de la revolución. Su contacto con las polémicas acerca del mundo futuro es escaso y cuando lo tienen se distinguen muy poco del resto de sus conciudadanos.
La diferencia está en los actos. Dedican su vida a experimentar, tantear en el aire con la idea clara de ir atando cabos y separando posiciones. Para este tipo de revolucionarios está claro que sólo en ciertas raras circunstancias históricas es posible encontrar en la conciencia de millones de oprimidos esa desesperación que da el saberse herederos de cientos de generaciones de vencidos. Sólo entonces es preciso cambiar de política y saber pasar de una lucha interna en el seno de la masa de explotados a un encuentro frontal entre los oprimidos y los opresores.
Esto conlleva un punto de vista puramente estratégico de la revolución. Tratamos sólo de objetivos y de sus circunstancias concretas. Son objetivos repetidos en lo esencial a lo largo de la historia de la humanidad mil veces, en miles de movimientos dispersos, generalmente confusos, y extrañamente teorizados. Viven en miles de revoluciones y revueltas de las que la historia sólo conserva el recuerdo de una mínima parte. Toda obra de arte y todo documento de cultura están construidos con fragmentos de estas batallas, con esos residuos contenidos y confusamente entremezclados con modas y modos. Estos residuos entremezclados y un tanto deformes que cada época pone en manos del intelectual y del artista.

Pero siempre, tras un instante revolucionario surge la frustración. Si éste fracasa porque fracasa, si triunfa porque tarde o temprano es preciso retroceder. Puede haber venganza, pero no hay redención. Y los estrategas que han conseguido organizar el golpe o sucumben en el intento o le regalan su trabajo a otros. Precisamente a aquellos que nunca dudan, a aquellos que ahora han de dedicarse a intentar justificar un orden no esencialmente diferente del anterior. No hay redención, pero es preciso saber que esa última derrota real, deja en la humanidad un legado mayor o menor según que los vencedores consigan borrar o difuminar el recuerdo de esa revolución en mayor o menor grado.

Hoy quizás esté naciendo un cuarto romanticismo, quizás vuelva el desasosiego y el tedio universal a hacerse presente en las conciencias de las gentes más lúcidas y la sociedad comience nuevamente a agitarse convulsa entre el legado histórico de los vencidos y el ansia de redención. Pero ahora hemos de saber luchar sin esperanza, sin más objetivo que la propia lucha, como ha sido siempre la lucha más profunda y verdadera. Sabiendo que no hay redención, que no hay a donde ir, que no existe nada a lo que llamar progreso. Ese es el único camino que vale la pena. Para recorrerlo hemos antes de destruir a los heraldos de la reacción: la religión y el nacionalismo. Hemos de saber estar realmente solos, ser ciudadanos del mundo, habitar sólo entre los desheredados sin trucos, siendo uno más de un mundo inaceptable. Aceptando la inanidad, el vacío. Más aún usando esa propia inanidad, esa desesperanza que sólo puede aportar lucidez a la lucha.
A eso se le está llamando por la reacción la nueva edad media. Mienten. Tampoco es la batalla final. Es simplemente otra etapa, dura y triste de la humanidad, pero es lo que hay. En ese mundo hemos de aprender a encontrar nuestra armonía, también la que hay, no la ilusoria, no la moral del esclavo que es la religión, o la respuesta del bruto que sólo entiende a los que él llama los suyos. Esa es ahora la puerta abierta, es la más difícil batalla porque hoy por hoy todo está en contra. Pero es la única que verdaderamente hay.

He llamado  a éste texto “tesis sobre San Anselmo” porque inicialmente, en una primera versión escrita hace unos años se articulaban estas diferentes tesis. Al redactarlo ahora he preferido extraer las dos ideas claves que han quedado expuestas y dejar el resto para un quizás posterior desarrollo. Creo que no tiene excesivo interés y en realidad no me parece inadecuado dejar cojo y manco y tuerto a este pobre texto exhumado de papeles de antaño y tratado de urgencia con fuertes dosis de vitaminas.
Aún así cabe explicar cuales son estas dos tesis expuestas.
San Anselmo es, como es sabido el creador del único argumento sensato y utilizado por millones de personas sobre la existencia de Dios. Dice san Anselmo que dado que todo lo que existe en la conciencia es por que ha existido alguna vez en los sentidos, si nuestra conciencia concibe un ser perfecto en grado absoluto, es imposible imaginarle sin que exista, pues en caso de no existir, habría lugar a uno más perfecto por el hecho de sí existir. Luego su existencia es necesaria.
Son infinidad los que viven su vida apegados a este argumento aunque lo expliquen de una forma más basta: dicen que si Dios no existiera, su vida no tendría sentido, de donde deducen necesariamente la existencia de Dios, pues es evidente que así y sólo así su vida tiene sentido.
Nadie se ría de esta argumentación, es en realidad la única seria que se ha hecho sobre el tema en la historia de la humanidad. Representa una visión del mundo teleológica, y son pocos los que en última instancia no la comparten. Es difícil ser verdaderamente ateo en nuestra cultura.  
Así es en realidad la destructiva visión de su vida que muchos iluminados llevan fanáticamente al mundo de la izquierda. Así su vida tiene sentido. Tienen la desfachatez de declararse ateos, son en realidad los heraldos de la derrota.
San Anselmo era además arzobispo de Canterbury. Era hombre exigente y moral. Se enfrentó entonces con el rey de Inglaterra, simplemente porque estaba firmemente convencido de que el poder civil no podía ni debía estar nunca por encima del religioso. Era, pues, hombre celoso de sus prerrogativas y de su situación. Lógicamente hubo de marchar al exilio, donde permaneció muchos años. Y allá en su exilio argumentaba la evidente verdad de sus razones, pues no era discutible el principio en el que basaba su actitud: el poder religioso, no puede nunca estar sometido al civil. Éste último emana de aquel, luego no hay posible discusión, y si algo no encaja en ese esquema lo que hay es una simple subversión temporal y extemporánea de la realidad. Él está en el exilio, pero esa realidad es un error, sólo puede borrarse a sí misma, por definición no existe, más aún él ha triunfado ya de sus enemigos, está repuesto en su silla arzobispal y el poder religioso domina sobre el civil. Sólo hay un pequeño fallo o desajuste temporal que sin duda se habrá de subsanar en cualquier momento, pero en lo esencial él ha ganado ya la batalla.
Así ha sido tantas veces en nuestra historia la izquierda. El triunfo final está ahí, se ve venir, solo hay algunos pequeños desajustes que impiden que ese triunfo final se manifieste hoy con toda claridad, pero en lo esencial hemos ganado ya. Y así nos va.
 
Del Simposio "Hacia una ideologia para el siglo XXI", Madrid, Residencia de Estudiantes, 1998, coordinado y dirigido por José Alcina Franch y Marisa Calés Bourdet, publicado en Ed. Akal, Madrid, 2000, bajo el mismo título.

domingo, 13 de noviembre de 2011

JOSÉ MORENO SALAZAR

EL HOMBRE

José Moreno Salazar, campesino andaluz, guerrillero contra la dictadura franquista, perseguido, preso, fugado, albañil, luchador, anarquista.
Niño campesino, niño huido del avance de las tropas fascistas, niño llevando a cuestas a padres y hermanos, recogiendo otros niños huidos, buscando comida desesperadamente, robando comida en las huertas, trabajando en las obras de defensa, trabajando para comer y dar de comer a los suyos.
Niño enlace de la guerrilla, enlace de los huidos, de los del monte, de los supervivientes de la gran derrota que se niegan a dejar las armas, que siguen luchando en el monte por la república, por la revolución social, por la idea.
Guerrillero a los diecisiete años. Escopeta de caza robada, fúsil, pistola, bombas, marchas interminables, agotadoras, huyendo de la guardia civil, encuentros clandestinos con los enlaces, caminando de noche, a veces sin nada para comer, a veces sin cambiar la ropa durante semanas, peleando con la legión o los guardias civiles, con heridos, con muertos, con traiciones, con mentiras, también con amigos, con compañeros, con otros campesinos que les acogen, les esconden, les dan comida y abrigo, que les ayudan a costa incluso de sus propias vidas.
Tras la caída, la tortura, las palizas, presenciar las torturas a su madre, a su hermano hasta dejarle inútil de por vida, ver a sus compañeros muertos ya. No le coge de nuevas, ya había visto torturar y fusilar a manos de la guardia civil a sus vecinos y amigos cuando era tan sólo un niño enlace de los del monte.
Tras las torturas, la cárcel, la espera del consejo de guerra en que inexorablemente le han de condenar a morir fusilado o agarrotado. Tardarán unas semanas, unos meses, un año o dos pero el final ya está escrito, ya la sentencia está cantada y sólo falta rubricarla y ejecutarla, los códigos de algo vago que los vencedores llaman justicia no permiten vacilación alguna.  
Hay presos que no saben qué hacer, otros que se deprimen, otros que esperan con resignación, pero siempre hay presos que desde que pisan las primeras baldosas de su celda, dedican todo el tiempo a buscar la fuga, la única salvación, aún a costa previsiblemente de su propia vida. Mejor morir huyendo y luchando que en un paredón a las puertas del cementerio.
Este es José Moreno Salazar, preso dedicado a la fuga noche y día. Un primer plan, luego un segundo, por fin una fuga improvisada llena de ingenio, aprovechando la coincidencia de raras circunstancias, pero sin dudar, sin pensarlo más allá de lo que da esa frágil oportunidad, quizás nunca haya ninguna otra.
Fugado, de nuevo caminar enloquecidamente, hasta el agotamiento, pero alejarse, huir, esconderse, sin agua, sin comida, en alpargatas, por veredas, por caminos, por montes, cogiendo trenes en marcha y tirándose antes de entrar en cualquier estación lejana.
La ciudad, al fin otro mundo, pero no el que él pensaba, el mundo urbano, las pensiones, los documentos falsos, la clandestinidad, los compañeros en la sombra, nuevamente perseguidos, nuevamente torturados o huidos, y la vida extraña del superviviente. Las pensiones baratas, los trabajos esporádicos de albañil, el hambre, nuevamente el hambre, días sin trabajo, días sin comer, la fiebre, la enfermedad, los hospitales de la beneficencia, la muerte volviendo a rondar al hombre, al luchador, al superviviente.
Y más huidas, ahora otras ciudades, otros pueblos lejanos, donde nadie sepa nada de él, nadie le pueda reconocer, sólo ese pequeñísimo núcleo de compañeros libertarios con los que huye, se esconde, trabaja nuevamente en lo que salga, recogiendo arroz, buscando trabajo en pantanos, vendiendo y comprando cualquier cosa, hasta, por una vez en su vida, pidiendo por caridad.
Así descubre que van pasando meses, años y ya no es José Moreno Salazar. Ahora es Antonio Pérez Sánchez, ni es de Bujalance provincia de Córdoba, sino de Alahurín el Grande, provincia de Málaga, ni es campesino, sino vendedor, estraperlista, agricultor, trabajador en la obra.
Tuvo una gran suerte, nuevamente una extraña casualidad le dio un nuevo plazo para la vida: Allá en las sierras de Córdoba la guardia civil mató a tiros a un luchador solitario en el monte, nadie supo quien era y dieron por hecho que era él, el superviviente, el fugado, el luchador que había vuelto. La prensa fascista publicó entusiasmada la muerte del último guerrillero libertario de Córdoba. Se expidió el correspondiente cerificado de defunción. José Moreno Salazar había muerto en un enfrentamiento con la guardia civil. Muerto, totalmente muerto, definitivamente muerto. José Moreno Salazar estaba por ahora salvado.
Una triste condición, Antonio Pérez Sánchez no podría volver a ser visto por nadie que pudiera reconocerle, ni podía casarse, formar familia, pedir certificados de nada, salvo ese que tenía en sus manos: el de su propia defunción.
Y vivió, vivió aquel Antonio Pérez Sánchez que hasta consiguió organizar una enorme ficción de cuarenta años, hasta llegó a reencontrar a sus padres, emigrantes primerizos a la ya pujante Cataluña, hasta consiguió construir una familia, con su buena compañera Victoria, con hijos, con nietos, cada vez más huido pero más seguro. Al final, en un oscuro pueblo de Cuenca vendiendo seguros de defunción, ¡Ironías de la propia vida!
Ahora tiene algo más de tiempo para sentarse en su desvencijada oficina de aldea y escribir sus memorias. Primero en cuadernillos a mano, luego pasándolas pacientemente a máquina. En el interregno llega la supuesta y ansiada democracia. Le dan lo que deberíamos llamar un premio de consolación: le devuelven su nombre natural, vuelve a ser José Moreno Salazar. Él, no sus hijos, que ya nunca se llamarán por su verdadero apellido, incluso podrá visitar pasados muchos años su pueblo, Bujalance, hasta, al final, le harán unos dignos homenajes sus amigos y vecinos.
Pesa más el silencio, pesa más el duro puño de los vencedores, de los que ganaron la guerra, la posguerra y la transición, de los verdaderos amos de la democracia: los hijos del franquismo, los auténticos vencedores.
Ya no hay campesinos anarquistas, ya no hay rojos, a los guerrilleros se les llama terroristas, a los muertos se les saca a escondidas de las cunetas para llevarlos al cementerio del pueblo, sin que se puedan nombrar los nombres de los asesinos, de los matarifes, de los señoritos, los denunciantes, los falangistas, los guardias civiles que por mil pesetas y un permiso de un mes se aprestaban a matar huidos en los años cuarenta y cincuenta.
Ahora todos somos demócratas, buenos ciudadanos, o mejor, buenos consumidores, buenos votantes, buenos televidentes pacíficos y anónimos. Ya no quedan guerrilleros libertarios en los montes de Andalucía. Por fortuna, seguramente.


EL PAÍS

Ya no quedan guerrilleros libertarios en los montes de Andalucía, ya no quedan capataces que vayan a la plaza a decidir quién comerá hoy por un duro jornal y quién pasará hambre en la aldea un día más, ya no se ven señoritos riéndose del hambre de los jornaleros, haciendo negocios con el Servicio Nacional del Trigo, con el algodón o el tabaco, con los cotos de caza privilegiados que condenan a la miseria a miles de jornaleros sin tierra.
Ya han quedado atrás los malos tiempos, ahora sobre los limpios tejados de los pueblos de Andalucía sólo se ve un gigantesco plantel de antenas de televisión, digitales, por satélite, tradicionales, extrañas, vulgares. Es el nuevo crucifijo que los nuevos salvadores han plantado para que el pueblo sepa qué, quién, y cómo es lo que es recomendable u obligatorio.
Ya nadie va a la iglesia los domingos y ninguna familia envía a un hijo despabilado al seminario para sacarle del hambre, los tiempos han cambiado, no es preciso por ahora utilizar esos mecanismos de poder, hemos aprendido a afinar los objetivos y los medios.
Pero hoy como ayer se exige al pueblo prudencia, sosiego, silencio. A cambio, dinero para los más prudentes, para los listos, para algunos alguna subvención, peonadas para los más recalcitrantes, para todos hipotecas baratas que hipotecan demasiado caro para toda la vida, para casi todos, algunos ladrillos, y detrás el mayor espectáculo del mundo: jeques árabes munificentes, ladrones burdos, groseros, bastos, a cuyos multitudinarios entierros van ministros y próceres en estadios de fútbol, sonrientes banqueros que se muestran justos, imprescindibles, honradísimos, hasta generosos, promotores inmobiliarios vestidos de loores pero a quienes se les ve demasiado el pelo de la dehesa, ministros goyescos, obispos torquemadas, capitostes eternos de esa España siempre un poco imperial, un poco eterna. Lo de siempre al final.
La solución, la televisión: las escenas de hambre, de la represión sin piedad, la guerra, la miseria, las colas de refugiados huyendo del terror, las noticias de torturas brutales, de asesinatos selectivos, los cuatro jinetes del Apocalipsis cabalgando al galope, pero con una gran ventaja: son imágenes que surgen ajenas en la pequeña pantalla de cada televisor y hablan de países ajenos, lejanos. La solución es perfecta: cambiemos de canal y alegrémonos con las princesas del pueblo y las princesas de palacio.
Pero, ¡cuidado! ¿Están tan lejos esas imágenes de nuestras vidas reales? ¿son tan sólo muñequitos que se mueven en las pantallas de nuestras innumerables televisiones? ¿Para cuantos tienen otro significado, más oscuro, más profundo, interno? ¿Están tan lejos Lasa y Zabala torturados hasta la muerte por unos guardias civiles que harán desaparecer los cadáveres en cal viva? ¿Tan lejos esos pistoleros profesionales a sueldo del gobierno de turno secuestrando y torturando a simples vecinos? ¿Tan lejos las escenas de comisarías y cuartelillos donde se esconde cuidadosamente la más completa impunidad?
Tengamos cuidado con ese mundo de terror. Cualquier día alguien se equivoca y abre un armario en un cuartel, una comisaría, un banco o una multinacional españolísima, y se le caen encima cuatro o cinco cadáveres desfigurados. Cómo en México, ¿Cómo quizás en nuestra civilizada Europa, o en nuestra moderna piel de toro?

No, por ahora, éste en el que vivimos se nos presenta como otro país, otro país que muchos no habrán de reconocer como el mismo en que vivió José Moreno Salazar durante tantos años, por eso estas memorias son un instrumento más que necesario para que quienes no conocieron entonces ese mundo se tengan que preguntar sobre su identidad, su mundo, su país. ¿Les habla José Moreno Salazar de un mundo muy diferente a éste en el que ellos viven hoy? ¿Ya no es preciso rebelarse, airarse, indignarse?

Volvamos pues a aquel país tal como nos lo dejó escrito José Moreno Salazar. En primer lugar había hambre. Hambre. Nos habla de días sin comer, de niños que sobreviven recogiendo espárragos silvestres y cazando pajarillos a escondidas del amo, nos habla de familias de braceros sin tierra con siete, ocho hijos, nos habla de amos que simplemente mandan, exigen, trabajo a cambio de poco o hasta de nada. En segundo lugar pocos sabían leer, pocos podían hacer cuentas, comprender un periódico, escribir una carta. Pocos sabían qué había más allá de su pueblo, su comarca, su provincia. En tercer lugar, se cumplía la ley, pero la ley a cumplir por el pueblo la decidían sin apelación posible cuatro o cinco personas en cada lugar: el alcalde, el sargento de la guardia civil, el amo de las tierras, el cura, y poco más, el juez era uno más de los suyos, el gobierno quedaba lejos, y además era también de los suyos. En cuarto lugar la malaria, la tuberculosis, la gastroenteritis, todas de fácil cura si hubiera médicos y remedios pero mortales sin ellos, se cebaban en la población de pueblos y cortijos.
Y si había todo esto ¿Cómo no iba a haber rebelión? ¿Cómo cerrar las puertas al anarquismo? ¿Cómo luchar contra la idea que corría de boca en boca?
No más deberes sin derechos, no más derechos sin deberes, la tierra para el que la trabaja, revolución social. Corrían esas consignas, esa idea, y con ella la de que los políticos que les gobernaban eran parásitos, que entre ellos había demasiados ladrones, que no les importaba el sufrimiento del pueblo, que defendían el orden establecido y por nada admitirían cambiarlo. Y también se decía que nunca podría ocurrir que cambiasen las cosas si no eran los trabajadores quienes lo impusieran, y que imponerlo no saldría gratis, requería una verdadera, profunda y dura revolución. La queja profunda llegaba hasta el corrupto sistema judicial, hasta el lujo, el poder y las mentiras de curas y obispos, hasta el desastre militar, hacia esa casta protegida por el poder de forma manifiestamente injusta, que había llevado a aventuras militares descabelladas donde morían los jóvenes reclutas y en las que se despilfarraba el dinero público, hasta el lujo de las clases altas y su absoluta ignorancia de la dura vida de los trabajadores, la explotación inmisericorde, la humillación continua hacia las clases trabajadoras, y se sabía muy bien que los banqueros además de ultrarreaccionarios eran piratas sin piedad.
¿De qué nos habla entonces José Moreno Salazar? De la injusticia, de la miseria, del paro, de la guerra, de supervivencia. En aquel momento con armas, pero siempre huyendo, luchando, asaltando los cortijos de los ricos para suministrar comida a los resistentes y mantener a sus familias, de torturas, de marchas interminables en condiciones extremas, con calor sofocante, con lluvia, con nieve, con la muerte en los talones. Hasta que esa anunciada muerte les alcanza. Uno a uno, o en grupo.
Nos habla de cárceles, de condenas brutales, de juicios sin la más mínima apariencia de justicia ni legitimidad, de fugas, de clandestinidad.
Nos habla en fin de la desesperanza, de la lucha por sobrevivir, sobrevivir, sin más, sólo sobrevivir cada día, sin esperanza, esa es la vida del guerrillero, del huido, del clandestino, del perseguido. La desesperanza, ese vivir pensando que no hay futuro para el luchador, para el superviviente, sin futuro, sólo hoy volver a sobrevivir.
Piense el lector en nuestro país, en cualquier país, quizás no le parezca ahora tan diferente de aquel que se dispone a leer.
 

LA IDEA

Ya no quedan guerrilleros libertarios en los montes de Andalucía. Quizás porque ya no es preciso rebelarse, airarse, indignarse. Quizás no valga ya la pena luchar contra la explotación, la corrupción, el despotismo, la marginación, las prisiones, los desahucios a trabajadores en paro, las cargas policiales brutales, el secuestro de niños, los chanchullos de alcaldes, concejales, diputados, funcionarios, el enriquecimiento descomunal de banqueros, los oscuros manejos de las multinacionales, en suma, quizás debamos considerar que eso es lo normal y los que se enfrentan, irritados, airados, indignados, a ese mundo, son los raros, los incongruentes.  
Porque al fin y al cabo ¿para qué luchar contra algo tan poderoso, algo tan extendido, algo que ha existido siempre? Ya sabemos que siempre habrá pobres y ricos, que es terrible pensar que todos pudiéramos ser iguales, que al fin y al cabo lo primero es salir adelante cada uno como pueda, y que eso es mucho más importante que intentar convencer a una gente que a saber qué harían de lo mío si ganáramos.
La Idea era otra cosa. Se había creado poco a poco, desde lo más profunda de las rebeliones de los trabajadores contra la explotación, de los humillados contra los poderosos. Incluía rabia y sueños en partes iguales. Se mezclaban en ella las ansias de emancipación y los deseos de vivir en paz y armonía toda una humanidad, la lucha sindical más violenta y las largas horas de estudio en ateneos y escuelas libres, en suma, el libro y la bomba. Esa era la Idea.
Y sin embargo esos anarquistas no luchaban para que el día de mañana sus hijos vivieran en un mundo mejor, sino porque ellos tenían que ser mejores incluso en el mundo brutal en el que vivían. Lo suyo no era un deber histórico ineludible, era una imposición moral que se originaba por causa de su condición de explotados, oprimidos, humillados. Era la Idea, que contenía ideas, las ideas prohibidas: a cada cual según sus necesidades, de cada cual según su posibilidades, mi familia es la humanidad, mi patria el mundo, la emancipación de los trabajadores ha de ser obra de los propios trabajadores, ocho horas para el trabajo, ocho para el descanso, ocho para el estudio, y también todo aquello del naturismo, la vuelta a la naturaleza, el esperanto, la escuela libre.
Esa escuela libre que proclamaba: “La Escuela Moderna obra sobre los niños, a quienes por la educación y la instrucción prepara a ser hombres, y no anticipa amores ni odios, adhesiones ni rebeldías, que son deberes propios de los adultos; en otros términos, no quiere coger el fruto antes de haberlo producido por el cultivo, ni quiere atribuir responsabilidad sin haber dotado a la conciencia de las condiciones que han de constituir su fundamento: Aprendan los niños a ser hombres y cuando lo sean declárense en buena hora en rebeldía”.
El libro y la bomba, ese era el corazón de la Idea. Max Estrella, el poeta ciego al que da vida Valle Inclán, grita desesperanzadamente en el calabozo, en diálogo final con el anarquista al que se llevan los guardias para matarle: “¿Dónde está la bomba que destripe el terrón maldito de España?”.


AQUEL TIEMPO

Ya desde muy pequeño empecé a visitar los sindicatos y ateneos libertarios, escuchando charlas y mítines de buenos oradores que iban creando en mi pensamiento las ideas de redención de una clase trabajadora tan vilmente ultrajada y oprimida por los explotadores, aquellos caciques capitalistas andaluces, que fueron ocupando en mi mente virgen el hueco de los más feroces enemigos en una sociedad injusta y corrompida.
De aquí fueron brotando en mí las ideas que después serían la causa de mis posteriores sufrimientos durante muchos años, pero antes de seguir adelante, quiero hacer constar que aunque haya sufrido todo lo que posteriormente iré relatando, no me hallo arrepentido, porque sigo considerando que todo fue por luchar siempre por la más pura justa causa, y no me pesa. Y además estoy dispuesto a seguir luchando en pro de la revolución social.
Desde que fui teniendo uso de la razón, fui recopilando datos que, gracias a una pródiga memoria, dejaré insertados en la historia de mi vida para que mis descendientes puedan leerlos y observen que de nada tienen que avergonzarse. Habré cometido errores en mi vida como todos los humanos, pero jamás con una falsa premeditación”.

Esta confesión inicia el relato de estos hechos. Más adelante leeremos:

“Hasta aquí he relatado un poco los placeres que la vida me ha deparado, pero creo que lo más importante viene en unos cuadernos posteriores que escribí a mano y que para que sea más fácil su lectura ahora he pasado a máquina. Creo que ya no soy un perseguido porque nos encontramos en lo que dicen que es democracia, y yo sigo mi lucha callada en este pueblo de Osa de la Vega. Ahora soy un comerciante. Ya soy abuelo con varios nietos, tengo ahora cincuenta y nueve años, cuando estoy escribiendo esta historia de mi vida, sigo luchando y no pierdo la esperanza de poder volver algún día a aquel pueblo de donde salí con la frente muy alta, y de poder decir que el fascismo no me ha vencido. He vivido los años del franquismo, he tenido que callar muchas veces, he perdido hasta mis apellidos, pero no mi dignidad. He criado a mis hijos sin recibir la más mínima ayuda del fascismo, mis hijos no han percibido ningún subsidio ni becas, y yo he procurado siempre abrirme camino en solitario, con un nombre falso he adquirido créditos en los bancos, y he sido un ciudadano más de esta sociedad corrompida con el deporte, pero a mí no han podido lavarme el cerebro. No me gustan los deportes porque he visto que el franquismo los manipulaba para que la juventud no tuviera ideas y fueran dominados como borregos, he sabido burlar todas las leyes fascistas quedándome dentro de ellas, he creado sin nombre una familia que aunque no lleva mis apellidos si lleva mis ideas y sabrán seguir la lucha que su padre les ha marcado.
Lo que más me ha ofendido siempre ha sido lo que menos importancia tenía para otros, y que para mí tenía muchísima. No se bailar ni se otras cosas porque nunca tuve tiempo para aprenderlas, me crié sin juventud y sin poder gozar de sus placeres, fui hombre antes de tiempo, para luchar, no para gozar.
Nada debo a una sociedad que no es la que yo soñaba. Espero que cambie algún día y que a mí me dé la única recompensa de poder vivir dentro de la misma con mi nombre verdadero de José Moreno Salazar.
Pongo firma y fecha a marzo de 1980”.

En el tiempo del que hablamos pasaban cosas que hoy es difícil imaginar, que hoy parecerían imposibles, y había gentes cuyas vidas hoy resultarían impensables, había un pueblo que luchaba, había incluso una República de trabajadores. Luego hubo una guerra feroz en la que militares desleales, clérigos, caciques, terratenientes y banqueros pusieron todos los medios que encontraron a su alcance para acabar con aquellos ideales que el pueblo había forjado y que, milagrosamente, había hecho realidad. Aquellos militares desleales pensaban que el mal que ellos perseguían no estaba en lo que hiciera el pueblo sino en el pueblo mismo, que era preciso acabar con las ideas y los ideales del pueblo y eso sólo era posible con una larga y cruel guerra, y esa guerra duró cuarenta años. Tres al principio con frentes claros establecidos en un territorio que iban conquistando día a día con ayuda del fascismo triunfante ya en Europa, luego treinta y siete más en los que el frente estaba en cada ciudad, en cada pueblo, cada barrio, cada casa. En que la lucha se volvía sorda, silenciosa, y el campo y la ciudad se llenaban de muertos, torturados, encarcelados, humillados, despedidos de sus trabajos, escondidos, ocultados, perseguidos.
Esta es la historia de un grupo de hombres y mujeres que en un pequeño pueblo de Andalucía decidieron resistir al fascismo durante los años de guerra abierta y a lo largo de muchos años después, hasta ir siendo encarcelados o muertos. Es la historia de una feroz resistencia en la que la vida llegaba a no valer nada, y es la historia de una salvaje represión en la que pueblos y aldeas enteras fueron arrasados por la violencia de la guardia civil y el ejército triunfante del franquismo. Es la historia de uno de esos hombres que se llamaban a sí mismos los perseguidos, y que en los montes, en jornadas agotadoras, combatían al fascismo como podían, sin comida, sin dinero, casi sin armas, con una violencia elemental e inexcusable, con una pasión desbordada, con miedo, con razones, con ideales y con desesperación. 

Dice José Moreno que cuando escribe esta memoria de su vida es ya abuelo. Sepan los nietos de aquellos luchadores, quienes lean ahora este relato, que cuando un abuelo te cuenta su vida te está contando tu historia, y que esa historia te habrá de llegar con libertad, sin prejuicios, sin fanatismo, con ideales. Para ellos es este libro y para todos los que a lo largo de la historia se muestran dispuestos a mantener en alto una bandera, a defender hasta el fin la bandera de la libertad.
En la lucha durante tantos años contra la dictadura aprendimos que la libertad no era divisible, o había o no había libertad, no podía haber un poco de libertades, o había o no había libertad.
Por eso José Moreno Salazar nos cuenta su aventura vital, porque hoy la sociedad en que hemos de vivir tiene una deuda con la libertad, con la vida, y él quiere contribuir a pagarla con el relato de su vida, y al pagarla con este relato nos la endosa a los que hemos de leerla, nos obliga a hacerla nuestra, sin dividirla, sin trocearla, o la hacemos nuestra o la ignoramos, por eso nos obliga a tomar nuestro papel en la historia que está por hacer y que sólo sabremos escribir si también nosotros aceptamos pagar nuestra deuda con el pasado y la lucha de muchos otros que lucharon antes de nosotros por esa misma libertad, que nunca llega gratis.
Ese es el mensaje de este relato. Cuando José Moreno nos cuenta su vida nos está contando nuestra historia y al hacerla nuestra nos obligamos con él, con todos los que con él vivieron esta lucha y, lo más importante, con nuestros propios hijos. A ellos se dedica este trabajo, como antaño se dedicaron los trabajos y sufrimientos de todo un pueblo que a lo largo de una feroz dictadura y de treinta y cinco años de fácil democracia nada ni nadie pudo silenciar del todo, y que ahora quiere ser él mismo y gritar en la calle los mismos lemas heredados de antaño, un pueblo que en estas páginas es retratado por uno de sus hijos, por José Moreno Salazar, y que nunca, como hizo él, deberá dejar de luchar por su libertad si quiere pagar sus deudas con José Moreno y sus innumerables compañeros perseguidos por la libertad de todos, por sus altos ideales libertarios.


EL LIBRO, EL TEXTO, LA EDICIÓN, EL ARTE DE CONTAR

EL ARTE DE CONTAR

Para comprender cabalmente lo que nos quiere contar José Moreno Salazar, conviene tomar un punto de vista antiguo, más auténtico. Ese, según el cual la historia no es sino una rama de la literatura. Nos lo enseñaron los cronistas de Indias y los que nos dejaron aquellas novelas que luego se dieron en llamar picarescas y que hablaban de cosas que pasaban cotidianamente pero resultaban tan asombrosas como las que contaban aquellos cronistas de la conquista de América. Sus relatos resultan desproporcionados, y sin embargo escribían sin inventar nunca nada. Y nos lo enseñaron los historiadores románticos, que nos dijeron que la historia es una rama de la literatura y se escribe con pasión, y que sin embargo ha de recoger hechos constatables, comprobables, siendo la labor del historiador tan sólo componer con ellos un cuadro al que llamar historia.
Hay en este mundo cosas increíbles y cosas no creíbles, las increíbles son asombrosas pero han ocurrido, las no creíbles son asombrosas y además no han ocurrido nunca. Esa diferencia es la que hay también entre un gran relato, lleno de magia y de locura, y un mal relato artificioso, huero.
Leeremos en estas páginas una historia real, escrita con una luminosidad agresiva, con una claridad que no permite dudas. Lo que se cuenta es cierto, demasiado cierto, descomunal, extraordinario, casi increíble, y sin embargo, terriblemente cierto. Estos fueron los hechos, al menos lo esencial de aquellos hechos que se relatan, aunque sin duda hubo más cosas, sin duda, pero la verdad de una época y de unos campesinos andaluces está ahí, y es indiscutible, porque es indiscutible el hambre, indiscutible la tortura, indiscutibles las inmensas jornadas de marcha perseguidos por destacamentos de la guardia civil, indiscutibles los ideales, las ansias de libertad, la lucha por la vida, e indiscutible la muerte recorriendo los huesos y la piel de aquel grupo de resistentes, de perseguidos, de guerrilleros libertarios andaluces.  
Hay un haz y un envés. Nunca se encuentran y sin embargo no pueden existir separados. Ambos diferentes, ambos necesarios, no hay uno sin el otro, no pueden verse a la vez, se oponen y sin embargo ambos son verdaderos.
Así es la historia. Nunca pretende contar lo que ocurrió antaño, tarea, más que imposible, inútil, pretende sólo dar forma a la memoria común, a la que hoy nos importa de los recuerdos recogidos, reunidos, del ayer, recuerdos de recuerdos que hablan de cosas que pasaron, recuerdos que recordamos, no por prever el incierto futuro, ni por establecer dogmas ni verdades, tan sólo para vivir. Para vivir, nada más, pero nada menos. 
La historia tiene un haz y un envés, como tantas cosas en la vida. Así, relata hechos ni totalmente exactos ni totalmente inciertos, es una narración con su haz y su envés, ambos de imágenes que parecen opuestas, pero ambos necesarios, necesarios para eso mismo: para vivir.
Para vivir escriben los protagonistas de la historia, y así escribe José Moreno Salazar. No le impulsa a escribir la historia de su gente y de él mismo ni la vanidad, ni un querer justificar unos hechos, unas acciones, ni interés pecuniario, ni polémica, ni rencor, ni desquite, sólo la necesidad, la urgencia de vivir, ser él, José Moreno Salazar, guerrillero libertario del campo andaluz, el perseguido que anduvo con el grupo de los Jubiles y luchó codo a codo con los hermanos Rodríguez, con Bigotín, con Martínez, con Miguel, con El Churro, con El Niño del Dinero, con compañeros y amigos, con familiares y vecinos, y que acabaron siendo vendidos por un traidor, y que sufrió las torturas de un cabo de la guardia civil llamado Antonio Abán, se fugó de una prisión ante la mirada ignorante del alcaide, engañó a policías y guardias civiles que andaban en su búsqueda, y el mismo que supo construir una vida, una familia y una historia, tan falsa y tan cierta como el propio haz y el propio envés de toda historia real.


EL LIBRO

No es posible dudar del arte de contar de José Moreno Salazar, fue un extraordinario conversador, tranquilo, observador, inteligente, sorprendente, capaz de ir llevando la conversación de forma precisa, inexcusable, sin que nada pudiera hacer pensar en el final, que sólo él sabía, y que sabía ocultar hasta hacerlo salir inesperadamente. Hay algo en su saber contar que recuerda a esos cuentos, como los del relato oriental, que si se suspenden de pronto, se hace urgente retomarlos.
Pero él relataba con enorme tranquilidad, yendo a donde quería ir, no a donde resultara más fácil, sino más lúcido. Ese era su arte de contar, que trasladó pacientemente al papel, primero en cuadernos, luego muy pacientemente a máquina durante años, y que en el papel adquiría una viveza aún mayor que la del relato oral.
Tenía un lenguaje popular, muy fino, muy preciso, con palabras exactas cuando convenía al relato, con palabras más anchas cuando quería dejar algo pendiente. Es un léxico sacado de sus tierras cordobesas y adobado con grandes dotes de observación, con notable interés en decir exactamente lo que quiere decir, sin dejar margen a la interpretación, sea lo que esté contando amable o duro, y mezclando con precisión dureza y humor, mostrando sensibilidad hasta con los seres más sencillos pero a la vez siendo inexorable en relatar las feroces consecuencias que las duras leyes que la vida y la sociedad le dictaba.
De vez en cuando el hilo del relato se interrumpe un instante para comentar con una o dos frases lapidarias los mismos hechos que está relatando, de vez en cuando se detiene un instante para meditar sobre esa vida que relata y que no es sino la suya. Al fin el lector tiene un mínimo descanso, pero tan sólo el imprescindible para seguir el relato. Y siempre que esto ocurre lo hace en los lugares más violentos, más amargos, más tristes, nunca utiliza este hiato para despistar, sino más bien para dejar un momento coger aliento al lector, o quizás a él mismo, que tanto lo necesita quien cuenta tales hechos descomunales.

Así escribió estas páginas magistrales en lenguaje, sintaxis y sobre todo en el arte de contar, a las que no ha sido preciso más que corregir la poco ortodoxa ortografía y simples discordancias en los tiempos verbales o en la difusa puntuación. Nada más.

Ciertamente que habrá muchos a los que les resulte algo extraño tanto el relato como la forma de contarlo, ya no sólo no quedan guerrilleros anarquistas en los montes de Andalucía, sino que no queda mucha gente que tenga este precioso arte de contar. Todo se ha vuelto más simple, pero no más sencillo sino más pedestre, más vulgar, el lenguaje, al menos en este lado del océano, se pierde, se pierde la riqueza de la lengua por mor de la televisión, la telefonía móvil y la informática, pero sobre todo por la falta de interés por la lectura, la dejadez intelectual, en suma, por una enorme incultura que lo domina todo.
Y cuando decimos incultura no queremos decir que no haya millones de papeles que determinan que fulano o mengano ha hecho determinados cursos, se ha escolarizado, e incluso que ha sido licenciado en tal o cual especialidad por infinidad de universidades. Queremos decir que por muchos certificados que tengan, son demasiados los que no han tenido cultivo intelectual, que eso es lo que quiere decir cultura: cultivo. Y sin cultivo no hay cosecha.
Porque estos campesinos andaluces mostraban una enorme cultura sin saber leer ni escribir, sabían reconocer y dar forma al mundo en el que vivían, que eso es la verdadera cultura, conocían los nombres de cientos de plantas, de las costumbres y formas de cientos de animales, conocían el trato que corresponde a cada persona, a cada vecino, a cada familiar, conocían su tierra, su gente y su vida, porque la amaban, y por eso la cultivaban y al cultivarla se cultivaban ellos mismos. Esa era verdadera cultura, más allá de la que añadirían gracias a la acción de verdaderos revolucionarios, libros y papeles cuando los podían leer.  
Y era tal su interés por su universo, o sea, por el universo, que todos los días treinta o cuarenta hombres y mujeres se sentaban en cada pueblo en el suelo a escuchar al que podía hacerlo, leerles en alta voz el periódico, y era tal el afán de conocer, que mantenían cualquier pobre local para que viniesen compañeros de otros lugares y les dieran charlas, les comentaran la vida política y sindical y les informaran de las discusiones que tenían los trabajadores no sólo de su país, sino hasta de países lejanos. Conocían mucho de la revolución que estaba desarrollándose en la lejana Rusia, sabían de las luchas de los trabajadores en Francia o Italia y conocían muy bien el significado de aquella gran consigna que había cambiado el mundo siglo y medio antes: Libertad, Igualdad, Fraternidad.
Con esa cultura vivió José Moreno Salazar, y gracias a ella nunca dejó de instruirse, de leer, de escribir, de pensar en suma. Y así, con esta tremenda cultura de profunda raíz popular, y por tanto verdadera, genuina, escribió estas memorias magistralmente, inteligentemente, como bien sabía hacerlo.


LA EDICIÓN

José Moreno Salazar tuvo mucha suerte en la vida, por cierto, mala, pero mucha. Tal como nos dice, consiguió hacerse un pequeño hueco donde habitar, tener una familia, y vivir sin doblegarse ni renunciar a sus ideas, aunque desde luego no poder manifestarlas nunca.
¿Nunca? Escribió su historia, nos contó tanto su vida como su mundo, sus ideas libertarias, su anhelo de justicia, de libertad, de igualdad, de fraternidad.
Soterrado en lejanos lugares, sin poder volver a su tierra, sin poder hablar a nadie de su impresionante niñez y juventud fuera del reducido círculo de la familia y escasos conocidos. Y nunca demasiado.
Pero tampoco a eso aceptó renunciar. Pacientemente fue organizando su historia, describiendo su mundo, recogiendo su memoria, hasta darle esta forma magistral en que hoy llega al lector.
Pero, como decimos, tuvo demasiada mala suerte hasta en eso. Cuando el autor de estas líneas leyó por vez primer el texto se le hizo evidente que era inexcusable darlas a la luz, y darlas tal como él las había escrito. Carecía de medios adecuados a pesar de dirigir una pequeña editorial que hubo de cerrar por aquellas fechas. Intenté entonces encontrar otro editor que quisiera publicarlas.
No hubo editor que las aceptara, quizás pensaron que el texto era excesivo, que tal franqueza era impublicable, que a finales del siglo se pueden contar cosas que bajo la Dictadura no se podían ni mentar, pero que todo tiene un límite razonable, y este texto anarquista sobrepasaba en mucho ese límite. Claro que era más fácil decir que el texto adolecía de determinados problemas técnicos y necesitaba una profunda revisión.
Quien ahora ofrece esta edición y estas notas preliminares trabajó sobre el texto original limitándose a corregir ortografía, puntuación y ligeras alteraciones sintácticas de importancia menor. De acuerdo con José Moreno, reordenó la ubicación de algunos pocos párrafos que adolecían de la posibilidad de ser considerados repetitivos, y se lo devolvió al autor.
En el interregno, tres personas más habían intervenido. Por un lado el historiador de la guerrilla antifranquista, también cordobés, Francisco Moreno Gómez, que durante años ha sido el más destacado y digno defensor de los luchadores que defendieron con las armas en el interior la República y las libertades tras la derrota del 39. Su enorme labor, su grandeza de espíritu, y sobre todo su honestidad profesional, ha permitido conocer a todo el que se quiera acercar a su obra, la descomunal épica de quienes resistieron al fascismo en Andalucía, Extremadura y La Mancha durante los años del terror. Quizás precisamente por eso no se le cita demasiado, se le invita poco, se le considera absolutamente serio y riguroso pero poco presentable en la buena sociedad de la actual democracia. Hemos de recordar que fue diputado por el PC en la primera legislatura y profesor de secundaria a lo largo de una prolongada vida profesional en institutos de barrios duros de las cercanías de Madrid. Él y su ingente obra han ido parejos en categoría y valor histórico, y por eso todos los luchadores antifranquistas decentes tenemos una deuda contraída con su trabajo y su persona.
Del otro no citaremos los nombres, no resulta necesario. Sólo diremos que desde los tiempos de Gutemberg los siglos han ido elaborando el arte de imprimir y en consecuencia el de editar. Éste último ya existía desde que existe la literatura, y consiste esencialmente en tomar un manuscrito y desde él elaborar un libro. Generalmente se reduce a un problema de forma, de montar, una detrás de otra, páginas manejables cosidas por un lado con un fino hilo y recogidas dentro de unas cubiertas más duras donde se indica de qué libro se trata. Pero la tradición ha hecho de la edición otro arte, tanto por la belleza o vulgaridad del libro resultante, como por la corrección del propio texto que en el se contiene. El editor cuida ese texto que a veces el autor le ha entregado con descuidos, con incorrecciones, con errores. Esa es labor del editor, pero el texto ha de ser el que quiso escribir el autor.
Las cuatro patas del libro las forman el autor, el editor, el impresor y por fin, el lector. Obviamente las más notables son la primera y la última, las dos de en medio son secundarias pero imprescindibles. Editar e imprimir son artes menores, pero muy complejas.
O lo eran hasta que llegó el universo informático y los programas pret a porter. Desde hace pocos años ya no es problema editar libros. Se consigue un programa informático de ese tipo, se mete el texto en el ordenador, se ponen unas ilustraciones en algún lugar, y se le da a la tecla de imprimir. Uno, varios, o cientos de ejemplares. Ya tenemos un nuevo editor. Que el libro es francamente horroroso y tiene una letra casi ilegible, eso no importa, que las páginas se caen cuando se abre el ejemplar, pues se atan con una goma, que nadie ha revisado ni corregido el texto y sale lleno de erratas, errores y otras incongruencias, pues lo hubiera entregado ya preparado el propio autor. Todo se ha vuelto ahora muy sencillo, muy al alcance de cualquiera. Casi parece jauja, ya no hacen falta editores ni impresores, del autor al consumidor, la fórmula feliz.
Es el efecto de sustituir la propia mente por un programa informático de veinte euros. Es más cómodo, pero no acaba de funcionar correctamente, aunque desde luego funciona suficientemente si se sabe no exigir demasiado. No funciona del todo salvo para alguna gente deseosa de hacer dinero con autores ajenos a las técnicas de edición.

Esto le pasó a José Moreno Salazar, llegaron un joven con ansías de publicar y un señor que decía ser editor inernautificado y, el primero le dijo que él le haría una excelente edición de sus memorias, claro que con la condición de que como estaban tan mal escritas le arreglaría el texto para que quedase presentable.
¿Estaban mal escritas? Ahora las tiene el lector tal como eran, si bien sin erratas ni faltas de ortografía. Vea el lector inteligente si realmente estaban tan mal escritas o si todo respondía a razones menos claras.
El supuesto arreglador no corrigió el texto: escribió una novela de andar por casa partiendo del tremendo escrito de José Moreno Salazar. El arreglo no sólo alteró la totalidad del texto, escribiendo el supuesto corrector lo que le pareció bien en un estilo ramplón, sino que obviamente se reservó el copyright, y desde luego, cómo le debió parecer un escrito demasiado agresivo para los tiempos también ramplones que corren, alteró profundamente la imagen a dar. Convirtió a José Moreno Salazar en un hombre de nuestro tiempo sensato, prudente, valiente, más urbano que campesino, pero dotado de una ideología muy lejana a la verdadera, le hizo como seguramente este corrector tan agudo creyó que a su propio gusto debería haber sido, no como fue. Incluso le llega a presentar al final de la obra como un correcto socialista. En suma, destrozó la obra original.
Y cometido el crimen, el supuesto editor internáutico procedió a darle a la tecla de imprimir y a vender un número indeterminado de ejemplares que nunca reveló al autor. Y esto es lo que algunos creen que fue el texto que José Moreno Salazar dejó escrito.
Quede pues constancia de que el libro que ahora tiene el lector en sus manos es el que se corresponde con el que escribió José Moreno Salazar, que él leyó detenidamente tras la corrección de erratas y faltas de ortografía, y que aprobó como el texto que él había escrito.
Considere el lector que este texto se publica de acuerdo con lo que él acordó con quien firma estas líneas antes de fallecer en el 2008, y que se publica legalmente con contrato de edición firmado por los herederos y con liquidación de derechos según marcan las leyes. Sepa asimismo que cualquier otro texto que trate de su vida y hechos no se corresponde más que con las ansias de escribir una seudonovela por parte de un desconocido señor, y con las de vender unos ejemplares sin control por un supuesto editor de última hora tecnológico-informática que nunca le dio a firmar un contrato ni nada parecido.
En el prólogo que este señor escribió para su versión de las memorias de José Moreno Salazar nos aclara que lo que intento hacer fue “una labor de interpretación y/o traducción que colorea la obra del verdadero autor”, y a fe que lo consiguió. La obra escrita por este señor fue publicada por ese otro señor que se dedicaba a la edición y venta por internet de novelas de bolsillo en el año 2004, estando ya muy enfermo José Moreno Salazar.



DORMIR, SOÑAR, MORIR. SER O HABER DEJADO DE SER, ESA ES LA CUESTIÓN

20, 30, 40 años hubo de dormir el sueño de José Moreno Salazar. El de Antonio Pérez Sánchez, en Algemesí de Valencia, en Priego de Cuenca, en su último destino en Osa de la Vega. Este Antonio Pérez Sánchez que soñaba que era José Moreno Salazar lejos de su sierra cordobesa, lejos de los suyos, de su tierra, de todo.  
¿Morir? No, Sólo importa ser, ser uno mismo, o haber dejado un día de ser, porque si un solo instante se deja de ser se habrá dejado de ser para siempre, eso es morir. Por eso José Moreno Salazar, decide que cada día, cada instante, bajo la capa de ese Antonio Pérez Sánchez, bajo su sueño, ha de vivir, vivir el anarquista andaluz, el resistente, el niño de las monjas y la guerrilla, el hombre clandestino, el que pacientemente escribe durante veinte años sus memorias, para vivir, para no dejar nunca de ser ese José Moreno Salazar al que la Dictadura ha hecho desaparecer, pero que vive y resiste como cuando era un niño, cuando cuidaba de sus padres y sus hermanos, como cuando era un sueño de libertad y de justicia social, como cuando el sueño se hundía en la barbarie y sin embargo para luchar, había que seguir soñando.
No. José Moreno Salazar, alias Antonio Pérez Sánchez, no dejó ni un día de su vida de ser José Moreno Salazar, aunque casi nadie pudiera saberlo, no dejaba de ser él, el que resistía más allá de lo que pueda pensarse, de lo que pueda creerse, de lo que nadie podría resistir.

Habían pasado otra vez casi veinte años desde el final de la Dictadura, José Moreno Salazar ha conseguido una vez más otro pequeño triunfo, para él grande, ha recuperado su nombre usando la influencia de amigos socialistas que han llegado a ser quienes gobiernan ahora. Poco más, sigue viviendo en Osa de la Vega y a sus más de setenta años pasa temporadas en casas de sus hijos en Madrid o Ciudad Real. Sigue fielmente cogido de la mano de su inseparable compañera, sigue viviendo pobremente, como siempre vivió, pero decentemente, como siempre quiso vivir.
Durante estos veinte años, timoratos gobiernos postfranquistas han dado luz verde a la prensa libre, los sindicatos, los partidos políticos, tenemos una Constitución asimilable a las de cualquiera de la Europa democrática, han gobernado socialistas y conservadores, y han dictaminado entre ambos que nunca ocurrió nada que merezca revisar del pasado de dictadura. Unas adecuadas pensiones para los militares republicanos, homenajes diversos a unos pocos exiliados insignes, cuatro duros para los que han pasado muchos años en las cárceles franquistas, algunas casas para niños de la guerra retornados y aquí nunca ha pasado nada.
Expresos, exiliados, depurados de sus carreras y profesiones, republicanos españoles supervivientes de los campos de exterminio nazis. Siempre hay entre ellos alguien que alcanzó enorme fama, premios nobel, eminentes literatos, al fin y al cabo la gran mayoría dejó sus vidas y esperanzas en México, Francia, la URSS, Inglaterra, Argentina, o en los muros de los cementerios españoles. Pero han quedado unos a los que se les niega hasta la existencia: los guerrilleros, los que resistieron al fascismo con las armas en la mano. No existen, ni han existido nunca. Es de mal gusto hablar en una democracia como la española de la resistencia armada, que además ha durado hasta el último día de la miserable vida del dictador, como hasta ese mismo instante han durado los fusilamientos de resistentes. Pero no es que se les niegue por los postfranquistas, es que les niegan la existencia hasta los socialistas y los comunistas, todos los que piensan noche y día en las excelentes prebendas que ofrece la democracia: Comunidad Europea, dinero fácil, cargos destacados en los más importantes organismos internacionales, la OTAN…

Desde 1991, en un remoto lugar de la provincia de Cuenca un grupo de guerrilleros y expresos, gracias al esfuerzo de Raquel Pelayo, José Murillo, y Juan Fernández Antón, habían levantado un sencillo monumento en memoria de los guerrilleros antifranquistas que murieron allí en un violento enfrentamiento con guardias civiles el año 1949. El pueblo cercano se llamaba Santa Cruz de Moya y era un lugar situado en pleno centro de actuaciones de una de las agrupaciones guerrilleras que más pudieron resistir a la represión franquista. Raquel Pelayo y José Murillo habían pasado muchos años en prisiones franquistas, Murillo había luchado nueve años en la guerrilla de Córdoba donde había sido conocido como el Comandante Ríos, Juan Fernández Antón era oriundo del propio Santa Cruz de Moya y había sido enlace de los guerrilleros de la agrupación de Levante Aragón. Con enorme prudencia poco a poco cada año en el primer domingo de octubre se habían ido concentrando en este lugar algunos pocos guerrilleros supervivientes y amigos y camaradas suyo para conmemorar aquella lucha y honrar a sus muertos.


Aquel mismo año regresó a sus tierras de origen por vez primera José Moreno Salazar. Lo hubo de hacer en silencio, sin que se hablase demasiado de su regreso, casi ocultamente. Con amigos pudo volver a recorrer los lugares de la tragedia. Tomó unas fotos medio siglo después de que ocurrieran los fatídicos sucesos. Era memoria recuperada, pero solitaria, silenciada.

Suena atronadora la voz del silencio, la voz de los vencidos, vueltos a vencer por el olvido, la marginación, la traición. La espesa capa de silencio que el terror forzó durante cuarenta años de feroz dictadura, ahora se ha vuelto sutil capa de silencio duramente impuesta por la democracia.
Pero entonces comenzaron a pasar cosas inesperadas. En 1996 volvieron a España cerca de medio millar de supervivientes de las Brigadas Internacionales, los rebeldes de todo el mundo que sesenta años antes vinieron a defender la República y a morir en tierra extraña por sus ideales.
Diez años antes había habido otro homenaje en España a aquellos brigadistas, pero una vez más hubo de ser un homenaje casi oculto, organizado en exclusiva por el Partido Comunista y sólo con asistentes comunistas, y que pasó casi desapercibido para la ciudadanía española. Ahora no, ahora era un homenaje no partidista, abierto, al que vinieron brigadistas de todas las tendencias políticas y de todo el mundo. Pero sobre todo lo que causó asombro es que fue un trallazo en la conciencia de una gran parte de la población: miles de personas de toda edad, pero sobre todo jóvenes, acudieron entusiasmado a cada ciudad a la que se dirigían los retornados brigadistas. Muchos de ellos nunca habían vuelto a las tierras en las que lucharon a muerte durante tres años, muchos de ellos pensaban que nadie se acordaría ya de sus años en España, pero todos siguieron llevando siempre a España en su corazón, como decía uno de sus repetidos lemas. Por el contrario radios, televisiones, periódicos les llamaban, daban charlas, mítines auténticos a miles de entusiastas jóvenes que se reencontraban con ellos como sesenta años atrás había ocurrido con aquellos otros jóvenes revolucionarios de la España republicana.
Fue una apoteosis porque nadie se esperaba que ocurriese esa catarsis entre la ciudadanía española sesenta años después, y los revolucionarios de antaño, que habían demostrado una generosidad tal como la que requirió dejar casas y familias para venir a una guerra extraña, que para todos era la guerra por impedir al fascismo un triunfo que nadie dudaba acabaría en una gigantesca tragedia generalizada, como así ocurrió efectivamente pocos meses después.
Parecía que algo que había permanecido oculto durante tantos años salía al fin a la luz. Algo cambió profundamente aquellos días del homenaje a los brigadistas de antaño.

Tres años después, y tras los actos de octubre en Santa Cruz, se reunió en Valencia el primer encuentro de antiguos guerrilleros antifranquistas. Asistieron combatientes de toda España y algunos venidos de Francia. La asociación Archivo Guerra y Exilio, AGE, formada a partir del homenaje a los brigadistas convocaba a esa reunión, Entre tantos otros compañeros estaba allí José Moreno Salazar. Él y el compañero Eduard Pons Prades, maquisard en la Francia ocupada, eran los únicos asistentes anarquistas a la asamblea.
De aquella reunión surgió la exigencia de llevar a todas las instancias del Estado el reconocimiento de los guerrilleros antifranquistas. Así comenzó la larga marcha por la memoria de quienes enfrentaron la Dictadura con las armas en la mano.
Pocos meses después, en la localidad catalana de Sant Celoni, los guerrilleros reunidos en Valencia asistieron al acto de homenaje que se celebró allí en memoria de Quico Sabatés, el mítico resistente anarquista catalán, muerto en un encuentro con la guardia civil en aquella población. La placa colocada en el lugar donde cayó recordaba que había sido “asesinado por la guardia civil”. Por primera vez guerrilleros anarquistas, comunistas y socialistas recordaron juntos a un compañero muerto.
En mayo del 2000, la Asociación AGE convocó unas nuevas jornadas en Madrid dedicadas en exclusiva a plantear la estrategia para conseguir el reconocimiento por el Estado de la lucha de los antiguos guerrilleros. El objetivo era que se reconociese a estos luchadores irregulares como los últimos militares del ejército Popular de la República y se les asimilara a los mandos y componentes de éste, de tal manera que se les reconocieran pensiones, y graduación militar.
Se exigía además que se corrigiese el grave insulto mantenido por orden del gobierno de Franco de que en todos los escritos oficiales donde se citaran a guerrilleros se les denominase exclusivamente bandoleros o bandidos, de tal manera que en atestados, procedimientos judiciales, y en prensa aparecieron siempre con esos indignos apelativos, intentando eludir su condición de luchadores por la libertad. La nueva reunión fue decisiva para comenzar esta larga marcha. Allí estuvo nuevamente José Moreno Salazar.
En el otoño del 2000 AGE organizó un autobús en el que brigadistas, guerrilleros, expresos, niños de la guerra, exiliados y represaliados, recorrieron toda España bajo el lema “La Caravana de la Memoria” dando mítines, forzando encuentros con alcaldes, parlamentarios y autoridades autonómicas, dando charlas en institutos y casas de cultura, y siendo recibidos en docenas de pueblos y ciudades con el mayor entusiasmo, hasta el punto de que en algunos lugares les recibía al ayuntamiento acompañado por la banda municipal que interpretaba el Himno de Riego, y asistiendo a sus actos cientos de vecinos con banderas republicanas.
José Moreno Salazar estuvo muy enfermo esos días y no pudo asistir a los actos, pero su espíritu viajó con todos los compañeros en aquella Caravana de la Memoria.
Por fin en mayo del 2001 se llevó al Parlamento español la Proposición No de Ley que exigía el reconocimiento de los antiguos guerrilleros antifranquistas. Aquel día asistieron numerosos guerrilleros al palco de invitados y el Parlamento Español tras un duro debate, se limitó a reconocer la existencia de la guerrilla y a proponer que los antiguos guerrilleros dejaran de ser estigmatizados como bandoleros y fueran tratados a partir de ese momento siempre como luchadores antifascistas, pero se les siguió negando el reconocimiento como últimos resistentes del Ejército de la República y por tanto se les siguió negando graduación militar y pensiones. Una vez más allí también estuvo José Moreno Salazar.

Todo esto había significado un golpe a las conciencias y a la opinión ciudadana que socialistas y conservadores tuvieron que recoger. Asustados corrieron a refugiarse en el rechazo más cerrado y absoluto de cualquier cosa que tuviera que ver con los guerrilleros, mientras asociaciones, películas, novelas, estudios académicos y reconocimientos populares iban abriendo brechas por las que la presencia de estos resistentes se iba colando cada vez más clara en la ciudadanía.
En 2002 el Partido Popular, en el gobierno entonces, se negó a aceptar que el Parlamento declarase una condena explícita del golpe de Estado franquista que originó la guerra civil y la posterior dictadura.
En 2004 llegó al gobierno el Partido Socialista y se puso manos a la obra de enterrar pacíficamente la memoria de la Dictadura. Ya para entonces había comenzado, al principio muy lenta y oscuramente, luego ya de forma casi explosiva pueblo a pueblo, la amarga tarea de ir desenterrando de cunetas y fosas comunes a resistentes muertos fusilados en las sierras sin juicio ni más orden que la de los comandantes de la guardia civil dispuestos a llevar la represión contra los guerrilleros hasta sus últimas consecuencias.
El nuevo gobierno decidió legislar al respecto. Nuevamente, como era de esperar, olvidó a los guerrilleros. Ni reconocimiento como soldados de la República, ni las más mínimas pensiones. Y sobre todo, decidió aprobar contra la legislación vigente reconocida con rango de ley en el propio Estado español, que se desenterrase a los fusilados sin que se pudiera abrir causa judicial que aclarase cómo murieron ni quienes les mataron. Todo se haría con mucho dinero para asociaciones, amigos y descendientes, pero sin reconocimiento jurídico.
En esas condiciones, en junio de 2005, AGE, la CNT de Córdoba y el Ecomuseo de Río Caicena-Museo Histórico de Almedinilla, en la provincia de Córdoba, organizaron con el apoyo de los ayuntamientos de Bujalance y Montoro un homenaje al grupo guerrillero de Los Jubiles con la presencia de José Moreno Salazar, único superviviente de aquella lucha. Por vez primera se iba a reconocer públicamente la memoria de los guerrilleros de Bujalance y Montoro en su propio pueblo y se iba a dar a José Moreno Salazar el debido y siempre postergado homenaje.
 Aquellas jornadas comenzaron por un reconocimiento del ayuntamiento en pleno de Bujalance hacia la persona y la vida de José Moreno Salazar, y se inauguraban bajo la presidencia de la secretaria general de AGE, Dolores Cabra y del director del Museo Histórico, Ignacio Muñiz.  Hablaron historiadores, y estuvieron presentes seis guerrilleros miembros de AGE de diferentes agrupaciones, entre ellos el Comandante Ríos para quien aquella lucha resultaba enormemente familiar por la cercanía.
Se marchó al caserío donde murieron los guerrilleros supervivientes de Los Jubiles y donde sobrevivió herido entre los escombros José Moreno Salazar. Allí se inauguró un monumento en su memoria.
Por desgracia resultó inevitable una confusa combinación de provocaciones e insultos de gentes de la derecha más rancia del pueblo, y de tensiones de alguna persona ajena a aquellos hechos que quizás pensaba que estos actos, más que ser un reconocimiento a José Moreno Salazar, podrían haber sido un autohomenaje manifiestamente impropio.
Con todo sin embargo se cumplía por fin el sueño de Antonio Pérez Sánchez: Nuevamente transmutado en el verdadero José Moreno Salazar volvía a su pueblo con la cabeza muy alta, reconocido por los suyos y acogido con cariño y entusiasmo por otros guerrilleros de otras agrupaciones, y además de otras ideologías. Una vez más ante la memoria no hubo distinciones ni fisuras: los guerrilleros anarquistas de Córdoba estaban respaldados en la lucha por su memoria y reconocimiento, por guerrilleros comunistas de toda España. Este era el más grande triunfo de José Moreno Salazar, saber que su lucha triunfaba por encima de sectarismos, partidismos, y muy por encima del odio de los herederos de los fascistas de antaño.

Poco después Ignacio Muñiz hizo una gran aportación, decisiva para esta memoria. Algunos habían querido poner en duda lo que en la versión novelada de sus memorias se había publicado sobre José Moreno Salazar. Ignacio Muñiz consiguió localizar en la Capitanía General de Sevilla el Consejo de Guerra Sumarísimo abierto contra José Moreno Salazar y numerosos vecinos que habían apoyado a los guerrilleros. Lo ha publicado en un excelente estudio donde sitúa al movimiento anarquista de los campesinos andaluces en su verdadero y justo lugar, y tras esto, deja claramente establecido que José nunca falseó nada de los hechos relatados. El expediente y los atestados de la guardia civil corroboran palabra a palabra lo escrito años antes por el superviviente. Este ha sido su postrer triunfo.
Su postrer triunfo, porque José Moreno Salazar nos dejó en el año 2007, ya muy enfermo. Él nos falta pero no su memoria, la memoria de los guerrilleros anarquistas en los montes de Andalucía. La memoria de una supervivencia, no sólo del hombre, por encima de él, de sus ideas, de la Idea.

(Prólogo al libro de memorias de 
José Moreno Salazar "Los perseguidos. La guerrilla libertaria cordobesa de Los Jubiles".)