Durante
casi doscientos años el pensamiento dominante ha sido aquel según el cual la
historia es siempre igual y el único movimiento conocido es un continuo
progreso. En un universo tal, a cada uno de nosotros sólo nos cabe la tremenda
responsabilidad de acelerarlo o la gran culpa de retrasarlo.
Contamos
pues con una sólida base: un tiempo de redención ha de llegar. El progreso nos
llevará inevitablemente pero en un plazo desconocido y a través de innumerables
sufrimientos, a una era de justicia, paz y armonía. No cabe otro futuro, cabe,
eso sí, la destrucción, la nada, el no futuro, pero o es esa la alternativa o
es la redención.
No
soportamos fácilmente la idea de que la injusticia, la opresión, la infamia del
mundo que conocemos sea la única pauta posible del género humano, nunca lo
hemos soportado. Es necesario que un día haya una solución, una redención
definitiva e irreversible. No podrá ser siempre así como es hoy, pues los
explotados, los humillados, los oprimidos sufren de tal manera que la rebelión
se hace inevitable día a día. La revolución, o más opresión, no hay término
medio, no lo ha habido nunca ni cabe en el espíritu de los explotadores y los
opresores que pueda haberlo. Y los de abajo son la inmensa mayoría y cada vez
son más. Un día, pues, conseguirán dar el golpe definitivo al sistema.
Desde
hace doscientos años la sociedad se desenvuelve en un cúmulo de contradicciones
cuyo origen hay que buscar en la dura interrelación entre las diferentes clases
sociales. La violencia emerge constante en cada aspecto de la sociedad civil.
Marx separó cuidadosamente el papel que desarrollan las clases que en su
desposesión sólo cuentan con su fuerza de trabajo como único medio de
supervivencia. Describió cómo en ciertos momentos de crisis surge aplastante la
lucha de estas clases trabajadoras, a las que no basta la extensión de los
derechos democráticos, pero que sólo pueden llegar a liberarse de la
explotación y la opresión a la que están sometidas si ellas mismas se ven
obligadas a llegar a ser la propia encarnación de la sociedad civil: ciudadanos
individuales, no ligados por pesadas tradiciones religiosas, ni por oscuras
reacciones nacionalistas, sin el coartante marco limitador de la familia
tradicional, ni el freno aterrorizante de la autoridad arbitraria del clan,
tribu, pueblo o señor feudal. Desbrozado esto que no es otra cosa que el
autoreconocimiento por parte de los propios
asalariados de sus derechos cómo ciudadanos, como hombres y mujeres
libres pero sometidos por el poder del capital, sólo queda precisamente ese
elemento de dominación cómo último enemigo: su lugar en el sistema de
producción, su papel como clase social, la conciencia de que las clases sobran,
son innecesarias y aún inconvenientes y de que la producción de bienes no tiene
por qué ser idéntica a la explotación de unos seres humanos por otros. Era el
salto de tigre de la historia. Era la revolución.
La
destrucción que el modo de producción capitalista, al dar forma a la sociedad
civil, ha realizado de todos los intermediarios que hasta la aparición del
capitalismo había entre el individuo y la sociedad, a excepción de los
estrictamente económicos, es lo que impide que ante el enfrentamiento entre
explotados y explotadores la lucha pueda ser desviada indefinidamente hacia otro
objetivo que el de la propia destrucción del modo de producción. En principio
las clases dominantes no encuentran estructuras no directamente económicas
capaces de encauzar las luchas hacia otros objetivos que la desaparición de la
dominación de clase.
Durante
siglos las relaciones de cada individuo con la sociedad habían sido filtradas a
través de ese conjunto de intermediarios necesarios para dar coherencia al
universo cultural de cada individuo: las relaciones de supeditación e
integración de familia, la religión, la integración en el grupo social o étnico
homogéneo al que se pertenece por nacimiento, etc. Nadie podía ser, existir, ni
ser considerado por otros, fuera de ciertos determinados grupos que le
prestaban existencia como colectivos en los que reconocerse.
La
sociedad civil era, sin embargo, una sociedad de individuos no de grupos. El
nuevo modo de producción había arrojado fuera de su contexto tradicional a
millones de seres humanos que sólo podían reconocerse como pertenecientes a ese
colectivo tan genérico que era la sociedad civil y cuya estructuración recogían
las declaraciones de derechos universales. El ciudadano era un individuo
esencialmente igual a cualquier otro, un individuo enajenado de los otros
individuos y por otra parte enajenado de la naturaleza. El hombre miraba por
vez primera desde lejos, desde cierto vacío existencial, al universo. La
naturaleza y sus habitantes fueron considerados por vez primera por el naciente
ciudadano, como parte de un mundo visto como primitivo y contemplado con
añoranza.
El
artista buscó la naturaleza perdida y el filósofo al buen salvaje, y la imagen
de una irreversible y aplastante añoranza de aquellas raíces perdidas recubrió
el universo intelectual romántico. El segundo romanticismo, cuarenta años
después, fue urbano, no bucólico, giró alrededor de la soledad del individuo en
la ciudad, del spleen. El tercer romanticismo, al que en su momento llamamos
existencialismo, tuvo como preocupación una soledad cósmica, universal.
Fue
preciso reinventar una nueva religión y dar forma a una nueva forma de
agrupamiento social. La nueva religión la explicó Chateaubriand, que decía que
el nuevo mundo lo habían alumbrado Napoleón y él, Napoleón con el trabajo basto
de las bayonetas, la guerra, etc. y él con las nuevas formas morales y
religiosas. La nueva religión que fue tan cristiana como aquella de la que
provenía no hablaba de fiestas patronales ni de calendario agrícola, ni ponía
el énfasis en el principio de autoridad. Era más bien adecuada a un ser humano
solitario y desolado, fomentaba una cierta hipersensibilidad, era una religión
del dolor y la piedad. Tan insolidaria y cruel como la anterior pero
tranquilizante ante el odioso abismo de la soledad. El buen creyente se
solidariza y compadece con la totalidad abstracta de los sufrientes, pero no
con cada uno de los miserables que ofrece a cada momento la realidad. Eso sí,
sitúa a una selección adecuada de ellos como ejemplo y referencia personal,
pero son simples sufrientes-objeto, sobre todo desde que se ha inventado la
televisión. No valen por sí mismos sino sólo en función de su utilización
compasiva por el sujeto que cumple el trámite de compadecerse. Es
verdaderamente una religión para una sociedad civil.
Y
nació también el nacionalismo. De la necesidad que tiene todo individuo de
identificarse con un grupo social concreto, y perdidos los hilos que le unían
al antiguo modo a su grupo familiar, a su aldea o a su grupo gremial, etc., el
individuo pasó a buscar su identificación con un grupo adecuado a su nueva situación:
la nación. En aquellas antiguas estructuras cada uno de los integrantes conocía
el rostro de los demás miembros del grupo, en el nuevo grupo, en la nación, no.
Los demás son abstractos, cómo lo es uno mismo, son los míos porque hablan mi
mismo idioma y sienten la misma historia que siento yo. Quedó el rasgo más
feroz de aquel tiempo anterior, el de la defensa del propio grupo, sólo que
ahora que era un grupo abstracto se hacía preciso afirmar al grupo de forma
irracionalmente irrenunciable: los míos son los únicos que valen la pena.
Y
así acabó ese siglo XX: envuelto en el mismo fanatismo religioso y nacionalista
con qué empezó. Intentando, e intentándolo con éxito, impedir que se afirmen
ciudadanos, exaltando lo gregario, volviendo a impulsar el sentimiento de
subordinación del súbdito y la moral religiosa del esclavo.
¿Algo
ha funcionado mal en el esquema previsto? ¿Dónde han quedado ahora las clases
sociales? ¿Quizás no son ya las de antaño?, ha desaparecido sin que nos
diésemos cuenta ese último intermediario entre individuo y sociedad que eran
las relaciones de producción?
Hoy
los trabajadores poseen algo más que su fuerza de producción, poseen al menos
un televisor, y quizás incluso un automóvil o una motocicleta, e incluso un
apartamento de cincuenta metros cuadrados con cuarto de baño alicatado hasta el
techo. Pero eso no es lo importante, lo verdaderamente importante es que si no
poseen todo eso, saben fehacientemente que pueden poseerlo. No como clase, no
destruyendo el sistema, sino precisamente integrándose correctamente en él.
Pasando
miseria en las calles de las grandes urbes de Occidente viven millones de
emigrantes, se colocan en cualquier trabajo, malviven, pero muchos de ellos
tienen estudios académicos superiores en sus países. Las calles se llenan de
gentes que suplican un sustento mientras limpian parabrisas en los semáforos;
muchos de ellos pocos años antes tenían una aceptable e incluso buena situación
económica, son víctimas de un cierre de empresa que les cogió en momentos inestables,
con cuarenta o cincuenta años, o solos y demasiado próximos a la droga o al
alcohol. Por el contrario el que ayer estaba en una insoportable cadena y fue
listo y supo salirse de su rutina y se acogió a las numerosas ofertas de
integración que ofrece el Estado moderno pudo subir, quizás es ahora un autopatrono
triunfante u ocupa un lugar privilegiado de la estructura económica. Y son
legión los que viven y no tienen ni tendrán nunca oficio. Hoy reparten pizzas,
mañana se acogen al paro tres meses, luego hacen encuestas, otra temporada
descargan camiones, luego cosen en casa pantalones vaqueros, por fin acabarán
recogiendo cartones. O llegarán muy alto, siempre puede estar su oportunidad a
la vuelta de la esquina. Y si no, cuando alcancen los treinta años comprenderán
que nunca han sido nada y que para nada valen, entonces empezarán a pasar más
largas temporadas en el paro, quizás empiecen a pasar algunas en la cárcel, por
último dormirán en la calle y limpiarán parabrisas en los semáforos. Pero
mientras, poseen una televisión y una esperanza. Todo lo que sale en la
pantalla un día podría ser de ellos si aprenden a integrarse correctamente, o
si hay suerte y encuentran un buen chollo y dan el pelotazo. Una de las cosas
más importantes de nuestra actual sociedad es la nítida conciencia de que
mañana, cualquiera de nosotros que hoy estamos aquí, prudentemente integrados,
podemos estar mañana mismo tirados durmiendo entre cartones.
Y
ese universo televisivo, imaginario, esa esperanza, llega hasta los más
apartados rincones del mundo, hasta las más oscuras cuevas de la miseria y la
marginación, hasta las selvas profundas, los bosques o los desiertos, hasta los
suburbios de hojalata y cartón , hasta donde haya un grupo humano, explotado,
humillado, olvidado de todos menos de esos profetas virtuales.
¿Dónde
queda pues ese tiempo de redención que fue patrimonio de millones de seres, de
explotados, de humillados, de vencidos, de rebeldes y revolucionarios?
Durante
muchísimos años millones de personas hemos sufrido guerras, revoluciones,
terrorismo de Estado, deportaciones, exilios y exterminios masivos, que
levantaron una montaña de centenares de millones de muertos. Pero en medio de
aquel caos siempre hubo un grupo de hombres y mujeres que se afirmaban
confiados. Aquello era ciertamente la barbarie, pero el socialismo habría de
llegar. La humanidad no sufriría más, con el socialismo que ha de surgir tras
la última batalla han de acabar sino todas, si la inmensa mayoría de las
contradicciones actuales.
A
partir de esta consideración nuestra conducta queda orientada tan sólo por el
deber social. Y para un cabal cumplimiento de ese imperativo moral que es ese
deber social que deriva de tan inexorable proceso, sólo cabe trabajar con orden
y disciplina ya que la batalla es durísima. Hay que luchar organizadamente,
sino todo está perdido, hay que integrarse en un partido revolucionario en el
que aprender a luchar y a trabajar con eficacia. El rebelde romántico es un ser
antisocial, o al menos un elemento distorsionador cuya actitud no hace sino
retrasar objetivamente el éxito de la lucha.
El
partido fue la gran aportación del siglo XX a la lucha de los miserables por su
liberación. El partido es el futuro, el partido es la organización de los que
saben que el futuro será socialista a diferencia de los que sólo tienen en su
haber presente y pasado. En el partido ingresan los que sí piensan que las
cosas van a cambiar y quedan fuera precisando adoctrinamiento y enseñanza que
eleve su nivel de conciencia, los que desconfían de que la suerte de los de
abajo cambie alguna vez.
Pero
lo extraordinario, la consecuencia directa pero inesperada de esa actitud, era
que los militantes no esperan tampoco cambiar su mundo, sino ayudar a alumbrar
un mundo por venir, una nueva humanidad. El problema planteado, aunque vestido
con ropajes sociales, era en realidad histórico, casi diríamos más bien,
cósmico, pues la marcha de la historia es ineluctable y, en todo caso, gracias
al esfuerzo de cada militante hoy, ese tiempo de redención llegará.
De
esta forma el militante acaba no buscando en realidad una alteración social
concreta. Además, ya que él no conocerá esa humanidad redimida, ese tiempo de
la nueva humanidad, ha de buscar al menos su redención personal. La redención
personal sólo es posible más allá de la redención social que él no habrá de
conocer, que se reserva para el futuro.
Su
única redención personal la encontrará
precisamente en el sacrificio: el militante de partido se redime a sí mismo de
cierta culpa personal cósmica, originaria, porque dedica su vida a objetivos históricos, y en eso precisamente
coincide con la redención general de la humanidad, porque con su sacrificio
personal aporta su grano de arena a la liberación de la humanidad. Mañana será
la redención social. Él no la conocerá pero sin su actividad hoy no podría
llegar ese tiempo redimido.
Así
el militante deviene un pedagogo: se mueve vigilante entre la exhortación a la
lucha por un futuro redimido y la lucha por la consecución de mejoras sociales
reales que hagan creíble su expectativa y su pasión. Pero él sabe bien que no
lucha por esas mejoras reales más que como sistema pedagógico. No puede
despreciarlas aunque no le satisfagan porque constituyen el único punto de
partida comprensible por todos. Al final de su tratado de pedagogía el objetivo
último de estas luchas se oculta porque podría provocar desconfianza, y más
aún, desconsuelo. ¿Quien comprendería realmente que es preciso sacrificarse
hoy, una generación entera, para que otros, mañana, desconocidos y abstractos,
disfruten de un mundo diferente? Estas luchas se organizan, pues, como
aglutinante y como puerta de entrada hacia la comprensión científica de la
realidad.
Es
preciso entonces, desconfiar de la gente. Con una buena propaganda y un
sacrificio continuo será posible conseguir que la inmensa mayoría acepte llegar
a vivir sacrificadamente el resto de sus vidas. No por ellos mismos -esto es
obvio- sino por un bien social, por el progreso de la humanidad, por la
redención definitiva que está por llegar, por acoplar toda actividad social a
los fines que por sí misma tiene la historia de la humanidad.
Esto
hizo del revolucionario profesional un individuo contracorriente. Ve más allá
de lo inmediato y organiza a todos los explotados y oprimidos de los que sabe
que necesitan un cambio social profundo, de tal forma que aunque ellos no
compartan esa visión del futuro claramente, desarrollen sin embargo en la
práctica una acción, aunque sea inconsciente, coherente con esos objetivos. La
propia práctica social y la constatación de que las posibles mejoras a conseguir
o se pierden enseguida o no son una verdadera redención, hará que los que así
actúan lleguen a comprender el verdadero objetivo. Los trabajadores deben
comprobar entonces, con su necesaria práctica revolucionaria, la inanidad de
sus esfuerzos por salir de una forma definitiva y de forma colectiva de su
mísera situación luchando tan sólo por mejorar su cotidianidad.
Pero
ese es un ideal de militante, y al partido se acercaban millones de luchadores
que no aceptaban ni podían aceptar el mundo en el que habían de vivir. Ahí
surgía el problema real, porque el militante ha de vivir la realidad más cruda
e inmediata y además por duplicado: por ser un oprimido y por ser un perseguido
político. Su vida transcurre en una duda continua en la que la presencia de la
miseria cotidiana le impulsa a rebelarse despreciando toda esperanza y todo
objetivo que no sea destruir el mundo brutal en el que comprende que le ha
tocado vivir. Pero entonces, cuando se siente marchar hacia una rebeldía sin
objetivos redentores, surge el partido y el orden y vuelve prudente a acogerse
al profundo seno de la organización, que le permite reencontrarse con su
verdadera misión. Casi todos los militante son profunda y verazmente generosos,
es el partido el que no puede permitir esa inquietante debilidad que
inexorablemente acabaría llevando a abandonar la pedagogía. El partido puede
incluso verse obligado a eliminar
físicamente al militante que desconfiando de tanta seguridad, desciende
verdaderamente a los infiernos de la revolución. Todo militante pasa su vida en
ese dilema. Esa es su fe, ese su desasosiego, esa su inquietud verdadera y
nunca contada a nadie, esa a veces su callada amargura, y, en el fondo, su
humana salvación.
Pero
los militantes pasan y queda el partido, queda su cruda estructura de poder, no
lo humano de su entramado, no los intersticios dónde se refugia la pasión, la
polémica profunda, o el desasosiego, sino el férreo y crudo aparato que
garantiza la estabilidad y el orden, el rígido armazón que vive por sí mismo
alimentado por los propios militantes, que lo alimentan siendo devorados por
él.
Y
ese partido se constituye así en un puente entre el pasado y el futuro. Un
puente que se construye para invitar a los pueblos a transitar por él hacia su
liberación. Para los militantes y para el mismo partido es evidente que esa
transición es conveniente y aún deseada por los que han de realizarla, aunque
éstos frecuentemente duden de su capacidad para llevarla a cabo y aún de su
conveniencia.
Tarde
o temprano la habrán de realizar. Habrán de encontrarse con su futuro redimido.
Mientras mas tarde, mas sufrimiento y destrucción. Es preciso avanzar y hacer
avanzar a todos lo más rápidamente posible. Y si aún no se ha hecho es por
razones concretas. Toda la actividad ideológica del partido está encaminada a
explicar porqué no se ha hecho todavía esa transición.
Y
así el partido construye la historia, la pasada. No como síntesis de un pasado
trágico que exige expiación al presente, sino como sucesión de culpabilidades
concretas y parciales que han impedido alcanzar todavía la última meta.
Al
final el partido hace historia historicista, al más tradicional estilo, y acaba
utilizando los fantasmas de la parte contraria, los cuales asume y hace
profundamente suyos: el nacionalismo y la religión. Y el socialismo queda
mechado profundamente de esas sólidas vetas que le dan sabor. Se hace
nacionalista para defender que el error estuvo en tal o cual sucesión de
errores cometidos por otros, por los otros, no por los nuestros, los nuestros
de verdad que son los de nuestro partido local. Se hace religioso para poder
dar el consuelo al militante de que sólo se salvará por la labor expiatoria de
su propio sacrificio personal. Todo militante, mientras no sea capaz de
abandonar esta dura dialéctica, es tentado una y otra vez por estos fantasmas,
los rechaza vehementemente en su interior y acaba, o sentándolos a su mesa, o
saliendo del partido y hundiéndose en su debacle moral sin principios ni
asideros.
La
historia es pues, siempre igual y el único movimiento posible es un continuo
progreso establecido a priori por el propio universo. La construcción del
puente que hoy la humanidad tiende hacia el futuro es una obra continua y
permanente. En ella participan objetivamente unos haciendo avanzar a la humanidad
a lo largo de éste proceso, y a ella se oponen objetivamente otros impidiendo
su avance. Todos los instantes de la historia de la humanidad son esencialmente
iguales, tienen el mismo carácter intrínseco, la dialéctica se reduce a una
tautología: la lucha entre el progreso y la inercia, cuyo resultado es obvio.
La suerte está echada de antemano, evidentemente triunfará algún día el
progreso. Habrá redención. O al menos nuestra vida militante sólo será posible
existiendo y actuando en función de esa redención futura históricamente
decidida ya.
Así
la realidad no es tal. Sólo existimos como puente entre esa humanidad fracasada
y su redención futura. El hoy sólo existe por referencia al mañana, no al
pasado que exige redención, al mañana que la espera y la sabe segura e
inevitable. La historia de la humanidad es la historia de su salvación. La
realidad está compuesta de presencias, pero también y quizás sobre todo, de
ausencias. No tenemos pues, sólo presencias que eliminar, sino sobre todo
ausencias que cubrir.
Dice
Walter Benjamin que es posible empezar la crítica al universo ideológico de la
izquierda por cualquiera de los siguientes aspectos: en primer lugar porque
ésta considera que el progreso no lo es de aspectos concretos -técnico, social,
cultural, moral, etc.- sino progreso abstracto de la humanidad. En segundo
lugar porque considera que ese progreso es el de una humanidad ilimitadamente
perfectible. En tercer lugar porque se trata de una visión del progreso lineal
o cíclico, nunca capaz de marchar en línea quebrada. Añade que ésta crítica
podría empezar por cualquiera de estos aspectos pero para comprender el
problema debe empezar por aquello que subyace
a todos ellos: la concepción de un tiempo homogéneo y vacío en el cual
se desarrolla la historia de la humanidad. En ese tiempo homogéneo y vacío, en
realidad inmemorial, está suspendido el momento actual, atrás queda el pasado,
delante el tiempo por cubrir, pero el tiempo universal que llena toda la
infinitud existe de antemano.
Benjamin
nos recuerda con esto que para el ser humano real no existe más que un presente
y ese presente contiene una iluminación fragmentaria de innumerables momentos
del pasado, la herencia de miles de años, de cientos de generaciones. Ningún
cambio histórico se produce porque esperemos una humanidad redimida, sino que
esperamos una humanidad redimida porque tal como vivimos no podemos ni queremos
vivir y eso lo gritan en cada uno de los desheredados del mundo sus
innumerables muertos y vencidos de antaño.
Esta
conciencia colectiva que a veces lleva a cada oprimido concreto a elegir entre
la esperanza de acabar con su mísera situación
o la de ser aniquilado en el intento, no surge más que cuando la
colectividad en pleno entra en crisis, cuando las condiciones de vida de cada
individuo concreto son tales que la vida se convierte en un valor enormemente
relativo para millones de seres. La humillación y la explotación a la que es
sometida una colectividad por causa de sus relaciones de producción, no son
suficientes para forzar esta conciencia en la mayoría oprimida, humillada y
explotada. Pero cada pueblo arrastra tras de sí a todos sus antepasados
humillados y explotados. El proletariado de los siglos XIX y XX no era el
factótum de un nuevo mundo, sino el vengador del pasado.
Así
pues, en esta lucha, a cada derrota sigue un tiempo de impotencia, un tiempo en
el que se entremezclan en la conciencia de los vencidos deseos sordos de
venganza y de redención, sin esperanza y con miedo, pero reales. El futuro
perdido y el pasado vencido se entremezclan en cada conciencia y en el
colectivo, pero cómo el futuro por definición no tiene realidad, no es todavía
y por tanto no es, se pierde toda esperanza y se desespera de toda acción
colectiva. Las clases oprimidas abandonan a sus profetas. Si entonces sus
profetas abandonan el pasado y piden a los vencidos que dejando atrás sus
muertos miren hacia adelante, la lucha está perdida, todos les abandonarán
confusos y abatidos. Si por el contrario su grito es de venganza nadie confiará
en ellos recordándoles su inmediata derrota pasada.
En
estas condiciones la humillación y la explotación no pueden sino aumentar sobre
las clases sometidas. La supervivencia del sistema se basa en que es capaz de
mantener esa tensión sin llegar a la crisis general, y en que cada vez lo hace
mejor y por más largos periodos de tiempo. Sólo cuando la crisis alcanza a la
cúspide de la sociedad, cuando la clase dominante estalla en infinidad de
luchas internas por el poder real y a la vez se enfrenta violentamente a las
clases oprimidas, la sociedad y el Estado entran en crisis. En ese momento
surge violenta la conciencia del pasado y las clases oprimidas deciden vengar a
sus muertos.
Los
dirigentes revolucionarios que recuerda la historia no son profetas, sino estrategas.
Los Danton, Blanqui, Trotski, Lenin, Durruti, Guevara o Ho Chi Min, no
predicaban un mundo mejor sino que denunciaban un mundo insoportable, imposible
de ser vivido. Permanecían como cazadores de la historia, agazapados, desbrozando
el terreno para organizar el salto del tigre de la revolución. Su contacto con
las polémicas acerca del mundo futuro es escaso y cuando lo tienen se
distinguen muy poco del resto de sus conciudadanos.
La
diferencia está en los actos. Dedican su vida a experimentar, tantear en el
aire con la idea clara de ir atando cabos y separando posiciones. Para este
tipo de revolucionarios está claro que sólo en ciertas raras circunstancias
históricas es posible encontrar en la conciencia de millones de oprimidos esa
desesperación que da el saberse herederos de cientos de generaciones de
vencidos. Sólo entonces es preciso cambiar de política y saber pasar de una
lucha interna en el seno de la masa de explotados a un encuentro frontal entre
los oprimidos y los opresores.
Esto
conlleva un punto de vista puramente estratégico de la revolución. Tratamos
sólo de objetivos y de sus circunstancias concretas. Son objetivos repetidos en
lo esencial a lo largo de la historia de la humanidad mil veces, en miles de
movimientos dispersos, generalmente confusos, y extrañamente teorizados. Viven
en miles de revoluciones y revueltas de las que la historia sólo conserva el
recuerdo de una mínima parte. Toda obra de arte y todo documento de cultura
están construidos con fragmentos de estas batallas, con esos residuos
contenidos y confusamente entremezclados con modas y modos. Estos residuos
entremezclados y un tanto deformes que cada época pone en manos del intelectual
y del artista.
Pero
siempre, tras un instante revolucionario surge la frustración. Si éste fracasa
porque fracasa, si triunfa porque tarde o temprano es preciso retroceder. Puede
haber venganza, pero no hay redención. Y los estrategas que han conseguido
organizar el golpe o sucumben en el intento o le regalan su trabajo a otros.
Precisamente a aquellos que nunca dudan, a aquellos que ahora han de dedicarse
a intentar justificar un orden no esencialmente diferente del anterior. No hay
redención, pero es preciso saber que esa última derrota real, deja en la
humanidad un legado mayor o menor según que los vencedores consigan borrar o
difuminar el recuerdo de esa revolución en mayor o menor grado.
Hoy
quizás esté naciendo un cuarto romanticismo, quizás vuelva el desasosiego y el
tedio universal a hacerse presente en las conciencias de las gentes más lúcidas
y la sociedad comience nuevamente a agitarse convulsa entre el legado histórico
de los vencidos y el ansia de redención. Pero ahora hemos de saber luchar sin
esperanza, sin más objetivo que la propia lucha, como ha sido siempre la lucha
más profunda y verdadera. Sabiendo que no hay redención, que no hay a donde ir,
que no existe nada a lo que llamar progreso. Ese es el único camino que vale la
pena. Para recorrerlo hemos antes de destruir a los heraldos de la reacción: la
religión y el nacionalismo. Hemos de saber estar realmente solos, ser
ciudadanos del mundo, habitar sólo entre los desheredados sin trucos, siendo
uno más de un mundo inaceptable. Aceptando la inanidad, el vacío. Más aún
usando esa propia inanidad, esa desesperanza que sólo puede aportar lucidez a
la lucha.
A
eso se le está llamando por la reacción la nueva edad media. Mienten. Tampoco
es la batalla final. Es simplemente otra etapa, dura y triste de la humanidad,
pero es lo que hay. En ese mundo hemos de aprender a encontrar nuestra armonía,
también la que hay, no la ilusoria, no la moral del esclavo que es la religión,
o la respuesta del bruto que sólo entiende a los que él llama los suyos. Esa es
ahora la puerta abierta, es la más difícil batalla porque hoy por hoy todo está
en contra. Pero es la única que verdaderamente hay.
He
llamado a éste texto “tesis sobre San
Anselmo” porque inicialmente, en una primera versión escrita hace unos años se
articulaban estas diferentes tesis. Al redactarlo ahora he preferido extraer
las dos ideas claves que han quedado expuestas y dejar el resto para un quizás
posterior desarrollo. Creo que no tiene excesivo interés y en realidad no me
parece inadecuado dejar cojo y manco y tuerto a este pobre texto exhumado de
papeles de antaño y tratado de urgencia con fuertes dosis de vitaminas.
Aún
así cabe explicar cuales son estas dos tesis expuestas.
San
Anselmo es, como es sabido el creador del único argumento sensato y utilizado
por millones de personas sobre la existencia de Dios. Dice san Anselmo que dado
que todo lo que existe en la conciencia es por que ha existido alguna vez en
los sentidos, si nuestra conciencia concibe un ser perfecto en grado absoluto,
es imposible imaginarle sin que exista, pues en caso de no existir, habría
lugar a uno más perfecto por el hecho de sí existir. Luego su existencia es
necesaria.
Son
infinidad los que viven su vida apegados a este argumento aunque lo expliquen
de una forma más basta: dicen que si Dios no existiera, su vida no tendría
sentido, de donde deducen necesariamente la existencia de Dios, pues es
evidente que así y sólo así su vida tiene sentido.
Nadie
se ría de esta argumentación, es en realidad la única seria que se ha hecho
sobre el tema en la historia de la humanidad. Representa una visión del mundo
teleológica, y son pocos los que en última instancia no la comparten. Es
difícil ser verdaderamente ateo en nuestra cultura.
Así
es en realidad la destructiva visión de su vida que muchos iluminados llevan
fanáticamente al mundo de la izquierda. Así su vida tiene sentido. Tienen la
desfachatez de declararse ateos, son en realidad los heraldos de la derrota.
San
Anselmo era además arzobispo de Canterbury. Era hombre exigente y moral. Se
enfrentó entonces con el rey de Inglaterra, simplemente porque estaba
firmemente convencido de que el poder civil no podía ni debía estar nunca por
encima del religioso. Era, pues, hombre celoso de sus prerrogativas y de su
situación. Lógicamente hubo de marchar al exilio, donde permaneció muchos años.
Y allá en su exilio argumentaba la evidente verdad de sus razones, pues no era
discutible el principio en el que basaba su actitud: el poder religioso, no
puede nunca estar sometido al civil. Éste último emana de aquel, luego no hay
posible discusión, y si algo no encaja en ese esquema lo que hay es una simple
subversión temporal y extemporánea de la realidad. Él está en el exilio, pero
esa realidad es un error, sólo puede borrarse a sí misma, por definición no
existe, más aún él ha triunfado ya de sus enemigos, está repuesto en su silla
arzobispal y el poder religioso domina sobre el civil. Sólo hay un pequeño
fallo o desajuste temporal que sin duda se habrá de subsanar en cualquier
momento, pero en lo esencial él ha ganado ya la batalla.
Así
ha sido tantas veces en nuestra historia la izquierda. El triunfo final está
ahí, se ve venir, solo hay algunos pequeños desajustes que impiden que ese
triunfo final se manifieste hoy con toda claridad, pero en lo esencial hemos
ganado ya. Y así nos va.
Del
Simposio "Hacia una ideologia para el siglo XXI", Madrid, Residencia
de Estudiantes, 1998, coordinado y dirigido por José Alcina Franch y Marisa
Calés Bourdet, publicado en Ed. Akal, Madrid, 2000, bajo el mismo título.