domingo, 10 de julio de 2011

LA IMAGEN DEL VENCEDOR

Lo importante para el vencedor es destruir la imagen del vencido. El conquistador mata, incendia, saquea, pero luego se retira con el botín conseguido y no pone empeño alguno más allá del simple latrocinio y la sangre gratuita.
El verdadero vencedor añade a la sangre una cuidada política destinada a los más altos fines que puede imaginar: comenzar una nueva etapa de la historia. Lo fundamental es entonces borrar la imagen que los vencidos y los mismos vencedores tenían de sí mismos.
Esa fue la esencia de la dictadura. Cuarenta años para grabar profundamente en nuestra historia una historia que no fue. Una artificiosa construcción a la que llamaron y hasta hoy llamamos, historia de España, que tenía la virtud de hacer tabla rasa de la historia que fue.
Años antes había habido otra dictadura en España. La ejerció un general burdo, simplista, alcoholizado y grosero. Uno de esos espadones decimonónicos con ínfulas de marqués de nuevo cuño y, a diferencia de sus recientes ancestros golpistas, profundamente reaccionario. Su paso por el poder fue una desgracia para el país: violencia gratuita, caciquismo protegido desde las más altas esferas del Estado y ejercido por medio de las más ruines bandas de pistoleros, clerigalla agresiva y totalizadora, incultura y censura. Pero el país no cambió, se empequeñeció y se encontró a sí mismo retrasado y ridículo, pero era el mismo país que a lo largo de siete años había soportado las excentricidades del espadón de turno. Al caer la dictadura por su propia estulticia y desorden, surgió viva, clara, sólida, toda aquella fuerza que nacida del pueblo, oscurecida y retenida durante aquellos años, proclamaba entusiasmada la IIª República Española.
Franco aprendió aquella lección. De aquellas dos españas de las que hablara nuestro Antonio Machado, sólo debía quedar una. Una, grande, libre, decían los vencedores. ¿Y la otra? La otra decretaron que no existía, que nunca había existido, que no era ni había sido nunca una españa. La llamaron la antiespaña y dedicaron meticulosamente todos sus esfuerzos a lo largo de cuarenta interminables años a su disección, ocultación y precisa eliminación material y espiritual. Desde Queipo de Llano, Serrano Suñer y el cardenal Gomá hasta Escribá de Balaguer, Tejero y Fraga Iribarne, cuarenta años de esfuerzo denodado para dejar claro cuál era, es y debería ser por los siglos de los siglos la historia única de un país llamado España.
Primero hicieron la limpia. La guadaña del fascismo, la hoguera inquisitorial de la Iglesia y la barbarie militar cercenaron las vidas y esperanzas de todo sospechoso, militante, simpatizante, amigo, pariente o simple conocido acusado por cualquier ambicioso oportunista de quienes habían creído que al fin las cosas podrían ser diferentes. Y también a los peligrosos masones, a los descreídos librepensadores, a los zafios socialistas barriobajeros, a los peligrosos libertarios, a quienes hubieran estado con ellos, o entre ellos, o cerca de ellos. Fue una metódica orgía de sangre que duró de 1936 a 1942. Ya lo había dicho Simón de Monfort setecientos años atrás en la matanza indiscriminada de los vecinos de Beziers acusados de defender a los herejes cátaros: “Matad a todos. Dios reconocerá a los suyos”. Es mejor pasarse que no llegar. Dios reconocerá a los suyos. Claro está, ya muertos.
Muertos, muertos, muertos, fusilados, paseados, torturados, desaparecidos, violados. Presos, presos en cárceles, en campos de concentración, en el Valle de los Caídos, en las minas de wolframio, en calabozos, comisarías, cuartelillos. Fue el terror, entre el silencio y el grito.
Eran sólo los prolegómenos. Cierto que fue también lo peor. Salvaje e indiscriminado hasta 1943, crudo, brutal y metódico hasta 1978 aún con Fraga de ministro de gobernación y sus ochenta y tres muertos de la transición. Uno por cada ocho días desde la muerte del dictador hasta las primeras elecciones libres, incluidos los cinco de Vitoria fríamente asesinados por la policía en una verdadera carnicería civil y los abogados de Atocha masacrados por pistoleros profesionales, crímenes que en cierta forma simbolizaron el final del ciclo de muerte y represión de aquella dictadura.
Pero este era sólo el trabajo burdo, el de los matarifes como Camilo Alonso Vega, Arias Navarro o Girón de Velasco. El trabajo fino era muy otro, y había de empezar desde el principio, desde la escuela. Creado ya el miedo, el terror, el silencio, lo importante no era ya matar a quienes defendieran unas ideas, sino a las mismas ideas. Nunca hubo otra españa: “¿Lo habéis oído bien niños de españa? Nunca hubo otra españa más que ésta en la que nacéis, vivís y habéis un día de morir. Apuntarlo en vuestras libretas con letra bien clara, hacer los palotes con el brazo en alto, gritar francofrancofranco arribaspaña hasta que quede rotundo, evidente, nunca hubo, ni hay ni habrá ya otra españa. Una, sólo una, no muy grande, nada libre, pero una, sólo una. La que veis, la que os da el vaso de leche de la ayuda americana en la escuela, la que os acoge generosa, hijos de rojos, la que os da de comer en el Auxilio Social, la de los campamentos del Frente de Juventudes, cara al sol, prietas las filas, montañas nevadas, isabel y fernando el espíritu impera moriremos besando la sagrada bandera. Francofrancofranco arribaspaña, mil veces repetido, dicho, escrito, gritado, desgañitado, hasta que todo se olvide, hasta que todo se ignore, hasta que la gran mentira sea definitivamente la única verdad.
No hay exilio, ni campos de concentración, ni a las cárceles van más que ladrones y criminales comunes, ni el garrote vil se aplica más que a probados asesinos, ni hay huidos en el monte, ni guerrilleros, sólo bandoleros, terroristas pagados por el oro extranjero. Ni tan siquiera memoria de todos ellos. Para ellos, sólo silencio.
Cuarenta años de soledad y silencio, de mentira oficial hecha verdad inapelable. Al fin no quedó nada. O casi nada.

Los exiliados fueron volviendo. Algunos. Veinticinco, treinta, cuarenta años después de su angustiada partida. Uno a uno, sin homenajes, humildemente, sin que nadie fuera a recibirles, sin sus antiguos hogares ni sus ateneos ni sus casas del pueblo ni amigos ni casi familiares. En silencio.
Los presos iban saliendo poco a poco, hasta la muerte del dictador en la noche, al alba, ocultos, con miedo, con profunda soledad. Después de 1975 poco a poco con esperanza. Fue la mayor lucha del tiempo final del franquismo. Libertad para los presos. Era la única condición para poder pasar página, libertad para todos los presos. Y salían con cuentagotas. Y para conseguirlo hubieron de morir ante las balas de la policía, de los pistoleros fascistas y de la guardia civil, ochenta y tres ciudadanos más. Pintando en las paredes libertad, gritando libertad en las calles, tragándose ese grito que pide libertad en las comisarías y los cuartelillos, cayendo torturados, callando como habían callado durante cuarenta interminables años, como callaron con pánico sus padres, como sus abuelos. Silencio, cuarenta años de silencio, de soledad, de humillación y forzado olvido. La memoria perdida.
Y llegó la democracia. Llegó, pero en ella no cabían todos. En ella estaban sólo verdaderos españoles, de uno y otro bando se dijo entonces, o mejor, más exacto, de cualquier ideología, pero sólo de un bando. No hubo sitio ni para exiliados, ni para guerrilleros, ni para desaparecidos, ni para olvidados. Firmaron la paz buenos ciudadanos, franquistas, representantes de la Iglesia católica, liberales democristianos de nuevo y viejo cuño, convencidos reformistas, empresarios con democrática visión de futuro, y también, sindicalistas callejeros, socialistas, nacionalistas, hasta comunistas, pero todos, todos, de la única españa, de la real, la verdadera, la indiscutida, la inventada, la fabricada en las escuelas del franquismo, en sus universidades, la que se crió al calor de los campamentos del Frente de Juventudes, bajo el acogedor manto de la sección femenina de las fet y las jons, la bendecida en sacristías, catequesis, direcciones espirituales, ejercicios de san ignacio, en procesiones del corpus bajo miles, millones de palios bajo los cuales se repetía anodina idéntica imagen: el panzudo dictador transustanciado en generalísimo.
Le hemos llamado transición: una paz firmada dentro, entre los buenos de todas las ideologías. Un pacto noble y generoso, un olvido, un adiós, una puerta que se cierra definitivamente para aquella españa del exilio, de la guerrilla, de las cárceles, del silencio.
Todos juntos pactaron cerrar esa puerta, cerrarla entre todos los de dentro, todos empujando duro para cerrarla, todos apretando con fuerza. Y al otro lado miles, millones de vivos y de muertos reclamando entrar, empujando para entrar, jalando unos de otros para que nadie quedase atrás, empujando empeñosos, golpeando desde su obligado silencio.
Allí se amontonaban junto a la Institución Libre de Enseñanza, la Agrupación Guerrillera de Galicia-León, junto a los penados del Valle de los Caídos, los miles de desaparecidos sin tumba ni nombre, enterrados en las cunetas, en el monte, olvidados, recordados en el silencio de la larga noche del fascismo sólo en la soledad de las casas cerradas, tras las ventanas, tras las cerradas puertas, tras la noche de silencio, en voz queda, muy baja, de padres a hijos, de abuelos a nietos, de vecinos a vecinos. Recordados con una vieja foto de uniforme, de aquel uniforme del ejército de la República con el que defendieron durante años la libertad de todos, de ellos y de sus hijos y nietos. Recordados a escondidas, visitados a escondidas, en Tolouse o París, con aquellas cartas casi anodinas enviadas desde el Dueso o Porlier o Santa María o la Modelo o Carabanchel o Yeserías o Martutene o tantas otras repetidas prisiones, y que acababan siempre diciendo eso de besa a mis hijos y diles que fui un hombre honrado que ha muerto injustamente. Y ahí se acaba todo. Cuatro papeles, cuatro fotos, cuatro historias contadas y recontadas en voz muy baja y sólo a los muy cercanos. Silencio, silencio, siempre silencio, soledad.
Pero seguían empujando, seguían exigiendo entrar, volver, estar, ser. Eran ellos, la otra españa, cansada y vencida, pero real, auténticamente real. Querían entrar en su casa, volver a su lugar, encontrarse en su historia, en la verdadera historia, la común, la de todos, la que sí fue, la que anduvo por el mundo, la que tuvo fe de vida y fe de muerte, la que contaban los libros de otros países llamándoles hijos suyos. En México, en Francia, en Rusia, en Argentina, en Inglaterra, en Italia, en Chile, en cualquier país del mundo donde se recordaba la gesta de un pueblo que defendió la libertad allá por los años treinta del pasado siglo, y a cuya llamada acudieron miles de voluntarios de todos los países en defensa de la libertad diciendo aquello de que si hoy cae Madrid mañana caerán Varsovia o París. Como así fue.
Y querían entrar, y todos desde dentro en un pacto de silencio sujetaban bien la puerta y empujaban fuerte para que nadie estropeara la fiesta de la democracia, para que nadie molestara, para tener por fin la fiesta en paz.
Y al fin quedó cerrada y hubo que sentarse a esperar. Veinte años aún hubo que esperar. Cierto que se hicieron entre tanto hermosos homenajes a insignes poetas del exilio, que se dieron charlas académicas, se publicaron olvidados libros de olvidados autores, se hicieron bonitas fotos junto al elocuente Alberti o al anciano Guillén. Cubrir el expediente, dejar claro que eran tan sólo egregios fantasmas de antaño. Nada que ver con la modernidad, nada que ver con la alegre movida madrileña, nada que ver con vistosas olimpiadas y universales quintocentenarios, con la españa real. Sombras, epifenómenos, memorables ancianos, batallitas de antaño. Nada importante en suma. Todos podían ver que ciertamente si esa había sido la otra españa casi merecía el olvido, respetándola, sí, recordándola, desde luego, metiendo con calzador en los libros de texto esos insignes cadáveres, esas egregias figuras de antaño que ya nada podían decir.
“Ellos, los vencedores Caínes sempiternos, de todo me arrancaron. Me dejan el destierro. Un día, tú ya libre de la mentira de ellos, me buscarás. Entonces ¿Qué ha de decir un muerto?”
Y pasaron los años. Pero algo chirriaba, algo se torcía. Por los resquicios de cada casa, por entre los muros agrietados que cercaban la vieja españa, desde los escondidos baúles guardados en los desvanes, desde cada hogar, cada casa, cada pueblo, cada ciudad, cada país, salían poco a poco sin poderlo evitar ni las fuerzas vivas ni la autoridad competente, poco a poco al principio, luego cada vez con más ímpetu, al fin casi a borbotones, los fragmentos de la otra españa, los recuerdos familiares, las imágenes del padre fusilado, del abuelo preso veinte años, de la abuela arrastrando su cansancio de cárcel en cárcel, del maestro fusilado que había dejado profunda huella en los niños del pueblo, de aquel alcalde digno, de aquella mujer que protegió a los del monte hasta caer ella presa y ser torturada y encarcelada. Todo aquello, todos aquellos, todos pujaban por entrar, por ser, por estar, ocupar su lugar. Por escribir la historia.
Y llegaron los brigadistas. Fue en 1996, sesenta años después de aquel 1936 en que entusiastas vinieron de todo el mundo a luchar contra el fascismo en defensa de la joven República española. Volvían al fin, no vencidos, no callados, no humillados. Volvían orgullosos de su vida, de su lucha, de sus muchos ideales, orgullosos de sus muertos, de sus vidas y de su vieja patria. Aquella patria suya que llamaban España y que decían que habían llevado toda la vida en el corazón junto a sus otras dos patrias, la que les vio nacer o les acogió algún día y la que era de todos y tenía por nombre libertad.
Fue un aldabonazo, un estallido de libertad, un relámpago de nuestra verdadera historia. Eran miles, decenas de miles, los ciudadanos que corrían con lágrimas en los ojos a recibirles a los aeropuertos y estaciones de ferrocarril, los que les acompañaban en homenajes públicos, en los estadios o simplemente les buscaban en las calles de todas las ciudades que visitaban. Y entre esas multitudes que les buscaban para abrazarles había jóvenes, miles de asombrados chicos y chicas de veinte o veinticinco años que sabían que esa, precisamente esa, era su historia. Y ellos, cientos de viejos combatientes, les contaban a todos que ellos eran los supervivientes de una hermosa aventura de la vida y que cuando llegaron tenían dieciséis, veinte, veinticinco años, que los más mayores ya habían muerto, pero que todos vivieron sus vidas entregados a sus viejos ideales, la libertad, el socialismo, la fraternidad de los pueblos. Rebeldes, eran antes que nada rebeldes, no eran simplemente disciplinados militantes de un disciplinado ejército rojo, eran antes que nada rebeldes. En el más exacto sentido de la palabra revolucionarios. Lucharon en España, pero luego siguieron luchando siempre, primero en los campos de Europa, África o Asia contra el fascismo, luego aquí y allá, en Argentina, en China, en Cuba, en Guatemala, en Nicaragua, en Argelia, en Angola, pero también en París o Turín o en los campus de California junto a jóvenes estudiantes, junto a trabajadores que nada sabían de quiénes eran aquellos hombres y mujeres ya mayores que surgían con sus banderas junto a ellos en las marchas y en las barricadas, pidiendo sólo un lugar de nuevo en cada lucha, en cada combate por la libertad. Y que llevaban a España en el corazón.
Algo se había roto con aquel homenaje, algo surgía potente del fondo de la historia, de cada casa, de cada pueblo, cada ciudad, de millones de gargantas. Al fin los vencidos de antaño salían a la calle, orgullosos, entusiasmados, y sabían que eran ellos, que la historia les nombraba, que empezaban a ocupar su lugar, que volvía, aunque fuera sólo por unos días, el aire de la libertad.
Y pasó el homenaje, pero quedó abierta esa brecha que permitía por fin abrir compuertas a las razones de los vencidos, que permitía a los más jóvenes preguntar, que hacía que muchos viejos combatientes levantaran al fin la cabeza y salieran a la calle cargados de dignidad. Ahora quedaban ridículos los aires de mártires de cuatro personajes encumbrados por la política que ponían en su curriculum el paso por tal o cual cárcel o comisaría. Al anciano Ramón Rubial, presidente del PSOE, le preguntaron que cómo era que cuando tantos de sus compañeros ya en el poder presumían de su paso por la cárcel bajo la dictadura, él nunca sacaba a relucir sus muchísimos años de penado, y respondía sarcástico que al fin y al cabo él no había ido a la cárcel sino que le habían llevado a la fuerza y por tanto poco podría presumir de nada al respecto.
Era su hora, la hora de todos, la de decir al fin las razones de una lucha, la de proclamar quiénes fuimos, quiénes somos y por qué luchamos. Y salieron a la calle, presos, guerrilleros, exiliados, niños de la guerra, las fotos de los desaparecidos, las fosas comunes, los expedientes ocultos en capitanías y cuartelillos. Y no paran de salir. Ante el enfado de los guardianes del orden, ante el fastidio de los devoradores de cadáveres históricos, de los profesionales del pasado, de los vividores de la historia, de los hipócritas albaceas de aquel pasado cercano que en vez de llamar a los herederos y poner en sus manos el legado de sus padres, lo estaban administrando a su exclusivo servicio político, académico o simplemente personal.
Es un esfuerzo colectivo, un descomunal trabajo de miles de protagonistas, de testigos, de sus hijos, sus nietos, sus amigos, sus vecinos de antaño. En los pueblos se hacen homenajes, en las escuelas aparecen profesores que un día llevan a hablar a los chicos a un brigadista, a un preso, a un guerrillero, se publican cientos de libros, locales, personales, memorias, unas espectaculares, otras de mano vacilante pero de criterios claros, películas, teatro, congresos en que los que hablan no son ya sólo los circunspectos profesores de universidades sino los propios luchadores de aquellos años de terror, sus hijos, sus amigos de entonces. Ya no es sólo la imagen de Lorca, Buñuel, Alberti o Picasso, ahora los biografiados se llaman con nombres corrientes, desconocidos, anónimos. Pero son miles, millones, que van encontrando su lugar en la historia, en la vida de un país, de unas gentes, de un pueblo que entre tinieblas afirma cada día más que queremos vivir siendo nosotros mismos y no la caricatura que el fascismo y la tibia democracia posterior habían creado y aceptado complacientes.
Ahora la suerte está echada, pero la partida no ha hecho más que empezar. No hay revancha, ni deseo alguno de venganza, sólo exigencia de dignidad, sólo exigencia de verdad histórica, de esa verdad siempre relativa pero capaz de destruir la evidente mentira. Nadie piense que el combate está ya ganado, por el contrario una vez más está a punto de perderse. El enemigo es muy poderoso, tiene las armas más sutiles, las más agresivas, las más destructoras. Y para colmo está claramente infiltrado en nuestro campo, bien asentado en él, hasta con muy altos títulos y cargos. Y nadie lo dude: usarán todas y cada una de sus eficaces armas para impedir que los niños sepan de qué país vienen, quiénes fueron sus padres, quiénes sus abuelos, cuál su historia verdadera, usarán su poder para callar cada voz que pretende levantarse, para oscurecer cualquier testimonio, para acallar toda protesta, conscientes de que cada protesta de antaño es semilla de la que nacen millones de protestas del mañana, de que de por cada muerto caído luchando contra el fascismo que pongamos en pie nuevamente, surgen miles de puñales, manos, gargantas, dispuestas a volver a gritar con todas sus fuerzas No pasarán. Aunque sepamos que en aquel entonces pasaron, aunque sabemos que a cada momento pueden volver a pasar. Pero lúcidamente conscientes de que mientras haya una voz que grite fuerte no pasarán, la lucha continúa y los humillados, los explotados, los segregados, los vencidos pueden cultivar en su alma la más profunda esperanza de que otro mundo es posible.

Cada libro, cada charla dada en un colegio, en un instituto, cada homenaje en una casa de cultura, en un ayuntamiento, en cada lugar, es piedra necesaria, indispensable, del edificio de la historia verdadera que ahora estamos por fin levantando. Todos somos necesarios para tirar abajo el viejo muro terrible del silencio y levantar con sus piedras gastadas una casa de todos, un recinto común donde al fin quepamos todos, sin rencores, ayudando ahora a los viejos vencedores a comprender su trauma, ayudándoles a relajarse, a olvidar su estúpida tensión defensiva, su caricaturesco aire de vencedores de la nada. No se dejan, es cierto, pero nosotros seguiremos en esa lucha conscientes de que si en ella seguimos incansables, algún día sus hijos o los hijos de sus hijos sabrán mirar hacia atrás sin tener que avergonzarse del pasado de sus padres, sin tener que disimularlo con una absurda careta de demócratas de una democracia en la que nunca habían creído, sin tener que mirar para otro lado cuando se habla de desaparecidos, fusilados, torturados, exiliados. Asumiendo todos nuestra historia común en la que al fin pondremos a Franco junto a sus verdaderos conmilitones de la historia: el bellaco Fernando VII, el estúpido Carlos II, la grosera Isabel II, el señorito Alfonso XIII, el alcoholizado general Primo de Rivera ...
Todos cabemos en la casa común, pero todos, con nuestros muertos a cuestas, todos, no unos de pie y otros vencidos eternos, todos en pie cada uno con su historia, con su conciencia, con su mucha o poca dignidad. Eso importa menos, importa lo colectivo, lo asumido por nuestros hijos mañana, lo que algún día quedará grabado en lo más profundo del alma de los pueblos, lo que éstos sabrán mañana de sí mismos. Y esa batalla no ha hecho más que empezar. Nuestras armas ahora se llaman libros, películas, investigaciones, monumentos, homenajes, se llama sobre todo escuela, se llama antes que nada saber pasar la antorcha de las manos de nuestros padres y abuelos para entregarla a nuestros niños.

Y esta es la labor que quiere cumplir este Silencio y soledad que llega a tus manos, lector, como esa arma cargada de futuro de la que hablaba Gabriel Celaya. Esto es lo que Ángel Prieto te hace llegar ahora en este puñado de bellos folios encuadernado, en este pequeño y rico libro, lo recogido de boca de sus mayores por este profesor de secundaria, maestro de chicos y chicas a los que se ha convertido en problemáticos porque no pueden aceptar integrarse en un mundo desintegrador y destructivo, hijo de una patria que fue antaño, pobre, sangrada, expoliada, donde siempre quedará el terrible recuerdo de una plaza de toros donde con ametralladoras los vencedores fusilaban a mansalva a miles de prisioneros. Dios reconocerá a los suyos.
Ese dios de las batallas, de la guerra y la inquisición no sabemos si en algún rincón del universo podrá reconocer a los suyos o si no podrá reconocer a nadie, pero sí sabemos que con el esfuerzo y la maestría de Ángel Prieto podrán ser miles los jóvenes y no tan jóvenes que sí reconoceremos a los nuestros, a los de todos. Están aquí, desfilan por estas páginas que saben recoger la historia de una tragedia contada con la misma dignidad con la que la vivieron antaño sus protagonistas, los del monte, los guerrilleros extremeños del Ejército Guerrillero del Centro, de sus doce, trece y catorce divisiones, de aquellos luchadores que se hacían llamar El Francés, Chaquetalarga, Quincoces, Veneno, Durruti, y este Gerardo Antón, al que seguimos llamando Pinto, hoy felizmente vivo, que se emociona cada día cuando le llaman de colegios y ayuntamientos para que relate a los más jóvenes la dura historia de los ideales por los que murieron sus compañeros en el monte y en el exilio.
Ángel Prieto ha tenido la rara habilidad de contarnos esa verdadera historia con el mayor detalle, tal como a él le llegó años antes de la boca de su padre, tal como su padre la recordaba al recordar a su vez a su incansable abuelo, a sus amigos de la guerrilla, a sus compañeros de lucha, tal como la recordaba de cuando no había televisores, ni luz eléctrica, ni más agua corriente que la que llevaba el río, ni más transporte que las alpargatas de esparto o la caballería, cuando había hambre, mucha hambre, cuando los pastores vivían asustados y perseguidos por los cancerberos de sus amos en cada pueblo y en cada majada y habían aprendido a refugiarse del terror en la compañía de aquellos hombres y mujeres que empezaron teniendo que huir al monte para salvar sus vidas y acabaron siendo dignísimos soldados de la República, los últimos soldados de aquella República en la que tantos creyeron, de la que tantos esperaron dignidad, justicia, cultura, trabajo y que el fascismo pudo antaño destrozar pero que en el alma del pueblo todos sabemos que nunca fue vencida. Es nuestra esperanza siempre renovada, siempre viva gracias a cada libro, a cada cuento, a cada recuerdo pasado de boca en boca, a ras del suelo, como el aire limpio y claro que corre por los campos donde antaño se escucharon los disparos y las ráfagas que minaban las vidas y nada pudieron contra los ideales. Por eso ahora nos llega este bello libro donde todo lo que se cuenta, trágico, y heroico, es nuestra común historia. Para decirles a los niños de hoy que cuando un abuelo te cuenta su vida, te está contando tu historia.

P.D. Ángel Prieto es, ya lo hemos dicho, maestro, su trabajo es mas que enseñar, educar, cultivar una pequeña parcela de anima humana, ayudar a cada niño, a cada joven a abrir las puertas que le permitan llegar algún día ser el mismo, no lo decidido por otros, no lo impuesto artificial y arbitrariamente, no lo forzado, sino lo lucidamente integrado por propia voluntad, lo querido. Ayudar a hacer, en suma, con cada uno de sus jóvenes alumnos no consumidores sino trabajadores, no votantes sino ciudadanos. Y para ello sabe bien que es preciso que conozcan de donde vienen y cual es su tierra, y lo que es más importante, que después de conocerlo y reconocerlo lo acepten con generosidad, que sepan hacer de la herencia que han de recibir un patrimonio de todos y para todos. Por eso Ángel Prieto escribe y publica este trabajo sin ánimo de lucro ni búsqueda de renombre. El pequeño beneficio que de esta publicación pueda obtenerse se destina en su totalidad a otras labores de recuperación y difusión de la memoria histórica mas cercana por medio de la Asociación Archivo Guerra y Exilio, AGE, que desde los tiempos de aquel gran homenaje a los brigadistas internacionales de 1996, ha venido impulsando homenajes, monumentos, placas, conmemorativas, exposiciones, charlas, encuentros, y todo tipo de acciones para que los jóvenes de nuestras tierras, a pesar de la dura resistencia de tantas gentes y tantos organismos oficiales, tengan la oportunidad de encontrarse y reencontrarse con quienes poco a poco, gracias a estas labores, a estos libros y a estos maestros, les van pasando la antorcha de nuestro común ser y existir.

Prólogo al libro Silencio y Soledad de Ángel Prieto
                                                                 
Juan Barceló

1 comentario:

  1. "....transición: una paz firmada dentro, entre los buenos de todas las ideologías. Un pacto noble y generoso, un olvido, un adiós, una puerta que se cierra definitivamente para aquella españa del exilio, de la guerrilla, de las cárceles, del silencio"

    Muchos... ¡Tantos! no volvieron.
    Quedaron en los cementerios del destierro.
    Y del olvido.

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