domingo, 13 de noviembre de 2011

JOSÉ MORENO SALAZAR

EL HOMBRE

José Moreno Salazar, campesino andaluz, guerrillero contra la dictadura franquista, perseguido, preso, fugado, albañil, luchador, anarquista.
Niño campesino, niño huido del avance de las tropas fascistas, niño llevando a cuestas a padres y hermanos, recogiendo otros niños huidos, buscando comida desesperadamente, robando comida en las huertas, trabajando en las obras de defensa, trabajando para comer y dar de comer a los suyos.
Niño enlace de la guerrilla, enlace de los huidos, de los del monte, de los supervivientes de la gran derrota que se niegan a dejar las armas, que siguen luchando en el monte por la república, por la revolución social, por la idea.
Guerrillero a los diecisiete años. Escopeta de caza robada, fúsil, pistola, bombas, marchas interminables, agotadoras, huyendo de la guardia civil, encuentros clandestinos con los enlaces, caminando de noche, a veces sin nada para comer, a veces sin cambiar la ropa durante semanas, peleando con la legión o los guardias civiles, con heridos, con muertos, con traiciones, con mentiras, también con amigos, con compañeros, con otros campesinos que les acogen, les esconden, les dan comida y abrigo, que les ayudan a costa incluso de sus propias vidas.
Tras la caída, la tortura, las palizas, presenciar las torturas a su madre, a su hermano hasta dejarle inútil de por vida, ver a sus compañeros muertos ya. No le coge de nuevas, ya había visto torturar y fusilar a manos de la guardia civil a sus vecinos y amigos cuando era tan sólo un niño enlace de los del monte.
Tras las torturas, la cárcel, la espera del consejo de guerra en que inexorablemente le han de condenar a morir fusilado o agarrotado. Tardarán unas semanas, unos meses, un año o dos pero el final ya está escrito, ya la sentencia está cantada y sólo falta rubricarla y ejecutarla, los códigos de algo vago que los vencedores llaman justicia no permiten vacilación alguna.  
Hay presos que no saben qué hacer, otros que se deprimen, otros que esperan con resignación, pero siempre hay presos que desde que pisan las primeras baldosas de su celda, dedican todo el tiempo a buscar la fuga, la única salvación, aún a costa previsiblemente de su propia vida. Mejor morir huyendo y luchando que en un paredón a las puertas del cementerio.
Este es José Moreno Salazar, preso dedicado a la fuga noche y día. Un primer plan, luego un segundo, por fin una fuga improvisada llena de ingenio, aprovechando la coincidencia de raras circunstancias, pero sin dudar, sin pensarlo más allá de lo que da esa frágil oportunidad, quizás nunca haya ninguna otra.
Fugado, de nuevo caminar enloquecidamente, hasta el agotamiento, pero alejarse, huir, esconderse, sin agua, sin comida, en alpargatas, por veredas, por caminos, por montes, cogiendo trenes en marcha y tirándose antes de entrar en cualquier estación lejana.
La ciudad, al fin otro mundo, pero no el que él pensaba, el mundo urbano, las pensiones, los documentos falsos, la clandestinidad, los compañeros en la sombra, nuevamente perseguidos, nuevamente torturados o huidos, y la vida extraña del superviviente. Las pensiones baratas, los trabajos esporádicos de albañil, el hambre, nuevamente el hambre, días sin trabajo, días sin comer, la fiebre, la enfermedad, los hospitales de la beneficencia, la muerte volviendo a rondar al hombre, al luchador, al superviviente.
Y más huidas, ahora otras ciudades, otros pueblos lejanos, donde nadie sepa nada de él, nadie le pueda reconocer, sólo ese pequeñísimo núcleo de compañeros libertarios con los que huye, se esconde, trabaja nuevamente en lo que salga, recogiendo arroz, buscando trabajo en pantanos, vendiendo y comprando cualquier cosa, hasta, por una vez en su vida, pidiendo por caridad.
Así descubre que van pasando meses, años y ya no es José Moreno Salazar. Ahora es Antonio Pérez Sánchez, ni es de Bujalance provincia de Córdoba, sino de Alahurín el Grande, provincia de Málaga, ni es campesino, sino vendedor, estraperlista, agricultor, trabajador en la obra.
Tuvo una gran suerte, nuevamente una extraña casualidad le dio un nuevo plazo para la vida: Allá en las sierras de Córdoba la guardia civil mató a tiros a un luchador solitario en el monte, nadie supo quien era y dieron por hecho que era él, el superviviente, el fugado, el luchador que había vuelto. La prensa fascista publicó entusiasmada la muerte del último guerrillero libertario de Córdoba. Se expidió el correspondiente cerificado de defunción. José Moreno Salazar había muerto en un enfrentamiento con la guardia civil. Muerto, totalmente muerto, definitivamente muerto. José Moreno Salazar estaba por ahora salvado.
Una triste condición, Antonio Pérez Sánchez no podría volver a ser visto por nadie que pudiera reconocerle, ni podía casarse, formar familia, pedir certificados de nada, salvo ese que tenía en sus manos: el de su propia defunción.
Y vivió, vivió aquel Antonio Pérez Sánchez que hasta consiguió organizar una enorme ficción de cuarenta años, hasta llegó a reencontrar a sus padres, emigrantes primerizos a la ya pujante Cataluña, hasta consiguió construir una familia, con su buena compañera Victoria, con hijos, con nietos, cada vez más huido pero más seguro. Al final, en un oscuro pueblo de Cuenca vendiendo seguros de defunción, ¡Ironías de la propia vida!
Ahora tiene algo más de tiempo para sentarse en su desvencijada oficina de aldea y escribir sus memorias. Primero en cuadernillos a mano, luego pasándolas pacientemente a máquina. En el interregno llega la supuesta y ansiada democracia. Le dan lo que deberíamos llamar un premio de consolación: le devuelven su nombre natural, vuelve a ser José Moreno Salazar. Él, no sus hijos, que ya nunca se llamarán por su verdadero apellido, incluso podrá visitar pasados muchos años su pueblo, Bujalance, hasta, al final, le harán unos dignos homenajes sus amigos y vecinos.
Pesa más el silencio, pesa más el duro puño de los vencedores, de los que ganaron la guerra, la posguerra y la transición, de los verdaderos amos de la democracia: los hijos del franquismo, los auténticos vencedores.
Ya no hay campesinos anarquistas, ya no hay rojos, a los guerrilleros se les llama terroristas, a los muertos se les saca a escondidas de las cunetas para llevarlos al cementerio del pueblo, sin que se puedan nombrar los nombres de los asesinos, de los matarifes, de los señoritos, los denunciantes, los falangistas, los guardias civiles que por mil pesetas y un permiso de un mes se aprestaban a matar huidos en los años cuarenta y cincuenta.
Ahora todos somos demócratas, buenos ciudadanos, o mejor, buenos consumidores, buenos votantes, buenos televidentes pacíficos y anónimos. Ya no quedan guerrilleros libertarios en los montes de Andalucía. Por fortuna, seguramente.


EL PAÍS

Ya no quedan guerrilleros libertarios en los montes de Andalucía, ya no quedan capataces que vayan a la plaza a decidir quién comerá hoy por un duro jornal y quién pasará hambre en la aldea un día más, ya no se ven señoritos riéndose del hambre de los jornaleros, haciendo negocios con el Servicio Nacional del Trigo, con el algodón o el tabaco, con los cotos de caza privilegiados que condenan a la miseria a miles de jornaleros sin tierra.
Ya han quedado atrás los malos tiempos, ahora sobre los limpios tejados de los pueblos de Andalucía sólo se ve un gigantesco plantel de antenas de televisión, digitales, por satélite, tradicionales, extrañas, vulgares. Es el nuevo crucifijo que los nuevos salvadores han plantado para que el pueblo sepa qué, quién, y cómo es lo que es recomendable u obligatorio.
Ya nadie va a la iglesia los domingos y ninguna familia envía a un hijo despabilado al seminario para sacarle del hambre, los tiempos han cambiado, no es preciso por ahora utilizar esos mecanismos de poder, hemos aprendido a afinar los objetivos y los medios.
Pero hoy como ayer se exige al pueblo prudencia, sosiego, silencio. A cambio, dinero para los más prudentes, para los listos, para algunos alguna subvención, peonadas para los más recalcitrantes, para todos hipotecas baratas que hipotecan demasiado caro para toda la vida, para casi todos, algunos ladrillos, y detrás el mayor espectáculo del mundo: jeques árabes munificentes, ladrones burdos, groseros, bastos, a cuyos multitudinarios entierros van ministros y próceres en estadios de fútbol, sonrientes banqueros que se muestran justos, imprescindibles, honradísimos, hasta generosos, promotores inmobiliarios vestidos de loores pero a quienes se les ve demasiado el pelo de la dehesa, ministros goyescos, obispos torquemadas, capitostes eternos de esa España siempre un poco imperial, un poco eterna. Lo de siempre al final.
La solución, la televisión: las escenas de hambre, de la represión sin piedad, la guerra, la miseria, las colas de refugiados huyendo del terror, las noticias de torturas brutales, de asesinatos selectivos, los cuatro jinetes del Apocalipsis cabalgando al galope, pero con una gran ventaja: son imágenes que surgen ajenas en la pequeña pantalla de cada televisor y hablan de países ajenos, lejanos. La solución es perfecta: cambiemos de canal y alegrémonos con las princesas del pueblo y las princesas de palacio.
Pero, ¡cuidado! ¿Están tan lejos esas imágenes de nuestras vidas reales? ¿son tan sólo muñequitos que se mueven en las pantallas de nuestras innumerables televisiones? ¿Para cuantos tienen otro significado, más oscuro, más profundo, interno? ¿Están tan lejos Lasa y Zabala torturados hasta la muerte por unos guardias civiles que harán desaparecer los cadáveres en cal viva? ¿Tan lejos esos pistoleros profesionales a sueldo del gobierno de turno secuestrando y torturando a simples vecinos? ¿Tan lejos las escenas de comisarías y cuartelillos donde se esconde cuidadosamente la más completa impunidad?
Tengamos cuidado con ese mundo de terror. Cualquier día alguien se equivoca y abre un armario en un cuartel, una comisaría, un banco o una multinacional españolísima, y se le caen encima cuatro o cinco cadáveres desfigurados. Cómo en México, ¿Cómo quizás en nuestra civilizada Europa, o en nuestra moderna piel de toro?

No, por ahora, éste en el que vivimos se nos presenta como otro país, otro país que muchos no habrán de reconocer como el mismo en que vivió José Moreno Salazar durante tantos años, por eso estas memorias son un instrumento más que necesario para que quienes no conocieron entonces ese mundo se tengan que preguntar sobre su identidad, su mundo, su país. ¿Les habla José Moreno Salazar de un mundo muy diferente a éste en el que ellos viven hoy? ¿Ya no es preciso rebelarse, airarse, indignarse?

Volvamos pues a aquel país tal como nos lo dejó escrito José Moreno Salazar. En primer lugar había hambre. Hambre. Nos habla de días sin comer, de niños que sobreviven recogiendo espárragos silvestres y cazando pajarillos a escondidas del amo, nos habla de familias de braceros sin tierra con siete, ocho hijos, nos habla de amos que simplemente mandan, exigen, trabajo a cambio de poco o hasta de nada. En segundo lugar pocos sabían leer, pocos podían hacer cuentas, comprender un periódico, escribir una carta. Pocos sabían qué había más allá de su pueblo, su comarca, su provincia. En tercer lugar, se cumplía la ley, pero la ley a cumplir por el pueblo la decidían sin apelación posible cuatro o cinco personas en cada lugar: el alcalde, el sargento de la guardia civil, el amo de las tierras, el cura, y poco más, el juez era uno más de los suyos, el gobierno quedaba lejos, y además era también de los suyos. En cuarto lugar la malaria, la tuberculosis, la gastroenteritis, todas de fácil cura si hubiera médicos y remedios pero mortales sin ellos, se cebaban en la población de pueblos y cortijos.
Y si había todo esto ¿Cómo no iba a haber rebelión? ¿Cómo cerrar las puertas al anarquismo? ¿Cómo luchar contra la idea que corría de boca en boca?
No más deberes sin derechos, no más derechos sin deberes, la tierra para el que la trabaja, revolución social. Corrían esas consignas, esa idea, y con ella la de que los políticos que les gobernaban eran parásitos, que entre ellos había demasiados ladrones, que no les importaba el sufrimiento del pueblo, que defendían el orden establecido y por nada admitirían cambiarlo. Y también se decía que nunca podría ocurrir que cambiasen las cosas si no eran los trabajadores quienes lo impusieran, y que imponerlo no saldría gratis, requería una verdadera, profunda y dura revolución. La queja profunda llegaba hasta el corrupto sistema judicial, hasta el lujo, el poder y las mentiras de curas y obispos, hasta el desastre militar, hacia esa casta protegida por el poder de forma manifiestamente injusta, que había llevado a aventuras militares descabelladas donde morían los jóvenes reclutas y en las que se despilfarraba el dinero público, hasta el lujo de las clases altas y su absoluta ignorancia de la dura vida de los trabajadores, la explotación inmisericorde, la humillación continua hacia las clases trabajadoras, y se sabía muy bien que los banqueros además de ultrarreaccionarios eran piratas sin piedad.
¿De qué nos habla entonces José Moreno Salazar? De la injusticia, de la miseria, del paro, de la guerra, de supervivencia. En aquel momento con armas, pero siempre huyendo, luchando, asaltando los cortijos de los ricos para suministrar comida a los resistentes y mantener a sus familias, de torturas, de marchas interminables en condiciones extremas, con calor sofocante, con lluvia, con nieve, con la muerte en los talones. Hasta que esa anunciada muerte les alcanza. Uno a uno, o en grupo.
Nos habla de cárceles, de condenas brutales, de juicios sin la más mínima apariencia de justicia ni legitimidad, de fugas, de clandestinidad.
Nos habla en fin de la desesperanza, de la lucha por sobrevivir, sobrevivir, sin más, sólo sobrevivir cada día, sin esperanza, esa es la vida del guerrillero, del huido, del clandestino, del perseguido. La desesperanza, ese vivir pensando que no hay futuro para el luchador, para el superviviente, sin futuro, sólo hoy volver a sobrevivir.
Piense el lector en nuestro país, en cualquier país, quizás no le parezca ahora tan diferente de aquel que se dispone a leer.
 

LA IDEA

Ya no quedan guerrilleros libertarios en los montes de Andalucía. Quizás porque ya no es preciso rebelarse, airarse, indignarse. Quizás no valga ya la pena luchar contra la explotación, la corrupción, el despotismo, la marginación, las prisiones, los desahucios a trabajadores en paro, las cargas policiales brutales, el secuestro de niños, los chanchullos de alcaldes, concejales, diputados, funcionarios, el enriquecimiento descomunal de banqueros, los oscuros manejos de las multinacionales, en suma, quizás debamos considerar que eso es lo normal y los que se enfrentan, irritados, airados, indignados, a ese mundo, son los raros, los incongruentes.  
Porque al fin y al cabo ¿para qué luchar contra algo tan poderoso, algo tan extendido, algo que ha existido siempre? Ya sabemos que siempre habrá pobres y ricos, que es terrible pensar que todos pudiéramos ser iguales, que al fin y al cabo lo primero es salir adelante cada uno como pueda, y que eso es mucho más importante que intentar convencer a una gente que a saber qué harían de lo mío si ganáramos.
La Idea era otra cosa. Se había creado poco a poco, desde lo más profunda de las rebeliones de los trabajadores contra la explotación, de los humillados contra los poderosos. Incluía rabia y sueños en partes iguales. Se mezclaban en ella las ansias de emancipación y los deseos de vivir en paz y armonía toda una humanidad, la lucha sindical más violenta y las largas horas de estudio en ateneos y escuelas libres, en suma, el libro y la bomba. Esa era la Idea.
Y sin embargo esos anarquistas no luchaban para que el día de mañana sus hijos vivieran en un mundo mejor, sino porque ellos tenían que ser mejores incluso en el mundo brutal en el que vivían. Lo suyo no era un deber histórico ineludible, era una imposición moral que se originaba por causa de su condición de explotados, oprimidos, humillados. Era la Idea, que contenía ideas, las ideas prohibidas: a cada cual según sus necesidades, de cada cual según su posibilidades, mi familia es la humanidad, mi patria el mundo, la emancipación de los trabajadores ha de ser obra de los propios trabajadores, ocho horas para el trabajo, ocho para el descanso, ocho para el estudio, y también todo aquello del naturismo, la vuelta a la naturaleza, el esperanto, la escuela libre.
Esa escuela libre que proclamaba: “La Escuela Moderna obra sobre los niños, a quienes por la educación y la instrucción prepara a ser hombres, y no anticipa amores ni odios, adhesiones ni rebeldías, que son deberes propios de los adultos; en otros términos, no quiere coger el fruto antes de haberlo producido por el cultivo, ni quiere atribuir responsabilidad sin haber dotado a la conciencia de las condiciones que han de constituir su fundamento: Aprendan los niños a ser hombres y cuando lo sean declárense en buena hora en rebeldía”.
El libro y la bomba, ese era el corazón de la Idea. Max Estrella, el poeta ciego al que da vida Valle Inclán, grita desesperanzadamente en el calabozo, en diálogo final con el anarquista al que se llevan los guardias para matarle: “¿Dónde está la bomba que destripe el terrón maldito de España?”.


AQUEL TIEMPO

Ya desde muy pequeño empecé a visitar los sindicatos y ateneos libertarios, escuchando charlas y mítines de buenos oradores que iban creando en mi pensamiento las ideas de redención de una clase trabajadora tan vilmente ultrajada y oprimida por los explotadores, aquellos caciques capitalistas andaluces, que fueron ocupando en mi mente virgen el hueco de los más feroces enemigos en una sociedad injusta y corrompida.
De aquí fueron brotando en mí las ideas que después serían la causa de mis posteriores sufrimientos durante muchos años, pero antes de seguir adelante, quiero hacer constar que aunque haya sufrido todo lo que posteriormente iré relatando, no me hallo arrepentido, porque sigo considerando que todo fue por luchar siempre por la más pura justa causa, y no me pesa. Y además estoy dispuesto a seguir luchando en pro de la revolución social.
Desde que fui teniendo uso de la razón, fui recopilando datos que, gracias a una pródiga memoria, dejaré insertados en la historia de mi vida para que mis descendientes puedan leerlos y observen que de nada tienen que avergonzarse. Habré cometido errores en mi vida como todos los humanos, pero jamás con una falsa premeditación”.

Esta confesión inicia el relato de estos hechos. Más adelante leeremos:

“Hasta aquí he relatado un poco los placeres que la vida me ha deparado, pero creo que lo más importante viene en unos cuadernos posteriores que escribí a mano y que para que sea más fácil su lectura ahora he pasado a máquina. Creo que ya no soy un perseguido porque nos encontramos en lo que dicen que es democracia, y yo sigo mi lucha callada en este pueblo de Osa de la Vega. Ahora soy un comerciante. Ya soy abuelo con varios nietos, tengo ahora cincuenta y nueve años, cuando estoy escribiendo esta historia de mi vida, sigo luchando y no pierdo la esperanza de poder volver algún día a aquel pueblo de donde salí con la frente muy alta, y de poder decir que el fascismo no me ha vencido. He vivido los años del franquismo, he tenido que callar muchas veces, he perdido hasta mis apellidos, pero no mi dignidad. He criado a mis hijos sin recibir la más mínima ayuda del fascismo, mis hijos no han percibido ningún subsidio ni becas, y yo he procurado siempre abrirme camino en solitario, con un nombre falso he adquirido créditos en los bancos, y he sido un ciudadano más de esta sociedad corrompida con el deporte, pero a mí no han podido lavarme el cerebro. No me gustan los deportes porque he visto que el franquismo los manipulaba para que la juventud no tuviera ideas y fueran dominados como borregos, he sabido burlar todas las leyes fascistas quedándome dentro de ellas, he creado sin nombre una familia que aunque no lleva mis apellidos si lleva mis ideas y sabrán seguir la lucha que su padre les ha marcado.
Lo que más me ha ofendido siempre ha sido lo que menos importancia tenía para otros, y que para mí tenía muchísima. No se bailar ni se otras cosas porque nunca tuve tiempo para aprenderlas, me crié sin juventud y sin poder gozar de sus placeres, fui hombre antes de tiempo, para luchar, no para gozar.
Nada debo a una sociedad que no es la que yo soñaba. Espero que cambie algún día y que a mí me dé la única recompensa de poder vivir dentro de la misma con mi nombre verdadero de José Moreno Salazar.
Pongo firma y fecha a marzo de 1980”.

En el tiempo del que hablamos pasaban cosas que hoy es difícil imaginar, que hoy parecerían imposibles, y había gentes cuyas vidas hoy resultarían impensables, había un pueblo que luchaba, había incluso una República de trabajadores. Luego hubo una guerra feroz en la que militares desleales, clérigos, caciques, terratenientes y banqueros pusieron todos los medios que encontraron a su alcance para acabar con aquellos ideales que el pueblo había forjado y que, milagrosamente, había hecho realidad. Aquellos militares desleales pensaban que el mal que ellos perseguían no estaba en lo que hiciera el pueblo sino en el pueblo mismo, que era preciso acabar con las ideas y los ideales del pueblo y eso sólo era posible con una larga y cruel guerra, y esa guerra duró cuarenta años. Tres al principio con frentes claros establecidos en un territorio que iban conquistando día a día con ayuda del fascismo triunfante ya en Europa, luego treinta y siete más en los que el frente estaba en cada ciudad, en cada pueblo, cada barrio, cada casa. En que la lucha se volvía sorda, silenciosa, y el campo y la ciudad se llenaban de muertos, torturados, encarcelados, humillados, despedidos de sus trabajos, escondidos, ocultados, perseguidos.
Esta es la historia de un grupo de hombres y mujeres que en un pequeño pueblo de Andalucía decidieron resistir al fascismo durante los años de guerra abierta y a lo largo de muchos años después, hasta ir siendo encarcelados o muertos. Es la historia de una feroz resistencia en la que la vida llegaba a no valer nada, y es la historia de una salvaje represión en la que pueblos y aldeas enteras fueron arrasados por la violencia de la guardia civil y el ejército triunfante del franquismo. Es la historia de uno de esos hombres que se llamaban a sí mismos los perseguidos, y que en los montes, en jornadas agotadoras, combatían al fascismo como podían, sin comida, sin dinero, casi sin armas, con una violencia elemental e inexcusable, con una pasión desbordada, con miedo, con razones, con ideales y con desesperación. 

Dice José Moreno que cuando escribe esta memoria de su vida es ya abuelo. Sepan los nietos de aquellos luchadores, quienes lean ahora este relato, que cuando un abuelo te cuenta su vida te está contando tu historia, y que esa historia te habrá de llegar con libertad, sin prejuicios, sin fanatismo, con ideales. Para ellos es este libro y para todos los que a lo largo de la historia se muestran dispuestos a mantener en alto una bandera, a defender hasta el fin la bandera de la libertad.
En la lucha durante tantos años contra la dictadura aprendimos que la libertad no era divisible, o había o no había libertad, no podía haber un poco de libertades, o había o no había libertad.
Por eso José Moreno Salazar nos cuenta su aventura vital, porque hoy la sociedad en que hemos de vivir tiene una deuda con la libertad, con la vida, y él quiere contribuir a pagarla con el relato de su vida, y al pagarla con este relato nos la endosa a los que hemos de leerla, nos obliga a hacerla nuestra, sin dividirla, sin trocearla, o la hacemos nuestra o la ignoramos, por eso nos obliga a tomar nuestro papel en la historia que está por hacer y que sólo sabremos escribir si también nosotros aceptamos pagar nuestra deuda con el pasado y la lucha de muchos otros que lucharon antes de nosotros por esa misma libertad, que nunca llega gratis.
Ese es el mensaje de este relato. Cuando José Moreno nos cuenta su vida nos está contando nuestra historia y al hacerla nuestra nos obligamos con él, con todos los que con él vivieron esta lucha y, lo más importante, con nuestros propios hijos. A ellos se dedica este trabajo, como antaño se dedicaron los trabajos y sufrimientos de todo un pueblo que a lo largo de una feroz dictadura y de treinta y cinco años de fácil democracia nada ni nadie pudo silenciar del todo, y que ahora quiere ser él mismo y gritar en la calle los mismos lemas heredados de antaño, un pueblo que en estas páginas es retratado por uno de sus hijos, por José Moreno Salazar, y que nunca, como hizo él, deberá dejar de luchar por su libertad si quiere pagar sus deudas con José Moreno y sus innumerables compañeros perseguidos por la libertad de todos, por sus altos ideales libertarios.


EL LIBRO, EL TEXTO, LA EDICIÓN, EL ARTE DE CONTAR

EL ARTE DE CONTAR

Para comprender cabalmente lo que nos quiere contar José Moreno Salazar, conviene tomar un punto de vista antiguo, más auténtico. Ese, según el cual la historia no es sino una rama de la literatura. Nos lo enseñaron los cronistas de Indias y los que nos dejaron aquellas novelas que luego se dieron en llamar picarescas y que hablaban de cosas que pasaban cotidianamente pero resultaban tan asombrosas como las que contaban aquellos cronistas de la conquista de América. Sus relatos resultan desproporcionados, y sin embargo escribían sin inventar nunca nada. Y nos lo enseñaron los historiadores románticos, que nos dijeron que la historia es una rama de la literatura y se escribe con pasión, y que sin embargo ha de recoger hechos constatables, comprobables, siendo la labor del historiador tan sólo componer con ellos un cuadro al que llamar historia.
Hay en este mundo cosas increíbles y cosas no creíbles, las increíbles son asombrosas pero han ocurrido, las no creíbles son asombrosas y además no han ocurrido nunca. Esa diferencia es la que hay también entre un gran relato, lleno de magia y de locura, y un mal relato artificioso, huero.
Leeremos en estas páginas una historia real, escrita con una luminosidad agresiva, con una claridad que no permite dudas. Lo que se cuenta es cierto, demasiado cierto, descomunal, extraordinario, casi increíble, y sin embargo, terriblemente cierto. Estos fueron los hechos, al menos lo esencial de aquellos hechos que se relatan, aunque sin duda hubo más cosas, sin duda, pero la verdad de una época y de unos campesinos andaluces está ahí, y es indiscutible, porque es indiscutible el hambre, indiscutible la tortura, indiscutibles las inmensas jornadas de marcha perseguidos por destacamentos de la guardia civil, indiscutibles los ideales, las ansias de libertad, la lucha por la vida, e indiscutible la muerte recorriendo los huesos y la piel de aquel grupo de resistentes, de perseguidos, de guerrilleros libertarios andaluces.  
Hay un haz y un envés. Nunca se encuentran y sin embargo no pueden existir separados. Ambos diferentes, ambos necesarios, no hay uno sin el otro, no pueden verse a la vez, se oponen y sin embargo ambos son verdaderos.
Así es la historia. Nunca pretende contar lo que ocurrió antaño, tarea, más que imposible, inútil, pretende sólo dar forma a la memoria común, a la que hoy nos importa de los recuerdos recogidos, reunidos, del ayer, recuerdos de recuerdos que hablan de cosas que pasaron, recuerdos que recordamos, no por prever el incierto futuro, ni por establecer dogmas ni verdades, tan sólo para vivir. Para vivir, nada más, pero nada menos. 
La historia tiene un haz y un envés, como tantas cosas en la vida. Así, relata hechos ni totalmente exactos ni totalmente inciertos, es una narración con su haz y su envés, ambos de imágenes que parecen opuestas, pero ambos necesarios, necesarios para eso mismo: para vivir.
Para vivir escriben los protagonistas de la historia, y así escribe José Moreno Salazar. No le impulsa a escribir la historia de su gente y de él mismo ni la vanidad, ni un querer justificar unos hechos, unas acciones, ni interés pecuniario, ni polémica, ni rencor, ni desquite, sólo la necesidad, la urgencia de vivir, ser él, José Moreno Salazar, guerrillero libertario del campo andaluz, el perseguido que anduvo con el grupo de los Jubiles y luchó codo a codo con los hermanos Rodríguez, con Bigotín, con Martínez, con Miguel, con El Churro, con El Niño del Dinero, con compañeros y amigos, con familiares y vecinos, y que acabaron siendo vendidos por un traidor, y que sufrió las torturas de un cabo de la guardia civil llamado Antonio Abán, se fugó de una prisión ante la mirada ignorante del alcaide, engañó a policías y guardias civiles que andaban en su búsqueda, y el mismo que supo construir una vida, una familia y una historia, tan falsa y tan cierta como el propio haz y el propio envés de toda historia real.


EL LIBRO

No es posible dudar del arte de contar de José Moreno Salazar, fue un extraordinario conversador, tranquilo, observador, inteligente, sorprendente, capaz de ir llevando la conversación de forma precisa, inexcusable, sin que nada pudiera hacer pensar en el final, que sólo él sabía, y que sabía ocultar hasta hacerlo salir inesperadamente. Hay algo en su saber contar que recuerda a esos cuentos, como los del relato oriental, que si se suspenden de pronto, se hace urgente retomarlos.
Pero él relataba con enorme tranquilidad, yendo a donde quería ir, no a donde resultara más fácil, sino más lúcido. Ese era su arte de contar, que trasladó pacientemente al papel, primero en cuadernos, luego muy pacientemente a máquina durante años, y que en el papel adquiría una viveza aún mayor que la del relato oral.
Tenía un lenguaje popular, muy fino, muy preciso, con palabras exactas cuando convenía al relato, con palabras más anchas cuando quería dejar algo pendiente. Es un léxico sacado de sus tierras cordobesas y adobado con grandes dotes de observación, con notable interés en decir exactamente lo que quiere decir, sin dejar margen a la interpretación, sea lo que esté contando amable o duro, y mezclando con precisión dureza y humor, mostrando sensibilidad hasta con los seres más sencillos pero a la vez siendo inexorable en relatar las feroces consecuencias que las duras leyes que la vida y la sociedad le dictaba.
De vez en cuando el hilo del relato se interrumpe un instante para comentar con una o dos frases lapidarias los mismos hechos que está relatando, de vez en cuando se detiene un instante para meditar sobre esa vida que relata y que no es sino la suya. Al fin el lector tiene un mínimo descanso, pero tan sólo el imprescindible para seguir el relato. Y siempre que esto ocurre lo hace en los lugares más violentos, más amargos, más tristes, nunca utiliza este hiato para despistar, sino más bien para dejar un momento coger aliento al lector, o quizás a él mismo, que tanto lo necesita quien cuenta tales hechos descomunales.

Así escribió estas páginas magistrales en lenguaje, sintaxis y sobre todo en el arte de contar, a las que no ha sido preciso más que corregir la poco ortodoxa ortografía y simples discordancias en los tiempos verbales o en la difusa puntuación. Nada más.

Ciertamente que habrá muchos a los que les resulte algo extraño tanto el relato como la forma de contarlo, ya no sólo no quedan guerrilleros anarquistas en los montes de Andalucía, sino que no queda mucha gente que tenga este precioso arte de contar. Todo se ha vuelto más simple, pero no más sencillo sino más pedestre, más vulgar, el lenguaje, al menos en este lado del océano, se pierde, se pierde la riqueza de la lengua por mor de la televisión, la telefonía móvil y la informática, pero sobre todo por la falta de interés por la lectura, la dejadez intelectual, en suma, por una enorme incultura que lo domina todo.
Y cuando decimos incultura no queremos decir que no haya millones de papeles que determinan que fulano o mengano ha hecho determinados cursos, se ha escolarizado, e incluso que ha sido licenciado en tal o cual especialidad por infinidad de universidades. Queremos decir que por muchos certificados que tengan, son demasiados los que no han tenido cultivo intelectual, que eso es lo que quiere decir cultura: cultivo. Y sin cultivo no hay cosecha.
Porque estos campesinos andaluces mostraban una enorme cultura sin saber leer ni escribir, sabían reconocer y dar forma al mundo en el que vivían, que eso es la verdadera cultura, conocían los nombres de cientos de plantas, de las costumbres y formas de cientos de animales, conocían el trato que corresponde a cada persona, a cada vecino, a cada familiar, conocían su tierra, su gente y su vida, porque la amaban, y por eso la cultivaban y al cultivarla se cultivaban ellos mismos. Esa era verdadera cultura, más allá de la que añadirían gracias a la acción de verdaderos revolucionarios, libros y papeles cuando los podían leer.  
Y era tal su interés por su universo, o sea, por el universo, que todos los días treinta o cuarenta hombres y mujeres se sentaban en cada pueblo en el suelo a escuchar al que podía hacerlo, leerles en alta voz el periódico, y era tal el afán de conocer, que mantenían cualquier pobre local para que viniesen compañeros de otros lugares y les dieran charlas, les comentaran la vida política y sindical y les informaran de las discusiones que tenían los trabajadores no sólo de su país, sino hasta de países lejanos. Conocían mucho de la revolución que estaba desarrollándose en la lejana Rusia, sabían de las luchas de los trabajadores en Francia o Italia y conocían muy bien el significado de aquella gran consigna que había cambiado el mundo siglo y medio antes: Libertad, Igualdad, Fraternidad.
Con esa cultura vivió José Moreno Salazar, y gracias a ella nunca dejó de instruirse, de leer, de escribir, de pensar en suma. Y así, con esta tremenda cultura de profunda raíz popular, y por tanto verdadera, genuina, escribió estas memorias magistralmente, inteligentemente, como bien sabía hacerlo.


LA EDICIÓN

José Moreno Salazar tuvo mucha suerte en la vida, por cierto, mala, pero mucha. Tal como nos dice, consiguió hacerse un pequeño hueco donde habitar, tener una familia, y vivir sin doblegarse ni renunciar a sus ideas, aunque desde luego no poder manifestarlas nunca.
¿Nunca? Escribió su historia, nos contó tanto su vida como su mundo, sus ideas libertarias, su anhelo de justicia, de libertad, de igualdad, de fraternidad.
Soterrado en lejanos lugares, sin poder volver a su tierra, sin poder hablar a nadie de su impresionante niñez y juventud fuera del reducido círculo de la familia y escasos conocidos. Y nunca demasiado.
Pero tampoco a eso aceptó renunciar. Pacientemente fue organizando su historia, describiendo su mundo, recogiendo su memoria, hasta darle esta forma magistral en que hoy llega al lector.
Pero, como decimos, tuvo demasiada mala suerte hasta en eso. Cuando el autor de estas líneas leyó por vez primer el texto se le hizo evidente que era inexcusable darlas a la luz, y darlas tal como él las había escrito. Carecía de medios adecuados a pesar de dirigir una pequeña editorial que hubo de cerrar por aquellas fechas. Intenté entonces encontrar otro editor que quisiera publicarlas.
No hubo editor que las aceptara, quizás pensaron que el texto era excesivo, que tal franqueza era impublicable, que a finales del siglo se pueden contar cosas que bajo la Dictadura no se podían ni mentar, pero que todo tiene un límite razonable, y este texto anarquista sobrepasaba en mucho ese límite. Claro que era más fácil decir que el texto adolecía de determinados problemas técnicos y necesitaba una profunda revisión.
Quien ahora ofrece esta edición y estas notas preliminares trabajó sobre el texto original limitándose a corregir ortografía, puntuación y ligeras alteraciones sintácticas de importancia menor. De acuerdo con José Moreno, reordenó la ubicación de algunos pocos párrafos que adolecían de la posibilidad de ser considerados repetitivos, y se lo devolvió al autor.
En el interregno, tres personas más habían intervenido. Por un lado el historiador de la guerrilla antifranquista, también cordobés, Francisco Moreno Gómez, que durante años ha sido el más destacado y digno defensor de los luchadores que defendieron con las armas en el interior la República y las libertades tras la derrota del 39. Su enorme labor, su grandeza de espíritu, y sobre todo su honestidad profesional, ha permitido conocer a todo el que se quiera acercar a su obra, la descomunal épica de quienes resistieron al fascismo en Andalucía, Extremadura y La Mancha durante los años del terror. Quizás precisamente por eso no se le cita demasiado, se le invita poco, se le considera absolutamente serio y riguroso pero poco presentable en la buena sociedad de la actual democracia. Hemos de recordar que fue diputado por el PC en la primera legislatura y profesor de secundaria a lo largo de una prolongada vida profesional en institutos de barrios duros de las cercanías de Madrid. Él y su ingente obra han ido parejos en categoría y valor histórico, y por eso todos los luchadores antifranquistas decentes tenemos una deuda contraída con su trabajo y su persona.
Del otro no citaremos los nombres, no resulta necesario. Sólo diremos que desde los tiempos de Gutemberg los siglos han ido elaborando el arte de imprimir y en consecuencia el de editar. Éste último ya existía desde que existe la literatura, y consiste esencialmente en tomar un manuscrito y desde él elaborar un libro. Generalmente se reduce a un problema de forma, de montar, una detrás de otra, páginas manejables cosidas por un lado con un fino hilo y recogidas dentro de unas cubiertas más duras donde se indica de qué libro se trata. Pero la tradición ha hecho de la edición otro arte, tanto por la belleza o vulgaridad del libro resultante, como por la corrección del propio texto que en el se contiene. El editor cuida ese texto que a veces el autor le ha entregado con descuidos, con incorrecciones, con errores. Esa es labor del editor, pero el texto ha de ser el que quiso escribir el autor.
Las cuatro patas del libro las forman el autor, el editor, el impresor y por fin, el lector. Obviamente las más notables son la primera y la última, las dos de en medio son secundarias pero imprescindibles. Editar e imprimir son artes menores, pero muy complejas.
O lo eran hasta que llegó el universo informático y los programas pret a porter. Desde hace pocos años ya no es problema editar libros. Se consigue un programa informático de ese tipo, se mete el texto en el ordenador, se ponen unas ilustraciones en algún lugar, y se le da a la tecla de imprimir. Uno, varios, o cientos de ejemplares. Ya tenemos un nuevo editor. Que el libro es francamente horroroso y tiene una letra casi ilegible, eso no importa, que las páginas se caen cuando se abre el ejemplar, pues se atan con una goma, que nadie ha revisado ni corregido el texto y sale lleno de erratas, errores y otras incongruencias, pues lo hubiera entregado ya preparado el propio autor. Todo se ha vuelto ahora muy sencillo, muy al alcance de cualquiera. Casi parece jauja, ya no hacen falta editores ni impresores, del autor al consumidor, la fórmula feliz.
Es el efecto de sustituir la propia mente por un programa informático de veinte euros. Es más cómodo, pero no acaba de funcionar correctamente, aunque desde luego funciona suficientemente si se sabe no exigir demasiado. No funciona del todo salvo para alguna gente deseosa de hacer dinero con autores ajenos a las técnicas de edición.

Esto le pasó a José Moreno Salazar, llegaron un joven con ansías de publicar y un señor que decía ser editor inernautificado y, el primero le dijo que él le haría una excelente edición de sus memorias, claro que con la condición de que como estaban tan mal escritas le arreglaría el texto para que quedase presentable.
¿Estaban mal escritas? Ahora las tiene el lector tal como eran, si bien sin erratas ni faltas de ortografía. Vea el lector inteligente si realmente estaban tan mal escritas o si todo respondía a razones menos claras.
El supuesto arreglador no corrigió el texto: escribió una novela de andar por casa partiendo del tremendo escrito de José Moreno Salazar. El arreglo no sólo alteró la totalidad del texto, escribiendo el supuesto corrector lo que le pareció bien en un estilo ramplón, sino que obviamente se reservó el copyright, y desde luego, cómo le debió parecer un escrito demasiado agresivo para los tiempos también ramplones que corren, alteró profundamente la imagen a dar. Convirtió a José Moreno Salazar en un hombre de nuestro tiempo sensato, prudente, valiente, más urbano que campesino, pero dotado de una ideología muy lejana a la verdadera, le hizo como seguramente este corrector tan agudo creyó que a su propio gusto debería haber sido, no como fue. Incluso le llega a presentar al final de la obra como un correcto socialista. En suma, destrozó la obra original.
Y cometido el crimen, el supuesto editor internáutico procedió a darle a la tecla de imprimir y a vender un número indeterminado de ejemplares que nunca reveló al autor. Y esto es lo que algunos creen que fue el texto que José Moreno Salazar dejó escrito.
Quede pues constancia de que el libro que ahora tiene el lector en sus manos es el que se corresponde con el que escribió José Moreno Salazar, que él leyó detenidamente tras la corrección de erratas y faltas de ortografía, y que aprobó como el texto que él había escrito.
Considere el lector que este texto se publica de acuerdo con lo que él acordó con quien firma estas líneas antes de fallecer en el 2008, y que se publica legalmente con contrato de edición firmado por los herederos y con liquidación de derechos según marcan las leyes. Sepa asimismo que cualquier otro texto que trate de su vida y hechos no se corresponde más que con las ansias de escribir una seudonovela por parte de un desconocido señor, y con las de vender unos ejemplares sin control por un supuesto editor de última hora tecnológico-informática que nunca le dio a firmar un contrato ni nada parecido.
En el prólogo que este señor escribió para su versión de las memorias de José Moreno Salazar nos aclara que lo que intento hacer fue “una labor de interpretación y/o traducción que colorea la obra del verdadero autor”, y a fe que lo consiguió. La obra escrita por este señor fue publicada por ese otro señor que se dedicaba a la edición y venta por internet de novelas de bolsillo en el año 2004, estando ya muy enfermo José Moreno Salazar.



DORMIR, SOÑAR, MORIR. SER O HABER DEJADO DE SER, ESA ES LA CUESTIÓN

20, 30, 40 años hubo de dormir el sueño de José Moreno Salazar. El de Antonio Pérez Sánchez, en Algemesí de Valencia, en Priego de Cuenca, en su último destino en Osa de la Vega. Este Antonio Pérez Sánchez que soñaba que era José Moreno Salazar lejos de su sierra cordobesa, lejos de los suyos, de su tierra, de todo.  
¿Morir? No, Sólo importa ser, ser uno mismo, o haber dejado un día de ser, porque si un solo instante se deja de ser se habrá dejado de ser para siempre, eso es morir. Por eso José Moreno Salazar, decide que cada día, cada instante, bajo la capa de ese Antonio Pérez Sánchez, bajo su sueño, ha de vivir, vivir el anarquista andaluz, el resistente, el niño de las monjas y la guerrilla, el hombre clandestino, el que pacientemente escribe durante veinte años sus memorias, para vivir, para no dejar nunca de ser ese José Moreno Salazar al que la Dictadura ha hecho desaparecer, pero que vive y resiste como cuando era un niño, cuando cuidaba de sus padres y sus hermanos, como cuando era un sueño de libertad y de justicia social, como cuando el sueño se hundía en la barbarie y sin embargo para luchar, había que seguir soñando.
No. José Moreno Salazar, alias Antonio Pérez Sánchez, no dejó ni un día de su vida de ser José Moreno Salazar, aunque casi nadie pudiera saberlo, no dejaba de ser él, el que resistía más allá de lo que pueda pensarse, de lo que pueda creerse, de lo que nadie podría resistir.

Habían pasado otra vez casi veinte años desde el final de la Dictadura, José Moreno Salazar ha conseguido una vez más otro pequeño triunfo, para él grande, ha recuperado su nombre usando la influencia de amigos socialistas que han llegado a ser quienes gobiernan ahora. Poco más, sigue viviendo en Osa de la Vega y a sus más de setenta años pasa temporadas en casas de sus hijos en Madrid o Ciudad Real. Sigue fielmente cogido de la mano de su inseparable compañera, sigue viviendo pobremente, como siempre vivió, pero decentemente, como siempre quiso vivir.
Durante estos veinte años, timoratos gobiernos postfranquistas han dado luz verde a la prensa libre, los sindicatos, los partidos políticos, tenemos una Constitución asimilable a las de cualquiera de la Europa democrática, han gobernado socialistas y conservadores, y han dictaminado entre ambos que nunca ocurrió nada que merezca revisar del pasado de dictadura. Unas adecuadas pensiones para los militares republicanos, homenajes diversos a unos pocos exiliados insignes, cuatro duros para los que han pasado muchos años en las cárceles franquistas, algunas casas para niños de la guerra retornados y aquí nunca ha pasado nada.
Expresos, exiliados, depurados de sus carreras y profesiones, republicanos españoles supervivientes de los campos de exterminio nazis. Siempre hay entre ellos alguien que alcanzó enorme fama, premios nobel, eminentes literatos, al fin y al cabo la gran mayoría dejó sus vidas y esperanzas en México, Francia, la URSS, Inglaterra, Argentina, o en los muros de los cementerios españoles. Pero han quedado unos a los que se les niega hasta la existencia: los guerrilleros, los que resistieron al fascismo con las armas en la mano. No existen, ni han existido nunca. Es de mal gusto hablar en una democracia como la española de la resistencia armada, que además ha durado hasta el último día de la miserable vida del dictador, como hasta ese mismo instante han durado los fusilamientos de resistentes. Pero no es que se les niegue por los postfranquistas, es que les niegan la existencia hasta los socialistas y los comunistas, todos los que piensan noche y día en las excelentes prebendas que ofrece la democracia: Comunidad Europea, dinero fácil, cargos destacados en los más importantes organismos internacionales, la OTAN…

Desde 1991, en un remoto lugar de la provincia de Cuenca un grupo de guerrilleros y expresos, gracias al esfuerzo de Raquel Pelayo, José Murillo, y Juan Fernández Antón, habían levantado un sencillo monumento en memoria de los guerrilleros antifranquistas que murieron allí en un violento enfrentamiento con guardias civiles el año 1949. El pueblo cercano se llamaba Santa Cruz de Moya y era un lugar situado en pleno centro de actuaciones de una de las agrupaciones guerrilleras que más pudieron resistir a la represión franquista. Raquel Pelayo y José Murillo habían pasado muchos años en prisiones franquistas, Murillo había luchado nueve años en la guerrilla de Córdoba donde había sido conocido como el Comandante Ríos, Juan Fernández Antón era oriundo del propio Santa Cruz de Moya y había sido enlace de los guerrilleros de la agrupación de Levante Aragón. Con enorme prudencia poco a poco cada año en el primer domingo de octubre se habían ido concentrando en este lugar algunos pocos guerrilleros supervivientes y amigos y camaradas suyo para conmemorar aquella lucha y honrar a sus muertos.


Aquel mismo año regresó a sus tierras de origen por vez primera José Moreno Salazar. Lo hubo de hacer en silencio, sin que se hablase demasiado de su regreso, casi ocultamente. Con amigos pudo volver a recorrer los lugares de la tragedia. Tomó unas fotos medio siglo después de que ocurrieran los fatídicos sucesos. Era memoria recuperada, pero solitaria, silenciada.

Suena atronadora la voz del silencio, la voz de los vencidos, vueltos a vencer por el olvido, la marginación, la traición. La espesa capa de silencio que el terror forzó durante cuarenta años de feroz dictadura, ahora se ha vuelto sutil capa de silencio duramente impuesta por la democracia.
Pero entonces comenzaron a pasar cosas inesperadas. En 1996 volvieron a España cerca de medio millar de supervivientes de las Brigadas Internacionales, los rebeldes de todo el mundo que sesenta años antes vinieron a defender la República y a morir en tierra extraña por sus ideales.
Diez años antes había habido otro homenaje en España a aquellos brigadistas, pero una vez más hubo de ser un homenaje casi oculto, organizado en exclusiva por el Partido Comunista y sólo con asistentes comunistas, y que pasó casi desapercibido para la ciudadanía española. Ahora no, ahora era un homenaje no partidista, abierto, al que vinieron brigadistas de todas las tendencias políticas y de todo el mundo. Pero sobre todo lo que causó asombro es que fue un trallazo en la conciencia de una gran parte de la población: miles de personas de toda edad, pero sobre todo jóvenes, acudieron entusiasmado a cada ciudad a la que se dirigían los retornados brigadistas. Muchos de ellos nunca habían vuelto a las tierras en las que lucharon a muerte durante tres años, muchos de ellos pensaban que nadie se acordaría ya de sus años en España, pero todos siguieron llevando siempre a España en su corazón, como decía uno de sus repetidos lemas. Por el contrario radios, televisiones, periódicos les llamaban, daban charlas, mítines auténticos a miles de entusiastas jóvenes que se reencontraban con ellos como sesenta años atrás había ocurrido con aquellos otros jóvenes revolucionarios de la España republicana.
Fue una apoteosis porque nadie se esperaba que ocurriese esa catarsis entre la ciudadanía española sesenta años después, y los revolucionarios de antaño, que habían demostrado una generosidad tal como la que requirió dejar casas y familias para venir a una guerra extraña, que para todos era la guerra por impedir al fascismo un triunfo que nadie dudaba acabaría en una gigantesca tragedia generalizada, como así ocurrió efectivamente pocos meses después.
Parecía que algo que había permanecido oculto durante tantos años salía al fin a la luz. Algo cambió profundamente aquellos días del homenaje a los brigadistas de antaño.

Tres años después, y tras los actos de octubre en Santa Cruz, se reunió en Valencia el primer encuentro de antiguos guerrilleros antifranquistas. Asistieron combatientes de toda España y algunos venidos de Francia. La asociación Archivo Guerra y Exilio, AGE, formada a partir del homenaje a los brigadistas convocaba a esa reunión, Entre tantos otros compañeros estaba allí José Moreno Salazar. Él y el compañero Eduard Pons Prades, maquisard en la Francia ocupada, eran los únicos asistentes anarquistas a la asamblea.
De aquella reunión surgió la exigencia de llevar a todas las instancias del Estado el reconocimiento de los guerrilleros antifranquistas. Así comenzó la larga marcha por la memoria de quienes enfrentaron la Dictadura con las armas en la mano.
Pocos meses después, en la localidad catalana de Sant Celoni, los guerrilleros reunidos en Valencia asistieron al acto de homenaje que se celebró allí en memoria de Quico Sabatés, el mítico resistente anarquista catalán, muerto en un encuentro con la guardia civil en aquella población. La placa colocada en el lugar donde cayó recordaba que había sido “asesinado por la guardia civil”. Por primera vez guerrilleros anarquistas, comunistas y socialistas recordaron juntos a un compañero muerto.
En mayo del 2000, la Asociación AGE convocó unas nuevas jornadas en Madrid dedicadas en exclusiva a plantear la estrategia para conseguir el reconocimiento por el Estado de la lucha de los antiguos guerrilleros. El objetivo era que se reconociese a estos luchadores irregulares como los últimos militares del ejército Popular de la República y se les asimilara a los mandos y componentes de éste, de tal manera que se les reconocieran pensiones, y graduación militar.
Se exigía además que se corrigiese el grave insulto mantenido por orden del gobierno de Franco de que en todos los escritos oficiales donde se citaran a guerrilleros se les denominase exclusivamente bandoleros o bandidos, de tal manera que en atestados, procedimientos judiciales, y en prensa aparecieron siempre con esos indignos apelativos, intentando eludir su condición de luchadores por la libertad. La nueva reunión fue decisiva para comenzar esta larga marcha. Allí estuvo nuevamente José Moreno Salazar.
En el otoño del 2000 AGE organizó un autobús en el que brigadistas, guerrilleros, expresos, niños de la guerra, exiliados y represaliados, recorrieron toda España bajo el lema “La Caravana de la Memoria” dando mítines, forzando encuentros con alcaldes, parlamentarios y autoridades autonómicas, dando charlas en institutos y casas de cultura, y siendo recibidos en docenas de pueblos y ciudades con el mayor entusiasmo, hasta el punto de que en algunos lugares les recibía al ayuntamiento acompañado por la banda municipal que interpretaba el Himno de Riego, y asistiendo a sus actos cientos de vecinos con banderas republicanas.
José Moreno Salazar estuvo muy enfermo esos días y no pudo asistir a los actos, pero su espíritu viajó con todos los compañeros en aquella Caravana de la Memoria.
Por fin en mayo del 2001 se llevó al Parlamento español la Proposición No de Ley que exigía el reconocimiento de los antiguos guerrilleros antifranquistas. Aquel día asistieron numerosos guerrilleros al palco de invitados y el Parlamento Español tras un duro debate, se limitó a reconocer la existencia de la guerrilla y a proponer que los antiguos guerrilleros dejaran de ser estigmatizados como bandoleros y fueran tratados a partir de ese momento siempre como luchadores antifascistas, pero se les siguió negando el reconocimiento como últimos resistentes del Ejército de la República y por tanto se les siguió negando graduación militar y pensiones. Una vez más allí también estuvo José Moreno Salazar.

Todo esto había significado un golpe a las conciencias y a la opinión ciudadana que socialistas y conservadores tuvieron que recoger. Asustados corrieron a refugiarse en el rechazo más cerrado y absoluto de cualquier cosa que tuviera que ver con los guerrilleros, mientras asociaciones, películas, novelas, estudios académicos y reconocimientos populares iban abriendo brechas por las que la presencia de estos resistentes se iba colando cada vez más clara en la ciudadanía.
En 2002 el Partido Popular, en el gobierno entonces, se negó a aceptar que el Parlamento declarase una condena explícita del golpe de Estado franquista que originó la guerra civil y la posterior dictadura.
En 2004 llegó al gobierno el Partido Socialista y se puso manos a la obra de enterrar pacíficamente la memoria de la Dictadura. Ya para entonces había comenzado, al principio muy lenta y oscuramente, luego ya de forma casi explosiva pueblo a pueblo, la amarga tarea de ir desenterrando de cunetas y fosas comunes a resistentes muertos fusilados en las sierras sin juicio ni más orden que la de los comandantes de la guardia civil dispuestos a llevar la represión contra los guerrilleros hasta sus últimas consecuencias.
El nuevo gobierno decidió legislar al respecto. Nuevamente, como era de esperar, olvidó a los guerrilleros. Ni reconocimiento como soldados de la República, ni las más mínimas pensiones. Y sobre todo, decidió aprobar contra la legislación vigente reconocida con rango de ley en el propio Estado español, que se desenterrase a los fusilados sin que se pudiera abrir causa judicial que aclarase cómo murieron ni quienes les mataron. Todo se haría con mucho dinero para asociaciones, amigos y descendientes, pero sin reconocimiento jurídico.
En esas condiciones, en junio de 2005, AGE, la CNT de Córdoba y el Ecomuseo de Río Caicena-Museo Histórico de Almedinilla, en la provincia de Córdoba, organizaron con el apoyo de los ayuntamientos de Bujalance y Montoro un homenaje al grupo guerrillero de Los Jubiles con la presencia de José Moreno Salazar, único superviviente de aquella lucha. Por vez primera se iba a reconocer públicamente la memoria de los guerrilleros de Bujalance y Montoro en su propio pueblo y se iba a dar a José Moreno Salazar el debido y siempre postergado homenaje.
 Aquellas jornadas comenzaron por un reconocimiento del ayuntamiento en pleno de Bujalance hacia la persona y la vida de José Moreno Salazar, y se inauguraban bajo la presidencia de la secretaria general de AGE, Dolores Cabra y del director del Museo Histórico, Ignacio Muñiz.  Hablaron historiadores, y estuvieron presentes seis guerrilleros miembros de AGE de diferentes agrupaciones, entre ellos el Comandante Ríos para quien aquella lucha resultaba enormemente familiar por la cercanía.
Se marchó al caserío donde murieron los guerrilleros supervivientes de Los Jubiles y donde sobrevivió herido entre los escombros José Moreno Salazar. Allí se inauguró un monumento en su memoria.
Por desgracia resultó inevitable una confusa combinación de provocaciones e insultos de gentes de la derecha más rancia del pueblo, y de tensiones de alguna persona ajena a aquellos hechos que quizás pensaba que estos actos, más que ser un reconocimiento a José Moreno Salazar, podrían haber sido un autohomenaje manifiestamente impropio.
Con todo sin embargo se cumplía por fin el sueño de Antonio Pérez Sánchez: Nuevamente transmutado en el verdadero José Moreno Salazar volvía a su pueblo con la cabeza muy alta, reconocido por los suyos y acogido con cariño y entusiasmo por otros guerrilleros de otras agrupaciones, y además de otras ideologías. Una vez más ante la memoria no hubo distinciones ni fisuras: los guerrilleros anarquistas de Córdoba estaban respaldados en la lucha por su memoria y reconocimiento, por guerrilleros comunistas de toda España. Este era el más grande triunfo de José Moreno Salazar, saber que su lucha triunfaba por encima de sectarismos, partidismos, y muy por encima del odio de los herederos de los fascistas de antaño.

Poco después Ignacio Muñiz hizo una gran aportación, decisiva para esta memoria. Algunos habían querido poner en duda lo que en la versión novelada de sus memorias se había publicado sobre José Moreno Salazar. Ignacio Muñiz consiguió localizar en la Capitanía General de Sevilla el Consejo de Guerra Sumarísimo abierto contra José Moreno Salazar y numerosos vecinos que habían apoyado a los guerrilleros. Lo ha publicado en un excelente estudio donde sitúa al movimiento anarquista de los campesinos andaluces en su verdadero y justo lugar, y tras esto, deja claramente establecido que José nunca falseó nada de los hechos relatados. El expediente y los atestados de la guardia civil corroboran palabra a palabra lo escrito años antes por el superviviente. Este ha sido su postrer triunfo.
Su postrer triunfo, porque José Moreno Salazar nos dejó en el año 2007, ya muy enfermo. Él nos falta pero no su memoria, la memoria de los guerrilleros anarquistas en los montes de Andalucía. La memoria de una supervivencia, no sólo del hombre, por encima de él, de sus ideas, de la Idea.

(Prólogo al libro de memorias de 
José Moreno Salazar "Los perseguidos. La guerrilla libertaria cordobesa de Los Jubiles".)

domingo, 10 de julio de 2011

LA IMAGEN DEL VENCEDOR

Lo importante para el vencedor es destruir la imagen del vencido. El conquistador mata, incendia, saquea, pero luego se retira con el botín conseguido y no pone empeño alguno más allá del simple latrocinio y la sangre gratuita.
El verdadero vencedor añade a la sangre una cuidada política destinada a los más altos fines que puede imaginar: comenzar una nueva etapa de la historia. Lo fundamental es entonces borrar la imagen que los vencidos y los mismos vencedores tenían de sí mismos.
Esa fue la esencia de la dictadura. Cuarenta años para grabar profundamente en nuestra historia una historia que no fue. Una artificiosa construcción a la que llamaron y hasta hoy llamamos, historia de España, que tenía la virtud de hacer tabla rasa de la historia que fue.
Años antes había habido otra dictadura en España. La ejerció un general burdo, simplista, alcoholizado y grosero. Uno de esos espadones decimonónicos con ínfulas de marqués de nuevo cuño y, a diferencia de sus recientes ancestros golpistas, profundamente reaccionario. Su paso por el poder fue una desgracia para el país: violencia gratuita, caciquismo protegido desde las más altas esferas del Estado y ejercido por medio de las más ruines bandas de pistoleros, clerigalla agresiva y totalizadora, incultura y censura. Pero el país no cambió, se empequeñeció y se encontró a sí mismo retrasado y ridículo, pero era el mismo país que a lo largo de siete años había soportado las excentricidades del espadón de turno. Al caer la dictadura por su propia estulticia y desorden, surgió viva, clara, sólida, toda aquella fuerza que nacida del pueblo, oscurecida y retenida durante aquellos años, proclamaba entusiasmada la IIª República Española.
Franco aprendió aquella lección. De aquellas dos españas de las que hablara nuestro Antonio Machado, sólo debía quedar una. Una, grande, libre, decían los vencedores. ¿Y la otra? La otra decretaron que no existía, que nunca había existido, que no era ni había sido nunca una españa. La llamaron la antiespaña y dedicaron meticulosamente todos sus esfuerzos a lo largo de cuarenta interminables años a su disección, ocultación y precisa eliminación material y espiritual. Desde Queipo de Llano, Serrano Suñer y el cardenal Gomá hasta Escribá de Balaguer, Tejero y Fraga Iribarne, cuarenta años de esfuerzo denodado para dejar claro cuál era, es y debería ser por los siglos de los siglos la historia única de un país llamado España.
Primero hicieron la limpia. La guadaña del fascismo, la hoguera inquisitorial de la Iglesia y la barbarie militar cercenaron las vidas y esperanzas de todo sospechoso, militante, simpatizante, amigo, pariente o simple conocido acusado por cualquier ambicioso oportunista de quienes habían creído que al fin las cosas podrían ser diferentes. Y también a los peligrosos masones, a los descreídos librepensadores, a los zafios socialistas barriobajeros, a los peligrosos libertarios, a quienes hubieran estado con ellos, o entre ellos, o cerca de ellos. Fue una metódica orgía de sangre que duró de 1936 a 1942. Ya lo había dicho Simón de Monfort setecientos años atrás en la matanza indiscriminada de los vecinos de Beziers acusados de defender a los herejes cátaros: “Matad a todos. Dios reconocerá a los suyos”. Es mejor pasarse que no llegar. Dios reconocerá a los suyos. Claro está, ya muertos.
Muertos, muertos, muertos, fusilados, paseados, torturados, desaparecidos, violados. Presos, presos en cárceles, en campos de concentración, en el Valle de los Caídos, en las minas de wolframio, en calabozos, comisarías, cuartelillos. Fue el terror, entre el silencio y el grito.
Eran sólo los prolegómenos. Cierto que fue también lo peor. Salvaje e indiscriminado hasta 1943, crudo, brutal y metódico hasta 1978 aún con Fraga de ministro de gobernación y sus ochenta y tres muertos de la transición. Uno por cada ocho días desde la muerte del dictador hasta las primeras elecciones libres, incluidos los cinco de Vitoria fríamente asesinados por la policía en una verdadera carnicería civil y los abogados de Atocha masacrados por pistoleros profesionales, crímenes que en cierta forma simbolizaron el final del ciclo de muerte y represión de aquella dictadura.
Pero este era sólo el trabajo burdo, el de los matarifes como Camilo Alonso Vega, Arias Navarro o Girón de Velasco. El trabajo fino era muy otro, y había de empezar desde el principio, desde la escuela. Creado ya el miedo, el terror, el silencio, lo importante no era ya matar a quienes defendieran unas ideas, sino a las mismas ideas. Nunca hubo otra españa: “¿Lo habéis oído bien niños de españa? Nunca hubo otra españa más que ésta en la que nacéis, vivís y habéis un día de morir. Apuntarlo en vuestras libretas con letra bien clara, hacer los palotes con el brazo en alto, gritar francofrancofranco arribaspaña hasta que quede rotundo, evidente, nunca hubo, ni hay ni habrá ya otra españa. Una, sólo una, no muy grande, nada libre, pero una, sólo una. La que veis, la que os da el vaso de leche de la ayuda americana en la escuela, la que os acoge generosa, hijos de rojos, la que os da de comer en el Auxilio Social, la de los campamentos del Frente de Juventudes, cara al sol, prietas las filas, montañas nevadas, isabel y fernando el espíritu impera moriremos besando la sagrada bandera. Francofrancofranco arribaspaña, mil veces repetido, dicho, escrito, gritado, desgañitado, hasta que todo se olvide, hasta que todo se ignore, hasta que la gran mentira sea definitivamente la única verdad.
No hay exilio, ni campos de concentración, ni a las cárceles van más que ladrones y criminales comunes, ni el garrote vil se aplica más que a probados asesinos, ni hay huidos en el monte, ni guerrilleros, sólo bandoleros, terroristas pagados por el oro extranjero. Ni tan siquiera memoria de todos ellos. Para ellos, sólo silencio.
Cuarenta años de soledad y silencio, de mentira oficial hecha verdad inapelable. Al fin no quedó nada. O casi nada.

Los exiliados fueron volviendo. Algunos. Veinticinco, treinta, cuarenta años después de su angustiada partida. Uno a uno, sin homenajes, humildemente, sin que nadie fuera a recibirles, sin sus antiguos hogares ni sus ateneos ni sus casas del pueblo ni amigos ni casi familiares. En silencio.
Los presos iban saliendo poco a poco, hasta la muerte del dictador en la noche, al alba, ocultos, con miedo, con profunda soledad. Después de 1975 poco a poco con esperanza. Fue la mayor lucha del tiempo final del franquismo. Libertad para los presos. Era la única condición para poder pasar página, libertad para todos los presos. Y salían con cuentagotas. Y para conseguirlo hubieron de morir ante las balas de la policía, de los pistoleros fascistas y de la guardia civil, ochenta y tres ciudadanos más. Pintando en las paredes libertad, gritando libertad en las calles, tragándose ese grito que pide libertad en las comisarías y los cuartelillos, cayendo torturados, callando como habían callado durante cuarenta interminables años, como callaron con pánico sus padres, como sus abuelos. Silencio, cuarenta años de silencio, de soledad, de humillación y forzado olvido. La memoria perdida.
Y llegó la democracia. Llegó, pero en ella no cabían todos. En ella estaban sólo verdaderos españoles, de uno y otro bando se dijo entonces, o mejor, más exacto, de cualquier ideología, pero sólo de un bando. No hubo sitio ni para exiliados, ni para guerrilleros, ni para desaparecidos, ni para olvidados. Firmaron la paz buenos ciudadanos, franquistas, representantes de la Iglesia católica, liberales democristianos de nuevo y viejo cuño, convencidos reformistas, empresarios con democrática visión de futuro, y también, sindicalistas callejeros, socialistas, nacionalistas, hasta comunistas, pero todos, todos, de la única españa, de la real, la verdadera, la indiscutida, la inventada, la fabricada en las escuelas del franquismo, en sus universidades, la que se crió al calor de los campamentos del Frente de Juventudes, bajo el acogedor manto de la sección femenina de las fet y las jons, la bendecida en sacristías, catequesis, direcciones espirituales, ejercicios de san ignacio, en procesiones del corpus bajo miles, millones de palios bajo los cuales se repetía anodina idéntica imagen: el panzudo dictador transustanciado en generalísimo.
Le hemos llamado transición: una paz firmada dentro, entre los buenos de todas las ideologías. Un pacto noble y generoso, un olvido, un adiós, una puerta que se cierra definitivamente para aquella españa del exilio, de la guerrilla, de las cárceles, del silencio.
Todos juntos pactaron cerrar esa puerta, cerrarla entre todos los de dentro, todos empujando duro para cerrarla, todos apretando con fuerza. Y al otro lado miles, millones de vivos y de muertos reclamando entrar, empujando para entrar, jalando unos de otros para que nadie quedase atrás, empujando empeñosos, golpeando desde su obligado silencio.
Allí se amontonaban junto a la Institución Libre de Enseñanza, la Agrupación Guerrillera de Galicia-León, junto a los penados del Valle de los Caídos, los miles de desaparecidos sin tumba ni nombre, enterrados en las cunetas, en el monte, olvidados, recordados en el silencio de la larga noche del fascismo sólo en la soledad de las casas cerradas, tras las ventanas, tras las cerradas puertas, tras la noche de silencio, en voz queda, muy baja, de padres a hijos, de abuelos a nietos, de vecinos a vecinos. Recordados con una vieja foto de uniforme, de aquel uniforme del ejército de la República con el que defendieron durante años la libertad de todos, de ellos y de sus hijos y nietos. Recordados a escondidas, visitados a escondidas, en Tolouse o París, con aquellas cartas casi anodinas enviadas desde el Dueso o Porlier o Santa María o la Modelo o Carabanchel o Yeserías o Martutene o tantas otras repetidas prisiones, y que acababan siempre diciendo eso de besa a mis hijos y diles que fui un hombre honrado que ha muerto injustamente. Y ahí se acaba todo. Cuatro papeles, cuatro fotos, cuatro historias contadas y recontadas en voz muy baja y sólo a los muy cercanos. Silencio, silencio, siempre silencio, soledad.
Pero seguían empujando, seguían exigiendo entrar, volver, estar, ser. Eran ellos, la otra españa, cansada y vencida, pero real, auténticamente real. Querían entrar en su casa, volver a su lugar, encontrarse en su historia, en la verdadera historia, la común, la de todos, la que sí fue, la que anduvo por el mundo, la que tuvo fe de vida y fe de muerte, la que contaban los libros de otros países llamándoles hijos suyos. En México, en Francia, en Rusia, en Argentina, en Inglaterra, en Italia, en Chile, en cualquier país del mundo donde se recordaba la gesta de un pueblo que defendió la libertad allá por los años treinta del pasado siglo, y a cuya llamada acudieron miles de voluntarios de todos los países en defensa de la libertad diciendo aquello de que si hoy cae Madrid mañana caerán Varsovia o París. Como así fue.
Y querían entrar, y todos desde dentro en un pacto de silencio sujetaban bien la puerta y empujaban fuerte para que nadie estropeara la fiesta de la democracia, para que nadie molestara, para tener por fin la fiesta en paz.
Y al fin quedó cerrada y hubo que sentarse a esperar. Veinte años aún hubo que esperar. Cierto que se hicieron entre tanto hermosos homenajes a insignes poetas del exilio, que se dieron charlas académicas, se publicaron olvidados libros de olvidados autores, se hicieron bonitas fotos junto al elocuente Alberti o al anciano Guillén. Cubrir el expediente, dejar claro que eran tan sólo egregios fantasmas de antaño. Nada que ver con la modernidad, nada que ver con la alegre movida madrileña, nada que ver con vistosas olimpiadas y universales quintocentenarios, con la españa real. Sombras, epifenómenos, memorables ancianos, batallitas de antaño. Nada importante en suma. Todos podían ver que ciertamente si esa había sido la otra españa casi merecía el olvido, respetándola, sí, recordándola, desde luego, metiendo con calzador en los libros de texto esos insignes cadáveres, esas egregias figuras de antaño que ya nada podían decir.
“Ellos, los vencedores Caínes sempiternos, de todo me arrancaron. Me dejan el destierro. Un día, tú ya libre de la mentira de ellos, me buscarás. Entonces ¿Qué ha de decir un muerto?”
Y pasaron los años. Pero algo chirriaba, algo se torcía. Por los resquicios de cada casa, por entre los muros agrietados que cercaban la vieja españa, desde los escondidos baúles guardados en los desvanes, desde cada hogar, cada casa, cada pueblo, cada ciudad, cada país, salían poco a poco sin poderlo evitar ni las fuerzas vivas ni la autoridad competente, poco a poco al principio, luego cada vez con más ímpetu, al fin casi a borbotones, los fragmentos de la otra españa, los recuerdos familiares, las imágenes del padre fusilado, del abuelo preso veinte años, de la abuela arrastrando su cansancio de cárcel en cárcel, del maestro fusilado que había dejado profunda huella en los niños del pueblo, de aquel alcalde digno, de aquella mujer que protegió a los del monte hasta caer ella presa y ser torturada y encarcelada. Todo aquello, todos aquellos, todos pujaban por entrar, por ser, por estar, ocupar su lugar. Por escribir la historia.
Y llegaron los brigadistas. Fue en 1996, sesenta años después de aquel 1936 en que entusiastas vinieron de todo el mundo a luchar contra el fascismo en defensa de la joven República española. Volvían al fin, no vencidos, no callados, no humillados. Volvían orgullosos de su vida, de su lucha, de sus muchos ideales, orgullosos de sus muertos, de sus vidas y de su vieja patria. Aquella patria suya que llamaban España y que decían que habían llevado toda la vida en el corazón junto a sus otras dos patrias, la que les vio nacer o les acogió algún día y la que era de todos y tenía por nombre libertad.
Fue un aldabonazo, un estallido de libertad, un relámpago de nuestra verdadera historia. Eran miles, decenas de miles, los ciudadanos que corrían con lágrimas en los ojos a recibirles a los aeropuertos y estaciones de ferrocarril, los que les acompañaban en homenajes públicos, en los estadios o simplemente les buscaban en las calles de todas las ciudades que visitaban. Y entre esas multitudes que les buscaban para abrazarles había jóvenes, miles de asombrados chicos y chicas de veinte o veinticinco años que sabían que esa, precisamente esa, era su historia. Y ellos, cientos de viejos combatientes, les contaban a todos que ellos eran los supervivientes de una hermosa aventura de la vida y que cuando llegaron tenían dieciséis, veinte, veinticinco años, que los más mayores ya habían muerto, pero que todos vivieron sus vidas entregados a sus viejos ideales, la libertad, el socialismo, la fraternidad de los pueblos. Rebeldes, eran antes que nada rebeldes, no eran simplemente disciplinados militantes de un disciplinado ejército rojo, eran antes que nada rebeldes. En el más exacto sentido de la palabra revolucionarios. Lucharon en España, pero luego siguieron luchando siempre, primero en los campos de Europa, África o Asia contra el fascismo, luego aquí y allá, en Argentina, en China, en Cuba, en Guatemala, en Nicaragua, en Argelia, en Angola, pero también en París o Turín o en los campus de California junto a jóvenes estudiantes, junto a trabajadores que nada sabían de quiénes eran aquellos hombres y mujeres ya mayores que surgían con sus banderas junto a ellos en las marchas y en las barricadas, pidiendo sólo un lugar de nuevo en cada lucha, en cada combate por la libertad. Y que llevaban a España en el corazón.
Algo se había roto con aquel homenaje, algo surgía potente del fondo de la historia, de cada casa, de cada pueblo, cada ciudad, de millones de gargantas. Al fin los vencidos de antaño salían a la calle, orgullosos, entusiasmados, y sabían que eran ellos, que la historia les nombraba, que empezaban a ocupar su lugar, que volvía, aunque fuera sólo por unos días, el aire de la libertad.
Y pasó el homenaje, pero quedó abierta esa brecha que permitía por fin abrir compuertas a las razones de los vencidos, que permitía a los más jóvenes preguntar, que hacía que muchos viejos combatientes levantaran al fin la cabeza y salieran a la calle cargados de dignidad. Ahora quedaban ridículos los aires de mártires de cuatro personajes encumbrados por la política que ponían en su curriculum el paso por tal o cual cárcel o comisaría. Al anciano Ramón Rubial, presidente del PSOE, le preguntaron que cómo era que cuando tantos de sus compañeros ya en el poder presumían de su paso por la cárcel bajo la dictadura, él nunca sacaba a relucir sus muchísimos años de penado, y respondía sarcástico que al fin y al cabo él no había ido a la cárcel sino que le habían llevado a la fuerza y por tanto poco podría presumir de nada al respecto.
Era su hora, la hora de todos, la de decir al fin las razones de una lucha, la de proclamar quiénes fuimos, quiénes somos y por qué luchamos. Y salieron a la calle, presos, guerrilleros, exiliados, niños de la guerra, las fotos de los desaparecidos, las fosas comunes, los expedientes ocultos en capitanías y cuartelillos. Y no paran de salir. Ante el enfado de los guardianes del orden, ante el fastidio de los devoradores de cadáveres históricos, de los profesionales del pasado, de los vividores de la historia, de los hipócritas albaceas de aquel pasado cercano que en vez de llamar a los herederos y poner en sus manos el legado de sus padres, lo estaban administrando a su exclusivo servicio político, académico o simplemente personal.
Es un esfuerzo colectivo, un descomunal trabajo de miles de protagonistas, de testigos, de sus hijos, sus nietos, sus amigos, sus vecinos de antaño. En los pueblos se hacen homenajes, en las escuelas aparecen profesores que un día llevan a hablar a los chicos a un brigadista, a un preso, a un guerrillero, se publican cientos de libros, locales, personales, memorias, unas espectaculares, otras de mano vacilante pero de criterios claros, películas, teatro, congresos en que los que hablan no son ya sólo los circunspectos profesores de universidades sino los propios luchadores de aquellos años de terror, sus hijos, sus amigos de entonces. Ya no es sólo la imagen de Lorca, Buñuel, Alberti o Picasso, ahora los biografiados se llaman con nombres corrientes, desconocidos, anónimos. Pero son miles, millones, que van encontrando su lugar en la historia, en la vida de un país, de unas gentes, de un pueblo que entre tinieblas afirma cada día más que queremos vivir siendo nosotros mismos y no la caricatura que el fascismo y la tibia democracia posterior habían creado y aceptado complacientes.
Ahora la suerte está echada, pero la partida no ha hecho más que empezar. No hay revancha, ni deseo alguno de venganza, sólo exigencia de dignidad, sólo exigencia de verdad histórica, de esa verdad siempre relativa pero capaz de destruir la evidente mentira. Nadie piense que el combate está ya ganado, por el contrario una vez más está a punto de perderse. El enemigo es muy poderoso, tiene las armas más sutiles, las más agresivas, las más destructoras. Y para colmo está claramente infiltrado en nuestro campo, bien asentado en él, hasta con muy altos títulos y cargos. Y nadie lo dude: usarán todas y cada una de sus eficaces armas para impedir que los niños sepan de qué país vienen, quiénes fueron sus padres, quiénes sus abuelos, cuál su historia verdadera, usarán su poder para callar cada voz que pretende levantarse, para oscurecer cualquier testimonio, para acallar toda protesta, conscientes de que cada protesta de antaño es semilla de la que nacen millones de protestas del mañana, de que de por cada muerto caído luchando contra el fascismo que pongamos en pie nuevamente, surgen miles de puñales, manos, gargantas, dispuestas a volver a gritar con todas sus fuerzas No pasarán. Aunque sepamos que en aquel entonces pasaron, aunque sabemos que a cada momento pueden volver a pasar. Pero lúcidamente conscientes de que mientras haya una voz que grite fuerte no pasarán, la lucha continúa y los humillados, los explotados, los segregados, los vencidos pueden cultivar en su alma la más profunda esperanza de que otro mundo es posible.

Cada libro, cada charla dada en un colegio, en un instituto, cada homenaje en una casa de cultura, en un ayuntamiento, en cada lugar, es piedra necesaria, indispensable, del edificio de la historia verdadera que ahora estamos por fin levantando. Todos somos necesarios para tirar abajo el viejo muro terrible del silencio y levantar con sus piedras gastadas una casa de todos, un recinto común donde al fin quepamos todos, sin rencores, ayudando ahora a los viejos vencedores a comprender su trauma, ayudándoles a relajarse, a olvidar su estúpida tensión defensiva, su caricaturesco aire de vencedores de la nada. No se dejan, es cierto, pero nosotros seguiremos en esa lucha conscientes de que si en ella seguimos incansables, algún día sus hijos o los hijos de sus hijos sabrán mirar hacia atrás sin tener que avergonzarse del pasado de sus padres, sin tener que disimularlo con una absurda careta de demócratas de una democracia en la que nunca habían creído, sin tener que mirar para otro lado cuando se habla de desaparecidos, fusilados, torturados, exiliados. Asumiendo todos nuestra historia común en la que al fin pondremos a Franco junto a sus verdaderos conmilitones de la historia: el bellaco Fernando VII, el estúpido Carlos II, la grosera Isabel II, el señorito Alfonso XIII, el alcoholizado general Primo de Rivera ...
Todos cabemos en la casa común, pero todos, con nuestros muertos a cuestas, todos, no unos de pie y otros vencidos eternos, todos en pie cada uno con su historia, con su conciencia, con su mucha o poca dignidad. Eso importa menos, importa lo colectivo, lo asumido por nuestros hijos mañana, lo que algún día quedará grabado en lo más profundo del alma de los pueblos, lo que éstos sabrán mañana de sí mismos. Y esa batalla no ha hecho más que empezar. Nuestras armas ahora se llaman libros, películas, investigaciones, monumentos, homenajes, se llama sobre todo escuela, se llama antes que nada saber pasar la antorcha de las manos de nuestros padres y abuelos para entregarla a nuestros niños.

Y esta es la labor que quiere cumplir este Silencio y soledad que llega a tus manos, lector, como esa arma cargada de futuro de la que hablaba Gabriel Celaya. Esto es lo que Ángel Prieto te hace llegar ahora en este puñado de bellos folios encuadernado, en este pequeño y rico libro, lo recogido de boca de sus mayores por este profesor de secundaria, maestro de chicos y chicas a los que se ha convertido en problemáticos porque no pueden aceptar integrarse en un mundo desintegrador y destructivo, hijo de una patria que fue antaño, pobre, sangrada, expoliada, donde siempre quedará el terrible recuerdo de una plaza de toros donde con ametralladoras los vencedores fusilaban a mansalva a miles de prisioneros. Dios reconocerá a los suyos.
Ese dios de las batallas, de la guerra y la inquisición no sabemos si en algún rincón del universo podrá reconocer a los suyos o si no podrá reconocer a nadie, pero sí sabemos que con el esfuerzo y la maestría de Ángel Prieto podrán ser miles los jóvenes y no tan jóvenes que sí reconoceremos a los nuestros, a los de todos. Están aquí, desfilan por estas páginas que saben recoger la historia de una tragedia contada con la misma dignidad con la que la vivieron antaño sus protagonistas, los del monte, los guerrilleros extremeños del Ejército Guerrillero del Centro, de sus doce, trece y catorce divisiones, de aquellos luchadores que se hacían llamar El Francés, Chaquetalarga, Quincoces, Veneno, Durruti, y este Gerardo Antón, al que seguimos llamando Pinto, hoy felizmente vivo, que se emociona cada día cuando le llaman de colegios y ayuntamientos para que relate a los más jóvenes la dura historia de los ideales por los que murieron sus compañeros en el monte y en el exilio.
Ángel Prieto ha tenido la rara habilidad de contarnos esa verdadera historia con el mayor detalle, tal como a él le llegó años antes de la boca de su padre, tal como su padre la recordaba al recordar a su vez a su incansable abuelo, a sus amigos de la guerrilla, a sus compañeros de lucha, tal como la recordaba de cuando no había televisores, ni luz eléctrica, ni más agua corriente que la que llevaba el río, ni más transporte que las alpargatas de esparto o la caballería, cuando había hambre, mucha hambre, cuando los pastores vivían asustados y perseguidos por los cancerberos de sus amos en cada pueblo y en cada majada y habían aprendido a refugiarse del terror en la compañía de aquellos hombres y mujeres que empezaron teniendo que huir al monte para salvar sus vidas y acabaron siendo dignísimos soldados de la República, los últimos soldados de aquella República en la que tantos creyeron, de la que tantos esperaron dignidad, justicia, cultura, trabajo y que el fascismo pudo antaño destrozar pero que en el alma del pueblo todos sabemos que nunca fue vencida. Es nuestra esperanza siempre renovada, siempre viva gracias a cada libro, a cada cuento, a cada recuerdo pasado de boca en boca, a ras del suelo, como el aire limpio y claro que corre por los campos donde antaño se escucharon los disparos y las ráfagas que minaban las vidas y nada pudieron contra los ideales. Por eso ahora nos llega este bello libro donde todo lo que se cuenta, trágico, y heroico, es nuestra común historia. Para decirles a los niños de hoy que cuando un abuelo te cuenta su vida, te está contando tu historia.

P.D. Ángel Prieto es, ya lo hemos dicho, maestro, su trabajo es mas que enseñar, educar, cultivar una pequeña parcela de anima humana, ayudar a cada niño, a cada joven a abrir las puertas que le permitan llegar algún día ser el mismo, no lo decidido por otros, no lo impuesto artificial y arbitrariamente, no lo forzado, sino lo lucidamente integrado por propia voluntad, lo querido. Ayudar a hacer, en suma, con cada uno de sus jóvenes alumnos no consumidores sino trabajadores, no votantes sino ciudadanos. Y para ello sabe bien que es preciso que conozcan de donde vienen y cual es su tierra, y lo que es más importante, que después de conocerlo y reconocerlo lo acepten con generosidad, que sepan hacer de la herencia que han de recibir un patrimonio de todos y para todos. Por eso Ángel Prieto escribe y publica este trabajo sin ánimo de lucro ni búsqueda de renombre. El pequeño beneficio que de esta publicación pueda obtenerse se destina en su totalidad a otras labores de recuperación y difusión de la memoria histórica mas cercana por medio de la Asociación Archivo Guerra y Exilio, AGE, que desde los tiempos de aquel gran homenaje a los brigadistas internacionales de 1996, ha venido impulsando homenajes, monumentos, placas, conmemorativas, exposiciones, charlas, encuentros, y todo tipo de acciones para que los jóvenes de nuestras tierras, a pesar de la dura resistencia de tantas gentes y tantos organismos oficiales, tengan la oportunidad de encontrarse y reencontrarse con quienes poco a poco, gracias a estas labores, a estos libros y a estos maestros, les van pasando la antorcha de nuestro común ser y existir.

Prólogo al libro Silencio y Soledad de Ángel Prieto
                                                                 
Juan Barceló