domingo, 10 de julio de 2011

LA IMAGEN DEL VENCEDOR

Lo importante para el vencedor es destruir la imagen del vencido. El conquistador mata, incendia, saquea, pero luego se retira con el botín conseguido y no pone empeño alguno más allá del simple latrocinio y la sangre gratuita.
El verdadero vencedor añade a la sangre una cuidada política destinada a los más altos fines que puede imaginar: comenzar una nueva etapa de la historia. Lo fundamental es entonces borrar la imagen que los vencidos y los mismos vencedores tenían de sí mismos.
Esa fue la esencia de la dictadura. Cuarenta años para grabar profundamente en nuestra historia una historia que no fue. Una artificiosa construcción a la que llamaron y hasta hoy llamamos, historia de España, que tenía la virtud de hacer tabla rasa de la historia que fue.
Años antes había habido otra dictadura en España. La ejerció un general burdo, simplista, alcoholizado y grosero. Uno de esos espadones decimonónicos con ínfulas de marqués de nuevo cuño y, a diferencia de sus recientes ancestros golpistas, profundamente reaccionario. Su paso por el poder fue una desgracia para el país: violencia gratuita, caciquismo protegido desde las más altas esferas del Estado y ejercido por medio de las más ruines bandas de pistoleros, clerigalla agresiva y totalizadora, incultura y censura. Pero el país no cambió, se empequeñeció y se encontró a sí mismo retrasado y ridículo, pero era el mismo país que a lo largo de siete años había soportado las excentricidades del espadón de turno. Al caer la dictadura por su propia estulticia y desorden, surgió viva, clara, sólida, toda aquella fuerza que nacida del pueblo, oscurecida y retenida durante aquellos años, proclamaba entusiasmada la IIª República Española.
Franco aprendió aquella lección. De aquellas dos españas de las que hablara nuestro Antonio Machado, sólo debía quedar una. Una, grande, libre, decían los vencedores. ¿Y la otra? La otra decretaron que no existía, que nunca había existido, que no era ni había sido nunca una españa. La llamaron la antiespaña y dedicaron meticulosamente todos sus esfuerzos a lo largo de cuarenta interminables años a su disección, ocultación y precisa eliminación material y espiritual. Desde Queipo de Llano, Serrano Suñer y el cardenal Gomá hasta Escribá de Balaguer, Tejero y Fraga Iribarne, cuarenta años de esfuerzo denodado para dejar claro cuál era, es y debería ser por los siglos de los siglos la historia única de un país llamado España.
Primero hicieron la limpia. La guadaña del fascismo, la hoguera inquisitorial de la Iglesia y la barbarie militar cercenaron las vidas y esperanzas de todo sospechoso, militante, simpatizante, amigo, pariente o simple conocido acusado por cualquier ambicioso oportunista de quienes habían creído que al fin las cosas podrían ser diferentes. Y también a los peligrosos masones, a los descreídos librepensadores, a los zafios socialistas barriobajeros, a los peligrosos libertarios, a quienes hubieran estado con ellos, o entre ellos, o cerca de ellos. Fue una metódica orgía de sangre que duró de 1936 a 1942. Ya lo había dicho Simón de Monfort setecientos años atrás en la matanza indiscriminada de los vecinos de Beziers acusados de defender a los herejes cátaros: “Matad a todos. Dios reconocerá a los suyos”. Es mejor pasarse que no llegar. Dios reconocerá a los suyos. Claro está, ya muertos.
Muertos, muertos, muertos, fusilados, paseados, torturados, desaparecidos, violados. Presos, presos en cárceles, en campos de concentración, en el Valle de los Caídos, en las minas de wolframio, en calabozos, comisarías, cuartelillos. Fue el terror, entre el silencio y el grito.
Eran sólo los prolegómenos. Cierto que fue también lo peor. Salvaje e indiscriminado hasta 1943, crudo, brutal y metódico hasta 1978 aún con Fraga de ministro de gobernación y sus ochenta y tres muertos de la transición. Uno por cada ocho días desde la muerte del dictador hasta las primeras elecciones libres, incluidos los cinco de Vitoria fríamente asesinados por la policía en una verdadera carnicería civil y los abogados de Atocha masacrados por pistoleros profesionales, crímenes que en cierta forma simbolizaron el final del ciclo de muerte y represión de aquella dictadura.
Pero este era sólo el trabajo burdo, el de los matarifes como Camilo Alonso Vega, Arias Navarro o Girón de Velasco. El trabajo fino era muy otro, y había de empezar desde el principio, desde la escuela. Creado ya el miedo, el terror, el silencio, lo importante no era ya matar a quienes defendieran unas ideas, sino a las mismas ideas. Nunca hubo otra españa: “¿Lo habéis oído bien niños de españa? Nunca hubo otra españa más que ésta en la que nacéis, vivís y habéis un día de morir. Apuntarlo en vuestras libretas con letra bien clara, hacer los palotes con el brazo en alto, gritar francofrancofranco arribaspaña hasta que quede rotundo, evidente, nunca hubo, ni hay ni habrá ya otra españa. Una, sólo una, no muy grande, nada libre, pero una, sólo una. La que veis, la que os da el vaso de leche de la ayuda americana en la escuela, la que os acoge generosa, hijos de rojos, la que os da de comer en el Auxilio Social, la de los campamentos del Frente de Juventudes, cara al sol, prietas las filas, montañas nevadas, isabel y fernando el espíritu impera moriremos besando la sagrada bandera. Francofrancofranco arribaspaña, mil veces repetido, dicho, escrito, gritado, desgañitado, hasta que todo se olvide, hasta que todo se ignore, hasta que la gran mentira sea definitivamente la única verdad.
No hay exilio, ni campos de concentración, ni a las cárceles van más que ladrones y criminales comunes, ni el garrote vil se aplica más que a probados asesinos, ni hay huidos en el monte, ni guerrilleros, sólo bandoleros, terroristas pagados por el oro extranjero. Ni tan siquiera memoria de todos ellos. Para ellos, sólo silencio.
Cuarenta años de soledad y silencio, de mentira oficial hecha verdad inapelable. Al fin no quedó nada. O casi nada.

Los exiliados fueron volviendo. Algunos. Veinticinco, treinta, cuarenta años después de su angustiada partida. Uno a uno, sin homenajes, humildemente, sin que nadie fuera a recibirles, sin sus antiguos hogares ni sus ateneos ni sus casas del pueblo ni amigos ni casi familiares. En silencio.
Los presos iban saliendo poco a poco, hasta la muerte del dictador en la noche, al alba, ocultos, con miedo, con profunda soledad. Después de 1975 poco a poco con esperanza. Fue la mayor lucha del tiempo final del franquismo. Libertad para los presos. Era la única condición para poder pasar página, libertad para todos los presos. Y salían con cuentagotas. Y para conseguirlo hubieron de morir ante las balas de la policía, de los pistoleros fascistas y de la guardia civil, ochenta y tres ciudadanos más. Pintando en las paredes libertad, gritando libertad en las calles, tragándose ese grito que pide libertad en las comisarías y los cuartelillos, cayendo torturados, callando como habían callado durante cuarenta interminables años, como callaron con pánico sus padres, como sus abuelos. Silencio, cuarenta años de silencio, de soledad, de humillación y forzado olvido. La memoria perdida.
Y llegó la democracia. Llegó, pero en ella no cabían todos. En ella estaban sólo verdaderos españoles, de uno y otro bando se dijo entonces, o mejor, más exacto, de cualquier ideología, pero sólo de un bando. No hubo sitio ni para exiliados, ni para guerrilleros, ni para desaparecidos, ni para olvidados. Firmaron la paz buenos ciudadanos, franquistas, representantes de la Iglesia católica, liberales democristianos de nuevo y viejo cuño, convencidos reformistas, empresarios con democrática visión de futuro, y también, sindicalistas callejeros, socialistas, nacionalistas, hasta comunistas, pero todos, todos, de la única españa, de la real, la verdadera, la indiscutida, la inventada, la fabricada en las escuelas del franquismo, en sus universidades, la que se crió al calor de los campamentos del Frente de Juventudes, bajo el acogedor manto de la sección femenina de las fet y las jons, la bendecida en sacristías, catequesis, direcciones espirituales, ejercicios de san ignacio, en procesiones del corpus bajo miles, millones de palios bajo los cuales se repetía anodina idéntica imagen: el panzudo dictador transustanciado en generalísimo.
Le hemos llamado transición: una paz firmada dentro, entre los buenos de todas las ideologías. Un pacto noble y generoso, un olvido, un adiós, una puerta que se cierra definitivamente para aquella españa del exilio, de la guerrilla, de las cárceles, del silencio.
Todos juntos pactaron cerrar esa puerta, cerrarla entre todos los de dentro, todos empujando duro para cerrarla, todos apretando con fuerza. Y al otro lado miles, millones de vivos y de muertos reclamando entrar, empujando para entrar, jalando unos de otros para que nadie quedase atrás, empujando empeñosos, golpeando desde su obligado silencio.
Allí se amontonaban junto a la Institución Libre de Enseñanza, la Agrupación Guerrillera de Galicia-León, junto a los penados del Valle de los Caídos, los miles de desaparecidos sin tumba ni nombre, enterrados en las cunetas, en el monte, olvidados, recordados en el silencio de la larga noche del fascismo sólo en la soledad de las casas cerradas, tras las ventanas, tras las cerradas puertas, tras la noche de silencio, en voz queda, muy baja, de padres a hijos, de abuelos a nietos, de vecinos a vecinos. Recordados con una vieja foto de uniforme, de aquel uniforme del ejército de la República con el que defendieron durante años la libertad de todos, de ellos y de sus hijos y nietos. Recordados a escondidas, visitados a escondidas, en Tolouse o París, con aquellas cartas casi anodinas enviadas desde el Dueso o Porlier o Santa María o la Modelo o Carabanchel o Yeserías o Martutene o tantas otras repetidas prisiones, y que acababan siempre diciendo eso de besa a mis hijos y diles que fui un hombre honrado que ha muerto injustamente. Y ahí se acaba todo. Cuatro papeles, cuatro fotos, cuatro historias contadas y recontadas en voz muy baja y sólo a los muy cercanos. Silencio, silencio, siempre silencio, soledad.
Pero seguían empujando, seguían exigiendo entrar, volver, estar, ser. Eran ellos, la otra españa, cansada y vencida, pero real, auténticamente real. Querían entrar en su casa, volver a su lugar, encontrarse en su historia, en la verdadera historia, la común, la de todos, la que sí fue, la que anduvo por el mundo, la que tuvo fe de vida y fe de muerte, la que contaban los libros de otros países llamándoles hijos suyos. En México, en Francia, en Rusia, en Argentina, en Inglaterra, en Italia, en Chile, en cualquier país del mundo donde se recordaba la gesta de un pueblo que defendió la libertad allá por los años treinta del pasado siglo, y a cuya llamada acudieron miles de voluntarios de todos los países en defensa de la libertad diciendo aquello de que si hoy cae Madrid mañana caerán Varsovia o París. Como así fue.
Y querían entrar, y todos desde dentro en un pacto de silencio sujetaban bien la puerta y empujaban fuerte para que nadie estropeara la fiesta de la democracia, para que nadie molestara, para tener por fin la fiesta en paz.
Y al fin quedó cerrada y hubo que sentarse a esperar. Veinte años aún hubo que esperar. Cierto que se hicieron entre tanto hermosos homenajes a insignes poetas del exilio, que se dieron charlas académicas, se publicaron olvidados libros de olvidados autores, se hicieron bonitas fotos junto al elocuente Alberti o al anciano Guillén. Cubrir el expediente, dejar claro que eran tan sólo egregios fantasmas de antaño. Nada que ver con la modernidad, nada que ver con la alegre movida madrileña, nada que ver con vistosas olimpiadas y universales quintocentenarios, con la españa real. Sombras, epifenómenos, memorables ancianos, batallitas de antaño. Nada importante en suma. Todos podían ver que ciertamente si esa había sido la otra españa casi merecía el olvido, respetándola, sí, recordándola, desde luego, metiendo con calzador en los libros de texto esos insignes cadáveres, esas egregias figuras de antaño que ya nada podían decir.
“Ellos, los vencedores Caínes sempiternos, de todo me arrancaron. Me dejan el destierro. Un día, tú ya libre de la mentira de ellos, me buscarás. Entonces ¿Qué ha de decir un muerto?”
Y pasaron los años. Pero algo chirriaba, algo se torcía. Por los resquicios de cada casa, por entre los muros agrietados que cercaban la vieja españa, desde los escondidos baúles guardados en los desvanes, desde cada hogar, cada casa, cada pueblo, cada ciudad, cada país, salían poco a poco sin poderlo evitar ni las fuerzas vivas ni la autoridad competente, poco a poco al principio, luego cada vez con más ímpetu, al fin casi a borbotones, los fragmentos de la otra españa, los recuerdos familiares, las imágenes del padre fusilado, del abuelo preso veinte años, de la abuela arrastrando su cansancio de cárcel en cárcel, del maestro fusilado que había dejado profunda huella en los niños del pueblo, de aquel alcalde digno, de aquella mujer que protegió a los del monte hasta caer ella presa y ser torturada y encarcelada. Todo aquello, todos aquellos, todos pujaban por entrar, por ser, por estar, ocupar su lugar. Por escribir la historia.
Y llegaron los brigadistas. Fue en 1996, sesenta años después de aquel 1936 en que entusiastas vinieron de todo el mundo a luchar contra el fascismo en defensa de la joven República española. Volvían al fin, no vencidos, no callados, no humillados. Volvían orgullosos de su vida, de su lucha, de sus muchos ideales, orgullosos de sus muertos, de sus vidas y de su vieja patria. Aquella patria suya que llamaban España y que decían que habían llevado toda la vida en el corazón junto a sus otras dos patrias, la que les vio nacer o les acogió algún día y la que era de todos y tenía por nombre libertad.
Fue un aldabonazo, un estallido de libertad, un relámpago de nuestra verdadera historia. Eran miles, decenas de miles, los ciudadanos que corrían con lágrimas en los ojos a recibirles a los aeropuertos y estaciones de ferrocarril, los que les acompañaban en homenajes públicos, en los estadios o simplemente les buscaban en las calles de todas las ciudades que visitaban. Y entre esas multitudes que les buscaban para abrazarles había jóvenes, miles de asombrados chicos y chicas de veinte o veinticinco años que sabían que esa, precisamente esa, era su historia. Y ellos, cientos de viejos combatientes, les contaban a todos que ellos eran los supervivientes de una hermosa aventura de la vida y que cuando llegaron tenían dieciséis, veinte, veinticinco años, que los más mayores ya habían muerto, pero que todos vivieron sus vidas entregados a sus viejos ideales, la libertad, el socialismo, la fraternidad de los pueblos. Rebeldes, eran antes que nada rebeldes, no eran simplemente disciplinados militantes de un disciplinado ejército rojo, eran antes que nada rebeldes. En el más exacto sentido de la palabra revolucionarios. Lucharon en España, pero luego siguieron luchando siempre, primero en los campos de Europa, África o Asia contra el fascismo, luego aquí y allá, en Argentina, en China, en Cuba, en Guatemala, en Nicaragua, en Argelia, en Angola, pero también en París o Turín o en los campus de California junto a jóvenes estudiantes, junto a trabajadores que nada sabían de quiénes eran aquellos hombres y mujeres ya mayores que surgían con sus banderas junto a ellos en las marchas y en las barricadas, pidiendo sólo un lugar de nuevo en cada lucha, en cada combate por la libertad. Y que llevaban a España en el corazón.
Algo se había roto con aquel homenaje, algo surgía potente del fondo de la historia, de cada casa, de cada pueblo, cada ciudad, de millones de gargantas. Al fin los vencidos de antaño salían a la calle, orgullosos, entusiasmados, y sabían que eran ellos, que la historia les nombraba, que empezaban a ocupar su lugar, que volvía, aunque fuera sólo por unos días, el aire de la libertad.
Y pasó el homenaje, pero quedó abierta esa brecha que permitía por fin abrir compuertas a las razones de los vencidos, que permitía a los más jóvenes preguntar, que hacía que muchos viejos combatientes levantaran al fin la cabeza y salieran a la calle cargados de dignidad. Ahora quedaban ridículos los aires de mártires de cuatro personajes encumbrados por la política que ponían en su curriculum el paso por tal o cual cárcel o comisaría. Al anciano Ramón Rubial, presidente del PSOE, le preguntaron que cómo era que cuando tantos de sus compañeros ya en el poder presumían de su paso por la cárcel bajo la dictadura, él nunca sacaba a relucir sus muchísimos años de penado, y respondía sarcástico que al fin y al cabo él no había ido a la cárcel sino que le habían llevado a la fuerza y por tanto poco podría presumir de nada al respecto.
Era su hora, la hora de todos, la de decir al fin las razones de una lucha, la de proclamar quiénes fuimos, quiénes somos y por qué luchamos. Y salieron a la calle, presos, guerrilleros, exiliados, niños de la guerra, las fotos de los desaparecidos, las fosas comunes, los expedientes ocultos en capitanías y cuartelillos. Y no paran de salir. Ante el enfado de los guardianes del orden, ante el fastidio de los devoradores de cadáveres históricos, de los profesionales del pasado, de los vividores de la historia, de los hipócritas albaceas de aquel pasado cercano que en vez de llamar a los herederos y poner en sus manos el legado de sus padres, lo estaban administrando a su exclusivo servicio político, académico o simplemente personal.
Es un esfuerzo colectivo, un descomunal trabajo de miles de protagonistas, de testigos, de sus hijos, sus nietos, sus amigos, sus vecinos de antaño. En los pueblos se hacen homenajes, en las escuelas aparecen profesores que un día llevan a hablar a los chicos a un brigadista, a un preso, a un guerrillero, se publican cientos de libros, locales, personales, memorias, unas espectaculares, otras de mano vacilante pero de criterios claros, películas, teatro, congresos en que los que hablan no son ya sólo los circunspectos profesores de universidades sino los propios luchadores de aquellos años de terror, sus hijos, sus amigos de entonces. Ya no es sólo la imagen de Lorca, Buñuel, Alberti o Picasso, ahora los biografiados se llaman con nombres corrientes, desconocidos, anónimos. Pero son miles, millones, que van encontrando su lugar en la historia, en la vida de un país, de unas gentes, de un pueblo que entre tinieblas afirma cada día más que queremos vivir siendo nosotros mismos y no la caricatura que el fascismo y la tibia democracia posterior habían creado y aceptado complacientes.
Ahora la suerte está echada, pero la partida no ha hecho más que empezar. No hay revancha, ni deseo alguno de venganza, sólo exigencia de dignidad, sólo exigencia de verdad histórica, de esa verdad siempre relativa pero capaz de destruir la evidente mentira. Nadie piense que el combate está ya ganado, por el contrario una vez más está a punto de perderse. El enemigo es muy poderoso, tiene las armas más sutiles, las más agresivas, las más destructoras. Y para colmo está claramente infiltrado en nuestro campo, bien asentado en él, hasta con muy altos títulos y cargos. Y nadie lo dude: usarán todas y cada una de sus eficaces armas para impedir que los niños sepan de qué país vienen, quiénes fueron sus padres, quiénes sus abuelos, cuál su historia verdadera, usarán su poder para callar cada voz que pretende levantarse, para oscurecer cualquier testimonio, para acallar toda protesta, conscientes de que cada protesta de antaño es semilla de la que nacen millones de protestas del mañana, de que de por cada muerto caído luchando contra el fascismo que pongamos en pie nuevamente, surgen miles de puñales, manos, gargantas, dispuestas a volver a gritar con todas sus fuerzas No pasarán. Aunque sepamos que en aquel entonces pasaron, aunque sabemos que a cada momento pueden volver a pasar. Pero lúcidamente conscientes de que mientras haya una voz que grite fuerte no pasarán, la lucha continúa y los humillados, los explotados, los segregados, los vencidos pueden cultivar en su alma la más profunda esperanza de que otro mundo es posible.

Cada libro, cada charla dada en un colegio, en un instituto, cada homenaje en una casa de cultura, en un ayuntamiento, en cada lugar, es piedra necesaria, indispensable, del edificio de la historia verdadera que ahora estamos por fin levantando. Todos somos necesarios para tirar abajo el viejo muro terrible del silencio y levantar con sus piedras gastadas una casa de todos, un recinto común donde al fin quepamos todos, sin rencores, ayudando ahora a los viejos vencedores a comprender su trauma, ayudándoles a relajarse, a olvidar su estúpida tensión defensiva, su caricaturesco aire de vencedores de la nada. No se dejan, es cierto, pero nosotros seguiremos en esa lucha conscientes de que si en ella seguimos incansables, algún día sus hijos o los hijos de sus hijos sabrán mirar hacia atrás sin tener que avergonzarse del pasado de sus padres, sin tener que disimularlo con una absurda careta de demócratas de una democracia en la que nunca habían creído, sin tener que mirar para otro lado cuando se habla de desaparecidos, fusilados, torturados, exiliados. Asumiendo todos nuestra historia común en la que al fin pondremos a Franco junto a sus verdaderos conmilitones de la historia: el bellaco Fernando VII, el estúpido Carlos II, la grosera Isabel II, el señorito Alfonso XIII, el alcoholizado general Primo de Rivera ...
Todos cabemos en la casa común, pero todos, con nuestros muertos a cuestas, todos, no unos de pie y otros vencidos eternos, todos en pie cada uno con su historia, con su conciencia, con su mucha o poca dignidad. Eso importa menos, importa lo colectivo, lo asumido por nuestros hijos mañana, lo que algún día quedará grabado en lo más profundo del alma de los pueblos, lo que éstos sabrán mañana de sí mismos. Y esa batalla no ha hecho más que empezar. Nuestras armas ahora se llaman libros, películas, investigaciones, monumentos, homenajes, se llama sobre todo escuela, se llama antes que nada saber pasar la antorcha de las manos de nuestros padres y abuelos para entregarla a nuestros niños.

Y esta es la labor que quiere cumplir este Silencio y soledad que llega a tus manos, lector, como esa arma cargada de futuro de la que hablaba Gabriel Celaya. Esto es lo que Ángel Prieto te hace llegar ahora en este puñado de bellos folios encuadernado, en este pequeño y rico libro, lo recogido de boca de sus mayores por este profesor de secundaria, maestro de chicos y chicas a los que se ha convertido en problemáticos porque no pueden aceptar integrarse en un mundo desintegrador y destructivo, hijo de una patria que fue antaño, pobre, sangrada, expoliada, donde siempre quedará el terrible recuerdo de una plaza de toros donde con ametralladoras los vencedores fusilaban a mansalva a miles de prisioneros. Dios reconocerá a los suyos.
Ese dios de las batallas, de la guerra y la inquisición no sabemos si en algún rincón del universo podrá reconocer a los suyos o si no podrá reconocer a nadie, pero sí sabemos que con el esfuerzo y la maestría de Ángel Prieto podrán ser miles los jóvenes y no tan jóvenes que sí reconoceremos a los nuestros, a los de todos. Están aquí, desfilan por estas páginas que saben recoger la historia de una tragedia contada con la misma dignidad con la que la vivieron antaño sus protagonistas, los del monte, los guerrilleros extremeños del Ejército Guerrillero del Centro, de sus doce, trece y catorce divisiones, de aquellos luchadores que se hacían llamar El Francés, Chaquetalarga, Quincoces, Veneno, Durruti, y este Gerardo Antón, al que seguimos llamando Pinto, hoy felizmente vivo, que se emociona cada día cuando le llaman de colegios y ayuntamientos para que relate a los más jóvenes la dura historia de los ideales por los que murieron sus compañeros en el monte y en el exilio.
Ángel Prieto ha tenido la rara habilidad de contarnos esa verdadera historia con el mayor detalle, tal como a él le llegó años antes de la boca de su padre, tal como su padre la recordaba al recordar a su vez a su incansable abuelo, a sus amigos de la guerrilla, a sus compañeros de lucha, tal como la recordaba de cuando no había televisores, ni luz eléctrica, ni más agua corriente que la que llevaba el río, ni más transporte que las alpargatas de esparto o la caballería, cuando había hambre, mucha hambre, cuando los pastores vivían asustados y perseguidos por los cancerberos de sus amos en cada pueblo y en cada majada y habían aprendido a refugiarse del terror en la compañía de aquellos hombres y mujeres que empezaron teniendo que huir al monte para salvar sus vidas y acabaron siendo dignísimos soldados de la República, los últimos soldados de aquella República en la que tantos creyeron, de la que tantos esperaron dignidad, justicia, cultura, trabajo y que el fascismo pudo antaño destrozar pero que en el alma del pueblo todos sabemos que nunca fue vencida. Es nuestra esperanza siempre renovada, siempre viva gracias a cada libro, a cada cuento, a cada recuerdo pasado de boca en boca, a ras del suelo, como el aire limpio y claro que corre por los campos donde antaño se escucharon los disparos y las ráfagas que minaban las vidas y nada pudieron contra los ideales. Por eso ahora nos llega este bello libro donde todo lo que se cuenta, trágico, y heroico, es nuestra común historia. Para decirles a los niños de hoy que cuando un abuelo te cuenta su vida, te está contando tu historia.

P.D. Ángel Prieto es, ya lo hemos dicho, maestro, su trabajo es mas que enseñar, educar, cultivar una pequeña parcela de anima humana, ayudar a cada niño, a cada joven a abrir las puertas que le permitan llegar algún día ser el mismo, no lo decidido por otros, no lo impuesto artificial y arbitrariamente, no lo forzado, sino lo lucidamente integrado por propia voluntad, lo querido. Ayudar a hacer, en suma, con cada uno de sus jóvenes alumnos no consumidores sino trabajadores, no votantes sino ciudadanos. Y para ello sabe bien que es preciso que conozcan de donde vienen y cual es su tierra, y lo que es más importante, que después de conocerlo y reconocerlo lo acepten con generosidad, que sepan hacer de la herencia que han de recibir un patrimonio de todos y para todos. Por eso Ángel Prieto escribe y publica este trabajo sin ánimo de lucro ni búsqueda de renombre. El pequeño beneficio que de esta publicación pueda obtenerse se destina en su totalidad a otras labores de recuperación y difusión de la memoria histórica mas cercana por medio de la Asociación Archivo Guerra y Exilio, AGE, que desde los tiempos de aquel gran homenaje a los brigadistas internacionales de 1996, ha venido impulsando homenajes, monumentos, placas, conmemorativas, exposiciones, charlas, encuentros, y todo tipo de acciones para que los jóvenes de nuestras tierras, a pesar de la dura resistencia de tantas gentes y tantos organismos oficiales, tengan la oportunidad de encontrarse y reencontrarse con quienes poco a poco, gracias a estas labores, a estos libros y a estos maestros, les van pasando la antorcha de nuestro común ser y existir.

Prólogo al libro Silencio y Soledad de Ángel Prieto
                                                                 
Juan Barceló

sábado, 2 de julio de 2011

GENERAL JUAN PEREA

 
 “Donde hay opresión hay rebeldía, busquemos el foco”, escribió preso en el castillo de Montjuich el entonces capitán Juan Perea. Había sido condenado por la intentona cívico-militar que en 1926 intentara derribar al viejo dictador Primo de Rivera y de camino minase mortalmente la corona.
Había nacido en 1890 en Tenerife y según confesara muchos años después en uno de sus trabajos autobiográficos, intentó estudiar derecho, pero dificultades económicas en su casa paterna y una fuerte crisis interior le llevaron a alistarse como soldado voluntario con catorce años y marchar a África con diecisiete y el empleo de sargento, en plena guerra de Marruecos.
Allí vivió quince años que conformaron su carácter, su pensamiento y su universo ético y espiritual, además de darle una cierta formación militar a la que intentó completar con arduos estudios. Aprendió inglés, francés y árabe, fue herido varias veces, vivió en cierta soledad en montañas y aduares mandando una compañía de policía indígena, lo que le convertía en la autoridad militar de su pequeño entorno. Ascendió a capitán en 1925 por antigüedad tras volver a Madrid gravemente herido, y pidió estudiar en la Academia de Infantería, lo que evidentemente le fue denegado ya que eso era algo simplemente impensable para un oficial surgido de la tropa.
Afiliado al Partido Republicano Federal que fundara Pi i Margall y que medio siglo antes había conseguido por fin el viejo sueño de instaurar la República en España, si bien por muy poco tiempo, e iniciado en la masonería, casado con una ciudadana británica y padre de dos hijos, Perea vuelca una inaudita actividad en sus trabajos para derrocar la corrupta y desordenada dictadura del general Primo de Rivera.
Con otro capitán que años más tarde haría historia en España, de nombre Fermín Galán, y con un teniente, Jesús Rubio, organiza una vasta red que en diciembre del 25 realiza una primera intentona, parada por el Conde de Romanones con un ardid de extrema astucia. Dos meses después intentarán una segunda que simplemente se aborta por la caída de los principales conspiradores en manos de la policía. En la intentona había implicados dos comités y tenía el apoyo de un amplísimo arco político y militar. Weiler, Aguilera, Lerroux, Marcelino Domingo, Prieto, Besteiro, Melquíades Álvarez, Romanones, Álvaro de Albornoz y muchos otros, entre los que se encontraban algunos representantes de la clandestina CNT, parecían apoyar por muy variadas razones uno u otro comité. En un caso para volver al viejo sistema podrido y ya desfasado de la restauración, en otro simplemente para implantar la República. Esa era la astucia de los tres conspiradores, pero obviamente era a su vez su extrema debilidad.
El consejo de guerra que se celebró contra los implicados acabó con la condena de cinco capitanes y tenientes y un coronel a seis años y un día de prisión militar, y la libre absolución de todos los generales y altas personalidades políticas.
Habían elaborado un fuerte programa regeneracionista, verdaderamente aceptable para un amplio abanico progresista y hasta revolucionario, en el que se incluía la nacionalización de la banca y las grandes industrias, el reparto de los latifundios a los campesinos sin tierra, un enorme plan de obras públicas, una fuerte reforma fiscal favorable a las clases más desfavorecidas, escuela única, enseñanza gratuita y la separación absoluta del Estado y la Iglesia católica. Era sin duda un buen híbrido de los viejos programas revolucionarios decimonónicos y las nuevas exigencias sociales y económicas de las cada vez más organizadas y conscientes clases trabajadoras. Se intuye la impronta de Besteiro, Prieto, Marcelino Domingo y otros grandes políticos que años después intentarían aplicar buena parte de ese programa con conocido poco éxito por su evidente falta de decisión política y la tremenda presión de las sempiternas derechas ultramontanas.
Amnistiado tras la caída del dictador en 1930, fue expulsado del ejército al que se reintegró tras la proclamación de la República, pidiendo la baja no por la ley Azaña que le hubiera permitido gozar de su sueldo íntegro, sino por antigüedad, lo que le dejaba prácticamente sin medios de vida. Era para él una cuestión de principios y de ética, no podía permitir cobrar su paga y no estar en activo, y así lo hizo.
Trabajó en diversos negocios, lleno de ideas de progreso participó en una de las primeras productoras de cine de España, Cinearte, que rodó algunas películas de gran celebridad, y un negocio de ingeniería. Fija su residencia en Madrid, mantiene una presencia pública si esporádica no menos intensa, participa de los ambientes políticos, escribe, lee mucho y viaja por Europa. En otro de sus escritos declarará una gran pasión por Francia.
“El problema que aqueja al mundo es que los necios y fanáticos siempre están seguros de sí mismos, mientras que los sabios siempre están llenos de dudas”, escribió Bertrand Russell con evidente acierto, y ese pensamiento podría describir bien la dura situación que se vivía en España en el año 36. Las izquierdas en el poder hacían gala de una enorme prudencia rayana la inconsciencia ante la violencia de los fanáticos. Pistoleros de las derechas sembraban el terror en las calles y la respuesta de las organizaciones obreras era también extremadamente violenta. Era inútil, las izquierdas tenían más o menos un arduo programa de reformas sociales profundamente revolucionario mientras las derechas tenían ya claramente decidido el golpe sangriento y la creación de un Estado de corte fascista.
Las primeras noticias del levantamiento en Marruecos de las tropas acantonadas allí llegan a Madrid el mismo día 18 de julio, durante una semana se combate en las calles hasta que el pueblo consigue armarse y dominar la situación, pero ya asoman por la sierra las tropas de Mola con la pretensión de entrar en la ciudad. El día 20 está Perea en la sierra al frente de una abigarrada columna de milicianos compuesta por obreros de varios ramos y de los pueblos del sur de Madrid, algunos estudiantes, profesionales, universitarios y hasta toreros. Muchos son anarquistas, entre ellos un albañil que con el tiempo destacará como uno de los grandes militares de origen miliciano: Cipriano Mera.
Luchan como fieras en el sector de Navafría. Perea les enseña las nociones más elementales de arte militar, les impone una férrea disciplina, dura, pero consciente y voluntaria, les anima y sostiene, se pone al frente de ellos en cada ataque y contraataque, es un verdadero jefe militar, conoce a cada uno de sus milicianos, sabe entresacar de cada uno lo mejor, de todos, a los más aptos, del conjunto, un organismo vivo capaz de luchar con éxito y colaborar decisivamente en la salvación de Madrid en aquellos caóticos primeros días. Son un total de ciento sesenta hombres con fusiles y pistolas y dos pequeñas piezas de artillería que han conseguido sacar de algún cuartel. Se llamarán “Los legionarios de la muerte”, carecen de uniformes, pero se hacen grabar unas pequeñas insignias con una calavera significando su firme decisión de resistir o morir.
A la vez que se organiza la lucha en Madrid, Perea va organizando unidades cada vez mayores y más complejas. En ellas se mezclan milicianos con algunos pocos militares profesionales. En noviembre el peligro es máximo pues aunque los milicianos han detenido las columnas de Mola en la Sierra, por el sur y el oeste llegan las tropas golpistas compuestas fundamentalmente por mercenarios marroquíes y legionarios. En unos días heroicos Madrid se salva por segunda vez. Perea ha pasado a mandar primero un regimiento, luego ya en diciembre una brigada. A su cargo tiene el frente que va desde la carretera de La Coruña al norte hasta la Casa de Campo al poniente pasando por el célebre Puente de los Franceses. Al empezar el año se ha de hacer cargo ya de una división, en febrero sustituye al general Kléber en el mismo frente de Madrid, y en mayo se encuentra en Guadalajara al frente de un cuerpo de ejército.
Siempre procura tener consigo a sus hombres, los mismos con los que combatió en Navafría, que se incrementan continuamente con entusiastas luchadores a cuyos oídos llega su fama de verdadero jefe militar. Ha formado un sólido equipo algunos de cuyos componentes le acompañarán toda la guerra, hace ascender a los que más destacan y trata a todos con energía pero con respeto y verdadero afecto.
Más avanzada la guerra, escribió: “(comprendí) la elevada conveniencia de la frecuente concesión de permisos a los combatientes que era una cura de reposo a sus nervios excitados por el invisible bombardeo de la amenaza constante de perder la vida. Permisos, cines, teatros, cabarets, y comidas extraordinarias son tan necesarios en la guerra como las armas automáticas o la aviación de combate. En el frente (...) mantenía constantemente un porcentaje de las fuerzas en permiso. Y cada hombre, al salir de la zona del ejército, llevaba consigo sus raciones correspondientes a los días de permiso que disfrutaba. Jamás tuve que arrepentirme de una medida que actuando como un sedante fortalecía la moral y los nervios de los soldados.”
En setiembre se hace cargo del Xº Cuerpo de Ejército, y en octubre sustituye al general Casado al frente del XXI Cuerpo de Ejército en el frente de Aragón. Seis meses después y tras el desastre consecuente a la batalla de Teruel y el corte del territorio leal en dos con la llegada de los alzados a Vinarós en abril del 38, se le encarga reorganizar el Ejército del Este, que junto al Ejército del Ebro conformarán el Grupo de Ejércitos de la Región Oriental, GERO. Este Ejército había sufrido bajo el mando del general Pozas una completa crisis y se encontraba prácticamente desorganizado, vencido y desmoralizado. Con grandes esfuerzos y en un plazo brevísimo Perea conseguirá convertirlo en una magnífica fuerza de combate, entusiasta y disciplinada, y con él acabará la guerra en febrero del 39 cubriendo la retirada a Francia tanto de los restos del maltrecho y derrotado Ejército del Ebro como de los cientos de miles de refugiados civiles que huyen del terror franquista en Cataluña hacia la frontera. En el momento de la retirada el presidente Negrín le asciende a general, nombramiento que él rompe indignado, considerándole uno de los grandes culpables de la derrota.
De sus memorias se deduce que fue uno de los últimos soldados en pasar la frontera junto a su reducida plana mayor. Allí lloró la derrota de sus ideales, la pérdida de los anhelos de millones de ciudadanos españoles ante la barbarie fascista. Luego llegó el exilio, tres años en Francia y la partida en el último barco que en marzo del 42 consigue salir de Casablanca rumbo a México llevando a bordo casi mil refugiados españoles. México representa el arduo intento de rehacer la vida lejos de España.
En 1957 quien había sido su jefe militar a quien también culpaba en grado máximo de la derrota, pero a quien manifestó siempre admiración y consideración personal, el general Rojo, pidió volver a España, y el astuto Muñoz Grandes, le negoció su vuelta, que fue aceptada oficialmente a primeros de año, para dejarle ese regalo envenenado a sus colegas del gobierno días antes de ser cesado por Franco como Ministro del Ejército y de ser a cambio ascendido al empleo de capitán general. No imaginaba Rojo que todo era una sucia maniobra del militar y político que utilizaba su regreso para fines netamente bastardos. Rojo vivió sus últimos años en España prisionero, juzgado y condenado a treinta años de cárcel, amnistiado, y teniendo que presentarse semanalmente a la policía, uno de cuyos agentes le marcaba domicilio, salidas y todo tipo de movimientos, sin pasaporte y continuamente humillado por el Régimen.
Quizás animado por la noticia de haber sido aceptado el regreso de Rojo, solicitó Perea en el 58 su vuelta a España que obviamente le fue denegada de forma automática. Frustrado el intento continuó la acción política desde su exilio. En 1966 viaja a París donde entra en contacto con resistentes y exiliados, entre ellos Cipriano Mera, viaja a la recién independizada Argelia donde encuentra buena acogida y donde ya están establecidos algunos núcleos de exiliados españoles, y se dedica a la organización de un grupo político armado cuyo objetivo es la proclamación de la IIIª República, consigue algunos apoyos y entre ellos el del propio gobierno revolucionario argelino. Eran los años en que se crearon numerosas organizaciones con el fin de luchar contra la dictadura ante el evidente fracaso y la división interna del Partido Comunista y el auge de los movimientos revolucionarios en todo el mundo con el Che, Ho Chi Min, Lumumba y Ben Barka a la cabeza, eran los años del capitán Bayo, del Directorio Revolucionario Ibérico de Liberación de Galvao y el Santa María y el asesinato del general portugués exiliado Humberto Delgado en Badajoz, de la creación del FRAP y la ETA y del principio de las grandes huelgas en el interior.
La muerte le cogió en Argelia en setiembre del 67. Había cumplido setenta y siete años de lucha incansable. Pocos meses después se declararía el primero de los largos y violentos Estados de Excepción que acompañaron hasta el final la cruda agonía de la dictadura.

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Este libro de memorias acerca de la guerra de España fue escrito en el primer exilio del general, en Niza, a finales de 1939. Ya había aparecido el “¡Alerta los pueblos!” de Vicente Rojo, en el que el hombre que dirigió la estrategia militar de toda la guerra exponía sus razones  y su visión de los aciagos hechos recién pasados. Quizás esto sirvió de acicate a Perea para sentarse de nuevo a la máquina y redactar su texto.
El libro es una reflexión sobre la estrategia seguida por los tres gobiernos que bajo la presidencia de Largo primero y de Negrín después y teniendo como ministros de la guerra al propio Largo, a Prieto y finalmente al propio doctor Negrín, acabaron en la debacle del 39. En él se responsabiliza directamente a Negrín y a Rojo de la derrota, pero no por su falta de cualidades, que Perea no sólo reconoce sino que ensalza y alaba de forma sincera y clara, sino por su sujeción a las decisiones e intereses del Partido Comunista a quien considera verdadero culpable de la derrota.
En su recorrido por los tres años de guerra el autor desgrana sus diferentes destinos y la actividad en los frentes en los que hubo de luchar, pero esto no debe hacernos creer que es un típico texto de campaña. Mucho más allá de la descripción de los diferentes avatares militares el libro profundiza en dos aspectos muy poco corrientes en nuestra literatura de memorias sobre la guerra: el sentido de esa guerra y la comprensión política de los militares que la debían dirigir, fuesen estos de carrera o de milicias. El hecho curioso es que estos análisis, a veces de una brillantez extraordinaria, los hace precisamente un militar profesional de la escala de clase de tropa, que se declara fuertemente antimilitarista, y que en su carrera profesional alcanzará el generalato, seguramente caso único en la historia de España.
Que era un verdadero conductor de hombres, un verdadero jefe militar no ofrece duda alguna por su trayectoria y su comprensión de los hechos, pero que era además uno de los pocos militares españoles que estaba verdaderamente al día de los grandes estudios de táctica y estrategia moderna tampoco puede dudarse. Además de su entusiasmo por la lectura y de su buen conocimiento del francés y del inglés, Perea debió meditar mucho sobre su larga experiencia militar en Marruecos. Allí lucharon casi todos los militares profesionales que participaron en la guerra civil, pero son muy pocos los que supieron sacar conclusiones valiosas y ordenar un verdadero pensamiento sobre los problemas de aquella guerra.
Para Perea es más importante lo aprendido en las lecciones de la historia, y concretamente en las de la Guerra Europea del 16, que la absurda lucha contra la insurgencia rifeña. En aquellas luchas los militares españoles habían desarrollado una táctica primitiva y francamente burda consistente en enfrentar enormes contingentes humanos a las pequeñas harcas indígenas, lo que había llevado al fin al desastre de Annual y Monte Arruit, con quince mil muertos entre las tropas españolas, como no podía ser de otra manera. La solución pensaron encontrarla con la creación de cuerpos militares mercenarios ya que la guerra de Marruecos había llevado al país al más profundo desastre social y político. No había ni un solo pueblo de España que no hubiera enterrado sus jóvenes hijos muertos en aquella guerra, y eso pocos años después de otra experiencia similar, la guerra de Cuba, en la que habían muerto también miles de soldados españoles enfrentados con idéntica táctica a la insurgencia cubana.
Obviamente esa forma de hacer la guerra sólo podía llevarse a cabo con una oficialidad despótica y verdaderamente criminal que no le importara demasiado la pérdida de combatientes propios para llevar adelante cada pequeña acción. A esto habría que añadir los métodos verdaderamente inhumanos de aquellas guerras, la de Cuba con Weyler, que a pesar de ser liberal y partidario del establecimiento de un régimen de libertades en España, fue un modelo de inaudita violencia en la isla, y los brutales métodos de los generales llamados africanistas en Marruecos que no dudaron en usar profusamente el bombardeo con gas mostaza sobre la población civil indígena y cuyos legionarios desfilaban tras las batallas en las que hubieran participado con collares hechos con las orejas de los enemigos muertos.
Ninguno de aquellos militares tenía más experiencia de la guerra que la obtenida en esta lucha insensata, ninguno había participado nunca en una guerra de verdad, ni había visitado los campos de batalla de Europa durante la contienda del 16, ni habían estudiado los numerosos textos que tras ella se habían publicado en Francia, Gran Bretaña, Alemania y otros países, ni habían asistido más que a las simplonas Academias militares españolas en las que salvo en la de Artillería y en la reciente de Estado Mayor poco más que las cuatro reglas se aprendía fuera de la instrucción militar. Ninguno, salvo Rojo que pronto pidió la baja en Marruecos y se dedicó al estudio de los problemas de estrategia y táctica. Algunos pocos, especialmente en el Ejército leal, sabían idiomas y tenían alguna afición al estudio, incluso Matallana tenía la carrera de derecho y Guarner, Miaja o algunos más tenían verdaderas inquietudes intelectuales y una manifiesta actitud humanista. El comandante Virgilio Leret, el primer fusilado por su lealtad a la República en Melilla, era incluso un extraordinario ingeniero que patentó uno de los primeros turborreactores del mundo, y el general Herrera, que con el tiempo llegaría a ser Presidente del Consejo de Ministros del Gobierno de la República en el exilio, era un brillante estudioso de balística y estudios espaciales de categoría internacional.
Perea, que nunca había pisado una Academia militar pero que tenía una cabeza privilegiada para el estudio, sacó conclusiones muy diferentes a las de sus compañeros de la guerra de África sobre táctica y logística. Conclusiones que le llevaron a considerar el centro de la acción en la forma en que el militar profesional debe dirigir a sus hombres y en las ideas de humanidad que deberían presidir siempre su acción. La masonería desde sus orígenes había enseñado que las guerras pueden ser inevitables pero la crueldad es perfectamente evitable y no debe ser parte de la guerra, esto que él parecía comprender muy bien resultaba algo ajeno a la inmensa mayoría de sus compañeros de armas africanistas.
Cuando acabada la guerra ha de retirarse a la frontera francesa lleva consigo con grandes esfuerzos cerca de mil prisioneros que tenía en su poder en el Ejército del Este, y al llegar a la frontera les deja en libertad para regresar a sus casas. Más de seiscientos decidieron entonces exiliarse con sus guardianes a Francia en vez de pasarse a las tropas de Franco. Muchos de aquellos soldados de los ejércitos franquistas eran verdaderos prisioneros de guerra cogidos tras la rendición de tropas republicanas que eran obligados a avanzar en el frente llevando detrás a oficiales cuyas pistolas no apuntaban al otro lado de las trincheras sino a la espalda de sus propios soldados. Por el contrario sus escasísimos castigos durante la guerra a soldados propios se debieron siempre a brutales delitos criminales de los hombres que fueron luego fusilados, él mismo nos da noticia sucinta de una violación y robo de una mujer por dos de sus soldados y poco más.
Por desgracia en el Ejército Popular la violencia gratuita tuvo también presencia, no con generales como Miaja o muchos otros, pero si en dos casos bien recogidos por los propios testigos republicanos: Lister y Andre Marty, que sabían detener una retirada a base de matar a los primeros soldados que retrocediesen, o que disponían de las vidas de sus hombres con una frivolidad pasmosa. Fueron casos excepcionales pero existieron y era algo sabido por todos.
La obsesión de Perea son sus hombres, su preparación, su disciplina, su comprensión de los objetivos, su moral, y dentro de la enorme dureza de la vida de campaña, su mayor bienestar posible. Es perfectamente consciente de que el armamento es muy importante, que la intendencia es fundamental, que el dominio del aíre es clave, que todo lo que exigen continuamente los generales republicanos es absolutamente necesario, pero por encima de todo ello piensa que la guerra se gana o se pierde con hombres, con los mejores combatientes. Cree en la necesidad de seleccionar y ascender continuamente a los mejores, sin mirar carnés de partido ni permitir el menor favoritismo, y cree en la necesidad de tener y formar continuamente buenos soldados con la más alta moral y la mayor confianza en jefes bien capacitados. Él conoce a cada uno de sus hombres y se preocupa de ellos cada día y les mantiene en continua voluntad de luchar, les hace trabajar sin pausa pero les cuida y ayuda en todo y no duda en ponerse a su frente en todo momento.
En aquella guerra se experimentaron muchas cosas que no se habían conocido nunca en el arte militar. Es bien sabido que fue la primera guerra en la que la aviación fue el arma decisiva. Es sabido también que fue la primera guerra moderna en la que se utilizaron los bombardeos masivos sobre la población civil para hundir la moral de la retaguardia, si bien esta monstruosidad sólo se dio por parte de los generales golpistas y sus duros aliados italianos y alemanes. Miles de muertos en Gernika, Durango, Madrid, Barcelona y otras ciudades son testigos de ello. Lo que aún no está demasiado estudiado es que fue la primera guerra en la que un ejército popular formado por obreros y campesinos sin previa instrucción militar supo luchar adecuadamente durante años contra un ejército regular bien armado y entrenado. No fue ese el caso de la revolución rusa pues el Ejército Rojo sólo pudo formarse gracias a los miles de soldados que huían del frente al final de la Guerra Europea, ni el caso de la revolución mexicana ya que la insurgencia campesina se enfrentaba a fuerzas oficiales en plena descomposición y de no excesivo peso. La experiencia española era insólita y surgía de una previsión equivocada de los militares golpistas. Ellos habían pensado en un golpe de Estado que les diese el poder en días, y ese golpe fracasó gracias a la decisión y valor de cientos de miles de obreros y campesinos que se enfrentaron en las ciudades y el campo a los golpistas, inmediatamente pensaron en un pronunciamiento de estilo decimonónico y ese pronunciamiento fracasó también ante la dura resistencia de ciudades y pueblos, por fin hubieron de verse lanzados a una feroz guerra que Franco aprovechó para asegurarse tener todo el poder en el bando de los militares desleales, lo que le llevó a prolongar la lucha en los primeros meses y luego le sirvió para organizar una aparato de represión masivo que cercenara radicalmente toda resistencia en los territorios que iba ocupando. Para Franco y sus generales la cuestión de las bajas era un simple problema de número y dinero y de ambas cosas se vio sobrado en poco tiempo.
El hecho es que el resultado de tan inesperadas circunstancias provocó una guerra insólita. El gobierno que se encontró sin ejército en pocos días y que hubo de permitir armar al pueblo bajo el sólo control de sindicatos y partidos de izquierda, fue capaz de organizar un fuerte ejército en pocos meses. Utilizó a cuadros sindicales, a revolucionarios preparados en la clandestinidad y a un puñado de militares leales. La inmensa mayoría de la oficialidad se había situado en el bando de los sublevados, no así coroneles y generales que o bien por no querer hundir su carrera profesional si los alzados fracasaban, por verdadero convencimiento y lealtad a las instituciones, o en última instancia por fuerza mayor, permanecieron en buen número al lado del gobierno legítimo. Fue preciso entonces crear cuadros militares en condiciones de mucha dificultad y en plazo brevísimo, instruir a la tropa recién formada y poco predispuesta a la disciplina militar, armarla de forma regular, formar unidades capaces, organizar Estados Mayores y crear una logística adecuada.
Todo eso se consiguió en pocos meses y a principios de año, la República disponía ya de un verdadero ejército popular capaz de combatir de forma regular, había un mando único y un Estado Mayor Central, escuelas de capacitación para oficiales, logística y se empezaba a disponer de armamento y munición.
Pero era un ejército inmensamente pobre y un gobierno inmensamente aislado. Alemania, Italia y Portugal combatían abiertamente al lado de los golpistas con miles de soldados, aviación, tanques, artillería y todo tipo de suministros militares, Inglaterra apoyaba hipócritamente a los militares sublevados mientras defendía públicamente una supuesta no intervención, Francia se paralizaba ante la dura imposición de Alemania, Italia y Gran Bretaña y de unos gobiernos débiles y cobardes, los Estados Unidos suministraban petróleo en abundancia a los sublevados mientras se lo negaban al gobierno legítimo, en media Europa imperaban ya gobiernos autoritarios, fascistas o simplemente ultraconservadores, Sólo la URSS y México se mostraban dispuestas a apoyar al gobierno republicano.
Y aquel ejército hubo de inventar una suerte de guerra de los pobres. Aprendió a suplir la falta de material con hombres, la falta de oficiales profesionales, con milicianos entusiastas que estudiaban a toda prisa el arte militar, la falta de logística inventando medios de transporte, haciendo caminos donde no había más que trochas de montaña, y sobre todo fortificando, haciendo la guerra defensiva.
Durante los primeros meses esa suerte de guerra defensiva consistió en fortificar, atrincherarse, pero también en atacar, en desordenar las filas enemigas y aprender a buscar los puntos débiles del contrario. Luego poco a poco la táctica fue variando ante la falta de material y de actividad real y la mayor parte de los frentes se estabilizaban fortificando. Madrid llegó a ser inexpugnable, como de hecho ocurrió cuando sólo el hambre y la desmoralización permitieron al cabo de los años entrar a las tropas desleales en la capital.
Del conjunto de militares profesionales que se hubieron de hacer cargo de la dirección de la guerra un buen número hubo de limitarse a aplicar principios elementales de táctica defensiva, sólo unos pocos pudieron destacar por sus propuestas más elaboradas, y de entre ellos el principal fue Rojo.
Ideó la creación de un ejército poderoso capaz de maniobrar dejando a los demás ejércitos en situación precaria pero confiando en la capacidad de ese ejército bien formado de golpear continuamente a los alzados en cualquier punto que ellos no lo esperasen. Así creo primero el Ejército de Maniobra y más tarde el Ejército del Ebro, que repetidamente obligaron a los alzados a ir a la zaga de su estrategia, que según pensaba el gobierno debería consistir en aguantar y resistir con la vista puesta en la gravísima situación internacional que era seguro que tarde o temprano estallaría obligando a Gran bretaña y Francia a apoyar decididamente a la República. Resistir es vencer fue la consigna durante año y medio de guerra.
Sin duda era una buena estrategia, quizás la única posible, pero por desgracia no fue acompañada de una táctica adecuada. La absoluta dependencia de los suministros soviéticos en armamento hizo supeditarse de forma radical al gobierno a la influencia del Partido Comunista, que desde luego carecía de capacidad de decisión propia y sólo era cadena de transmisión de las decisiones tomadas en Moscú, las cuales no parecían tener como referencia los intereses de la República española si no los de supervivencia del régimen soviético en la propia URSS. Así fueron ocurriendo sucesivas desgracias y errores políticos gravísimos, primero la crisis de mayo del 37 con la liquidación del POUM y la práctica inmovilización de la CNT, luego la batalla de Teruel, necesario objetivo estratégico pero pésimamente planteada desde el punto de vista táctico, por último la creación de ese Ejército del Ebro netamente comunista en cuya dirección había más caudillos populares que verdaderos jefes militares y que a la postre hubo de ser dirigido directamente por asesores soviéticos y por el propio general Rojo en persona. Por último la decisión de lanzar la batalla del Ebro que a pesar de su triunfo inicial, llevó indirectamente al gobierno a la derrota final. Absurdos experimentos en el uso de acorazados, la imposibilidad por razones partidistas de tener un verdadero mando único para las tres armas en liza, ya que la aviación fue feudo exclusivo de los soviéticos que sólo nominalmente dependían del Ministerio de la Guerra, y la marina fue campo de batalla de socialistas y comunistas hasta el punto de mantenerla prácticamente paralizada. Estas y otras equivocaciones contribuyeron de forma decisiva a que cuando Alemania dio un puñetazo en la mesa en el otoño del 38 con la ocupación de Checoslovaquia, y Gran Bretaña y Francia decidieron aceptar los hechos consumados en vez de detener la agresividad nazi, la derrota de la República se convirtió en algo casi inevitable.
Sólo Perea parece haber planteado el problema desde un punto de vista diferente. Para él el problema de estrategia está bien planteado por Rojo y Negrín pero falta una táctica adecuada. Cree y defiende que hay que tener los frentes activos, que es guerra defensiva y que por eso precisamente hay que golpear continuamente al enemigo en vez de parapetarse indefinidamente tras buenas trincheras y refugios, y pone el centro de gravedad de aquella guerra en la moral de los combatientes y la profesionalidad y capacidad de mando de sus jefes tanto si son de carrera como de milicias, piensa que la moral de los combatientes exige eliminar las continuas y crudas disputas políticas interpartidistas en el seno del ejército, que el mando tiene la obligación de impedir que la política de partido domine la vida de las unidades, que los carnés no pueden ser nunca objeto de mercadeo para conseguir ascensos o posiciones de poder, que es preciso imponer una dirección militar suprema capaz de controlar a todos los partidos y especialmente al comunista, que no sería malo crear un general en jefe supremo y que éste puede ser Miaja como muchos defendían y él parecía exigir, o incluso Rojo, pero que fuese capaz de actuar con plenos poderes militares y no verse supeditado al omnímodo poder de los asesores soviéticos y las continuas pugnas de partido.
En Guadalajara descubre una importante brecha de enorme amplitud en el frente enemigo que le permitiría abrir el frente en dirección a Zaragoza en muchos kilómetros.  Propone atacar con su IV Ejército y con eso dejar libre cualquier acción contra Teruel que era un formidable bastión fascista clavado en forma de peligrosa cuña en un área neurálgica del territorio republicano, pero el éxito de su acción se basaría en la utilización de unidades fundamentalmente anarquistas y en el apoyo guerrillero libertario en Aragón, no desprecia y por el contrario apoya con entusiasmo a sus oficiales y jefes comunistas de su ejército, pero se niega obstinadamente a tener un ejército de militancia partidista y eso le crea fuertes problemas con la dirección soviética y el propio gobierno. Al final será cesado en su mando por su continua crítica a la política partidista del Ministerio.
La decisión suprema es la de hacer actuar a tropas de exclusivo mando comunistas en Teruel y la batalla no sólo se acaba perdiendo sino que al final lleva a la ruptura del territorio controlado por el gobierno en dos partes separadas.
Luego rehace con grandes esfuerzos el Ejército del Este que tenía a su cargo la defensa de Cataluña entre el Ebro y la frontera francesa y propone una fuerte maniobra de envolvimiento al norte del río que hiciera retroceder a los franquistas muchos kilómetros y hubiera dado un triunfo relativamente fácil al gobierno y un descanso a las tropas que defendían Valencia, pero una vez más no tiene la confianza de los asesores soviéticos aunque ya su ejército está dirigido en su mayoría por buenos combatientes comunistas, pero no esos que el Partido ha decidido que han de ser ensalzados y elevados oficialmente por razones puramente internas. Al final se decidirá una ofensiva pasando el río y combatiendo con el mismo a la espalda en una de las batallas mas duras que ha conocido el siglo XX, batalla que deberá llevar a cabo no el Ejercito del Este sino el mimado Ejército del Ebro, bien armado y abastecido con el mejor armamento que proporciona la URSS. El desgaste de las tropas republicanas fue excesivo y a él hubo de añadirse el claro dominio del aíre por los italoalemanes y el error táctico de ofrecer en la Sociedad de Naciones la salida de las Brigadas Internacionales, cosa que no fue en absoluto correspondida por los franquistas con la salida de sus cerca doscientos mil soldados extranjeros, como era evidente que había de ocurrir. La batalla del Ebro trae como consecuencia la ofensiva meses después de los franquistas en Cataluña y la derrota final.
Perea criticó duramente los errores tácticos, que eran evidente consecuencia de decisiones partidistas tomadas por un gobierno excesivamente supeditado al Partido Comunista y a la URSS de quienes dependían absolutamente para mantener abastecidos los frentes.
Más allá de esta crítica de claro sentido militar y fuerte implicación política, Perea descubre su genio en la concepción misma de la guerra. En medio de la debacle de la retirada de Cataluña exige de forma irritada al gobierno y al Estado Mayor su pase a la zona centro donde hay cientos de miles de soldados inactivos y un inmenso territorio bajo control del gobierno. Ignora seguramente el estado de la mayor parte de esas tropas, sin munición, ni vestimenta, con la retaguardia profundamente desmoralizada y falto de actividad durante meses, pero él cree en los hombres, cree en los combatientes y en los jefes militares surgidos de la tropa, como él un cuarto de siglo antes, y solo él parece confiar en esa estrategia. El gobierno no cree ya en nada y Rojo decide no volver al interior después de la gran derrota de Cataluña. La guerra se acaba sin esperanzas mientras Perea grita indignado contra esa innata desconfianza en los anónimos defensores de la República que carecen de verdaderos jefes y cuyos líderes son más producto de la propaganda que de la lucha real. Es un hombre solo, sabe que ni los militares profesionales de Academia ni los milicianos ascendidos más por intereses partidistas que por verdaderos méritos militares le pueden comprender. Renuncia a todo y pasa a Francia sin esperanzas de volver.
Siempre estuvo cerca de la central anarcosindicalista, Cipriano Mera fue, junto a Fernando de Buen, hijo del gran científico prisionero de los franquistas, su mejor amigo durante aquellos duros años, Apoyó con entusiasmo y animó en todo momento a Etelvino Vega, a Nilamón Toral y a José del Barrio, jefes de sus grandes unidades, militantes comunistas y fieles ante todo a la República y a su jefe militar, tuvo también bajo su mando desde los primeros días aunque no en todo momento a Paco Galán hermano de su gran compañero de conspiraciones que pagó con su vida el intento de proclamar la República Fermín Galán, también de militancia comunista, que sin embargo y a pesar de lo mucho que le apreciaba hubo de ser destituido al final por sufrir una fuerte crisis emocional en la retirada de Cataluña. Nunca permitió que la amistad o sus personales preferencias le impidieran tomar las decisiones que militarmente la marcha de la guerra urgían, como prueban estos casos, nunca permitió que ningún partido controlara sus tropas y a pesar de sus duras críticas a la dirección comunista y a los asesores soviéticos, su libro está lleno de alabanzas y elogios a docenas de militantes comunistas y a los asesores soviéticos que trabajaron con él. Critica muy duramente al Campesino, a Lister y a Modesto pero no hace mención alguna negativa de Tagüeña a quien probablemente debía considerar un buen cuadro militar de milicias como realmente lo era. Lister y el Campesino eran simples caudillos populares más cercanos a los jefes guerrilleros de 1808 que a los mandos que una guerra moderna de grandes unidades precisaban, Modesto es un caso más complejo, pues no le faltaban cualidades militares, pero Perea le hace objeto de una inquina especial sin duda más por lo que significaba que por lo que era en realidad. Su triste final alcoholizado en Praga años después nos habla de un hombre que hubo de actuar muy por encima de sus posibilidades y que no podía cumplir con la enorme responsabilidad que su partido había echado sobre sus espaldas. De Cordón hace poca mención y la poca que hace la hace con cierto tono despectivo, hacia Hidalgo de Cisneros muestra un evidente desprecio, Pozas le resulta penoso, a Hernández Sarabia, bajo cuyo mando hubo de combatir en condiciones extremas, le considera un cero a la izquierda. Respeta y admira a Rojo y a Miaja, y cree que Negrín y Prieto eran verdaderos estadistas que no estuvieron a la altura de las circunstancias, uno por supeditarse al PC y otro por no creer en la posibilidad de ganar la guerra. Desprecia profundamente a Azaña a quien considera un verdadero estorbo en aquellas condiciones difíciles que hubieran exigido al frente del Estado a un hombre enérgico, decidido a ganar, capaz de crear confianza en el pueblo. Respeta y admira a Kleber a quien acabó sustituyendo en el frente de Madrid tras su purga por la dirección soviética, pero por encima de todo admira a cada uno de los anónimos combatientes que defendían cada día la República en las trincheras luchando no sólo contra un enemigo implacable sino también contra unos mandos políticos y militares incapaces de confiar en ellos y apoyarles sin condiciones en su lucha.
Repetidas veces desde el principio de las hostilidades le habían ofrecido entrar en el Parido Comunista y elevarle a los más altos puestos. Su negativa fue siempre rotunda y clara. Se sentía más cerca del universo libertario que de la rígida militancia comunista, y pensaba que para dirigir un ejército hacían falta mandos nacidos de él en el fragor de la lucha diaria, como lo era él mismo, más que profesionales llegados de la lejana URSS que difícilmente comprenderían la sicología y las necesidades reales de aquellos combatientes tan distintos a ellos.
Su derrota no fue la derrota de unas ideas sino de una equivocada táctica y de una oscura forma de entender el mando militar. Por eso siguió luchando con el mismo ardor hasta el final de sus días. Creía en su pueblo, y vencidos y derrotados le veía volver a levantarse cada día durante los duros años de la dictadura, y no quiso que faltara a su lado quien desde niño había luchado siempre por los mismos ideales con sus mismos compañeros. Él era uno más de aquellos miles de combatientes y nunca faltó a su puesto, anónimo o destacado, en la lucha diaria. Era un jefe natural y sabía que sólo se puede ser un buen dirigente unido sólidamente a su pueblo. Era un rebelde más que un revolucionario, un incansable luchador por la libertad. “Donde hay opresión hay rebeldía, busquemos el foco” ese era ante todo el estratega, el militar surgido del corazón del pueblo. Nunca pidió ni quiso nada para él mismo pero nunca eludió las más difíciles responsabilidades en el mando. Ese fue el hombre.
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Esta es la primera edición de estas memorias de la guerra de España escritas en 1939 en el primer exilio del general. Por muy variadas razones ha permanecido inédito hasta la fecha a pesar del esfuerzo de los hijos del general por llevar a sus conciudadanos la memoria de su padre. El manuscrito se conserva en manos de ellos junto a gran cantidad de material documental fotográfico hoy rescatado para la memoria colectiva con la ayuda de la Asociación Archivo Guerra y Exilio (AGE) y del Arxiu Nacional de Catalunya. La edición ha sido posible gracias al esfuerzo de la Asociación Archivo Guerra y Exilio (AGE) y a los hijos del general que han realizado conjuntamente un esfuerzo considerable para que esta memoria forme definitivamente parte del colectivo cultural de nuestro pueblo y nuestra historia. 

 Juan Barceló
Prólogo al libro del general republicano Juan Perea, "Los culpables"

LAS GUERRAS DE LOS NIÑOS REPUBLICANOS (1936-1995)

 

Vivimos en un mundo que pretende ser definido por un cierto sentido humanitario. Para ello ha sido preciso construir un velo que oculte las profundas y verdaderas razones de las guerras provocadas por el control del petróleo, el dominio de la agricultura transgénica, las materias primas minerales yacentes en los países más míseros, esa mezcla de esclavitud y proletarización que es la emigración masiva, el crimen mafioso y los ejércitos privados pret a porter.
Hay muchas cosas que se hacen sólo para ser vistas, muchas más deben de permanecer ocultas. Para lo primero están las organizaciones filantrópicas, ahora llamadas solidarias para alejarlas de toda consonancia masónica. Para ser ocultadas las que son causa y motivo de los quehaceres de estas organizaciones. Así, se nos muestran catástrofes y guerras terribles, donde una vez más en la historia las víctimas no son principalmente los soldados combatientes, sino ciudadanos inseguros, sorprendidos, desplazados, huidos, aterrados, perseguidos, vencidos por el hambre y la desesperación. Y niños, miles, millones de niños que nunca quisieron hacer ninguna guerra ni nunca desearon más que empezar a vivir y se hunden en un profundo abismo convertidos en sus más tristes protagonistas.
Niños en medio de las guerras, niños destrozados por los bombardeos, por las balas, por el hambre, por el cansancio agotador, niños jugando a la guerra, niños con pistolas en las manos, niños haciendo la guerra, niños fusilando prisioneros, niños asesinando, violando, cargados de coca hasta la locura, cargados de desesperación, de odio inesperado, de angustia, sin salidas, sin esperanza, sin más futuro que la muerte. Dándola o recibiéndola. Carne de cañón barata, abundante, inútil ya para otros menesteres.
Este es ahora el mundo. Para demasiados niños la única esperanza nace de la muerte, la única razón para seguir viviendo, de la ración de cocaína, y al fin, su único objetivo es sobrevivir.
Los tiempos han cambiado algo. Hace sesenta años un largo periodo de guerras en el mundo se inauguraba con el intento fallido de golpe de Estado de un grupo de generales contra la legalidad republicana en España. Tras el fracaso de los generales ante la férrea resistencia del pueblo decidido a defender las libertades y el derecho a una vida digna en una sociedad democrática, comenzó una lucha feroz entre las fuerzas más oscurantistas y reaccionarias y los pueblos del mundo. De todas las naciones llegaron miles de entusiastas defensores de la República y la libertad y de cada pueblo y cada barrio salieron cientos de miles de voluntarios dispuestos a impedir al triunfo de la reacción.
Tres años duró aquella primera batalla entre los fascismos y el ansia de libertad. Fueron tres años terribles para el pueblo, murieron en el intento cientos de miles de luchadores, muchos en el frente, pero muchos más en los paredones y las cunetas, fusilados, desaparecidos, torturados, asesinados. La masacre inicial dio paso con los años a una metódica y tranquila masacre espesa y oscura. Cuarenta años de cárceles, torturas, asesinatos y miseria fueron haciendo su efecto y la memoria de aquella guerra se fue convirtiendo en memoria del miedo, memoria del terror mantenido, memoria del silencio y el exilio.
Pero fracasaron. Fracasaron los militares, fracasaron los clérigos, fracasaron los señores del campo, las minas y el hambre, fracasaron a pesar de todo porque ni un solo día de esa larga noche de piedra dejaron de levantarse una y mil voces exigiendo libertad, exigiendo justicia, gritando en las calles, escribiendo consignas en los muros de las ciudades, llamando a la huelga en las fábricas, repartiendo propaganda clandestina, organizando la resistencia, luchando, en suma por la libertad. Ni un solo día pasó sin que esto ocurriera, y la memoria vivió, pasó de boca en boca, en el silencio de las familias donde faltaban hombres y mujeres, muertos, exiliados o encarcelados, en la hoja clandestina pasada de mano en mano en cada tajo, en cada pueblo, en cada barrio. Luchamos y al fin pudimos volver a transitar los caminos de libertad. Tal como en el hermano Chile anunciara antes de ser asesinado el compañero Allende “Volverán a abrirse las grandes avenidas.....” Y así ha sido.
Pero para todos los que lucharon entonces, antes o después, desde el principio o aunque fuera un solo día, para todos los que decidieron algún día no callar, no aceptar, no someterse, resistir, luchar, la lucha ni acabó al acabar la dictadura ni puede acabar nunca. Es un imperativo moral más allá, como todo imperativo moral, de circunstancias y dictadores, es un anhelo de libertad y justicia que denuncia todo crimen, toda explotación, toda humillación, todo odio racial, toda discriminación, toda injusticia. Y esa lucha se libra en las duras condiciones de la clandestinidad o en las duras condiciones de la democracia establecida. Y más en estos tiempos de reacción y violencia.
“Hay quienes luchan un día..... pero hay quienes luchan toda su vida y esos son los imprescindibles” decía en tiempos quizás tan oscuros como los que hoy vivimos Bertold Brecht, y uno de esos se llama Eduard Pons Prades. Luchó en el frente con diecisiete años contra el fascismo en España, luchó en la resistencia en tierras de Francia contra la ocupación nazi y sus buenos aliados franceses, y siguió luchando desde la dura clandestinidad contra la dictadura franquista, todos los días de su vida, pasando la frontera clandestinamente con propaganda, armas, organizando grupos de luchadores libertarios que se jugaban la vida cada día en las calles y en las fábricas y el campo, viajando sin parar en busca de apoyos, estudiando, escuchando al pueblo, escuchando a los compañeros, escuchando hasta a los enemigos por ver como defender la libertad. Observador finísimo de la realidad, negociador amplio deseoso de unir fuerzas y evitar dogmatismos, no dejando nunca de estudiar, de recomendar libros, lecturas, periódicos, cultura, acción, rebeldía. Ese es ha sido y será hasta que un día nos haya de faltar, el compañero Pons Prades.
Su lucha es por la justicia, por eso no deja de escribir, de recoger memoria oral, de preguntar a todos, de trabajar, de marchar a las radios, las televisiones, los periódicos, los ateneos, las tertulias, para dejar constancia de que siempre hay alguien a quien nada hará callar. Incisivo, tolerante, ocurrente, evidente en sus juicios, tiene una frase acertada, un comentario digno, un recuerdo para los compañeros caídos y una llamada de indignada atención sobre toda injusticia pasada y presente.
Hoy nos entrega este libro sobre los niños que sufrieron el exilio en la Guerra de España. Es un testimonio duro, tremendo, profundamente cargado de humanidad, ajeno a esa sensiblería prudente de nuestro entronizado humanitarismo oficial. Son duros alegatos que no hablan de miseria anónima ni condenan a una abstracta guerra desconocida. Señalan claramente con el dedo causas, sufrimientos, víctimas y verdugos. No hay en este libro oenegés pero si miles de ciudadanos anónimos solidarios con la causa de libertad que acogieron a esos niños huidos de la guerra en España en sus casas, en hogares colectivos, en escuelas improvisadas, que hicieron con ellos sus vidas, huyendo nuevamente del fascismo, luchando nuevamente por la libertad en peligro siempre. Y hay verdugos, hay hospicios franquistas donde se perdía el rastro de las familias encarceladas y huidas, hay campos de exterminio nazis donde los niños republicanos eran también exterminados, y cárceles para mujeres luchadoras donde miles de niños eran inocentes prisioneros obligados de la dictadura mientras durase la condena de sus familias.
Este es el libro que tienes entre las manos lector atento. No pierdas de vista lo que cuenta, pero más allá de lo que te va a contar escucha al compañero Eduard Pons Prades, su voz ha de vivir mientras haya injusticia en el mundo, y sus libros leerse mientras haya quien decida no callar ante el crimen, la opresión y dictadores y policías. Lee con atención, con él te llega la voz nunca perdida de quienes ayer sufrieron exilio y guerra siendo niños, mira ahora a tu alrededor. El libro habla con la voz de aquellos, pero habla de ti y de nuestro mundo. Ese es el testimonio, esa su lucha, esa nuestra voz, la de todo explotado, la de todo oprimido, la de toda víctima. Ese es el verdadero valor de este libro que hoy llega nuevamente hasta ti. Y ese el testimonio de un compañero libertario que nunca renunciará a levantar su voz en defensa de la libertad que siempre está en peligro.

                                                                                  Juan Barceló

N.B. Eduard Pons Prades es autor de numerosos libros en los que ha recogido la memoria oral de cientos de luchadores por la libertad. “Las guerras de los niños republicanos (1936-1995)” fue editado en el año 1997 por la editorial Compañía Literaria, actualmente desaparecida.
Eduard Pons Prades realizó una amplia labor de pensamiento y acción, y fue hasta su fallecimiento en el pasado 2004 miembro de la Junta Directiva de la Asociación Archivo Guerra y Exilio (AGE).