lunes, 21 de marzo de 2016

DOS TESIS SOBRE SAN ANSELMO DE CANTERBURY O EL CAZADOR DE LA HISTORIA



Durante casi doscientos años el pensamiento dominante ha sido aquel según el cual la historia es siempre igual y el único movimiento conocido es un continuo progreso. En un universo tal, a cada uno de nosotros sólo nos cabe la tremenda responsabilidad de acelerarlo o la gran culpa de retrasarlo.
Contamos pues con una sólida base: un tiempo de redención ha de llegar. El progreso nos llevará inevitablemente pero en un plazo desconocido y a través de innumerables sufrimientos, a una era de justicia, paz y armonía. No cabe otro futuro, cabe, eso sí, la destrucción, la nada, el no futuro, pero o es esa la alternativa o es la redención.
No soportamos fácilmente la idea de que la injusticia, la opresión, la infamia del mundo que conocemos sea la única pauta posible del género humano, nunca lo hemos soportado. Es necesario que un día haya una solución, una redención definitiva e irreversible. No podrá ser siempre así como es hoy, pues los explotados, los humillados, los oprimidos sufren de tal manera que la rebelión se hace inevitable día a día. La revolución, o más opresión, no hay término medio, no lo ha habido nunca ni cabe en el espíritu de los explotadores y los opresores que pueda haberlo. Y los de abajo son la inmensa mayoría y cada vez son más. Un día, pues, conseguirán dar el golpe definitivo al sistema.
Desde hace doscientos años la sociedad se desenvuelve en un cúmulo de contradicciones cuyo origen hay que buscar en la dura interrelación entre las diferentes clases sociales. La violencia emerge constante en cada aspecto de la sociedad civil. Marx separó cuidadosamente el papel que desarrollan las clases que en su desposesión sólo cuentan con su fuerza de trabajo como único medio de supervivencia. Describió cómo en ciertos momentos de crisis surge aplastante la lucha de estas clases trabajadoras, a las que no basta la extensión de los derechos democráticos, pero que sólo pueden llegar a liberarse de la explotación y la opresión a la que están sometidas si ellas mismas se ven obligadas a llegar a ser la propia encarnación de la sociedad civil: ciudadanos individuales, no ligados por pesadas tradiciones religiosas, ni por oscuras reacciones nacionalistas, sin el coartante marco limitador de la familia tradicional, ni el freno aterrorizante de la autoridad arbitraria del clan, tribu, pueblo o señor feudal. Desbrozado esto que no es otra cosa que el autoreconocimiento por parte de los propios  asalariados de sus derechos cómo ciudadanos, como hombres y mujeres libres pero sometidos por el poder del capital, sólo queda precisamente ese elemento de dominación cómo último enemigo: su lugar en el sistema de producción, su papel como clase social, la conciencia de que las clases sobran, son innecesarias y aún inconvenientes y de que la producción de bienes no tiene por qué ser idéntica a la explotación de unos seres humanos por otros. Era el salto de tigre de la historia. Era la revolución.
La destrucción que el modo de producción capitalista, al dar forma a la sociedad civil, ha realizado de todos los intermediarios que hasta la aparición del capitalismo había entre el individuo y la sociedad, a excepción de los estrictamente económicos, es lo que impide que ante el enfrentamiento entre explotados y explotadores la lucha pueda ser desviada indefinidamente hacia otro objetivo que el de la propia destrucción del modo de producción. En principio las clases dominantes no encuentran estructuras no directamente económicas capaces de encauzar las luchas hacia otros objetivos que la desaparición de la dominación de clase.
Durante siglos las relaciones de cada individuo con la sociedad habían sido filtradas a través de ese conjunto de intermediarios necesarios para dar coherencia al universo cultural de cada individuo: las relaciones de supeditación e integración de familia, la religión, la integración en el grupo social o étnico homogéneo al que se pertenece por nacimiento, etc. Nadie podía ser, existir, ni ser considerado por otros, fuera de ciertos determinados grupos que le prestaban existencia como colectivos en los que reconocerse.
La sociedad civil era, sin embargo, una sociedad de individuos no de grupos. El nuevo modo de producción había arrojado fuera de su contexto tradicional a millones de seres humanos que sólo podían reconocerse como pertenecientes a ese colectivo tan genérico que era la sociedad civil y cuya estructuración recogían las declaraciones de derechos universales. El ciudadano era un individuo esencialmente igual a cualquier otro, un individuo enajenado de los otros individuos y por otra parte enajenado de la naturaleza. El hombre miraba por vez primera desde lejos, desde cierto vacío existencial, al universo. La naturaleza y sus habitantes fueron considerados por vez primera por el naciente ciudadano, como parte de un mundo visto como primitivo y contemplado con añoranza.
El artista buscó la naturaleza perdida y el filósofo al buen salvaje, y la imagen de una irreversible y aplastante añoranza de aquellas raíces perdidas recubrió el universo intelectual romántico. El segundo romanticismo, cuarenta años después, fue urbano, no bucólico, giró alrededor de la soledad del individuo en la ciudad, del spleen. El tercer romanticismo, al que en su momento llamamos existencialismo, tuvo como preocupación una soledad cósmica, universal.
Fue preciso reinventar una nueva religión y dar forma a una nueva forma de agrupamiento social. La nueva religión la explicó Chateaubriand, que decía que el nuevo mundo lo habían alumbrado Napoleón y él, Napoleón con el trabajo basto de las bayonetas, la guerra, etc. y él con las nuevas formas morales y religiosas. La nueva religión que fue tan cristiana como aquella de la que provenía no hablaba de fiestas patronales ni de calendario agrícola, ni ponía el énfasis en el principio de autoridad. Era más bien adecuada a un ser humano solitario y desolado, fomentaba una cierta hipersensibilidad, era una religión del dolor y la piedad. Tan insolidaria y cruel como la anterior pero tranquilizante ante el odioso abismo de la soledad. El buen creyente se solidariza y compadece con la totalidad abstracta de los sufrientes, pero no con cada uno de los miserables que ofrece a cada momento la realidad. Eso sí, sitúa a una selección adecuada de ellos como ejemplo y referencia personal, pero son simples sufrientes-objeto, sobre todo desde que se ha inventado la televisión. No valen por sí mismos sino sólo en función de su utilización compasiva por el sujeto que cumple el trámite de compadecerse. Es verdaderamente una religión para una sociedad civil.

Y nació también el nacionalismo. De la necesidad que tiene todo individuo de identificarse con un grupo social concreto, y perdidos los hilos que le unían al antiguo modo a su grupo familiar, a su aldea o a su grupo gremial, etc., el individuo pasó a buscar su identificación con un grupo adecuado a su nueva situación: la nación. En aquellas antiguas estructuras cada uno de los integrantes conocía el rostro de los demás miembros del grupo, en el nuevo grupo, en la nación, no. Los demás son abstractos, cómo lo es uno mismo, son los míos porque hablan mi mismo idioma y sienten la misma historia que siento yo. Quedó el rasgo más feroz de aquel tiempo anterior, el de la defensa del propio grupo, sólo que ahora que era un grupo abstracto se hacía preciso afirmar al grupo de forma irracionalmente irrenunciable: los míos son los únicos que valen la pena.

Y así acabó ese siglo XX: envuelto en el mismo fanatismo religioso y nacionalista con qué empezó. Intentando, e intentándolo con éxito, impedir que se afirmen ciudadanos, exaltando lo gregario, volviendo a impulsar el sentimiento de subordinación del súbdito y la moral religiosa del esclavo.
¿Algo ha funcionado mal en el esquema previsto? ¿Dónde han quedado ahora las clases sociales? ¿Quizás no son ya las de antaño?, ha desaparecido sin que nos diésemos cuenta ese último intermediario entre individuo y sociedad que eran las relaciones de producción?
Hoy los trabajadores poseen algo más que su fuerza de producción, poseen al menos un televisor, y quizás incluso un automóvil o una motocicleta, e incluso un apartamento de cincuenta metros cuadrados con cuarto de baño alicatado hasta el techo. Pero eso no es lo importante, lo verdaderamente importante es que si no poseen todo eso, saben fehacientemente que pueden poseerlo. No como clase, no destruyendo el sistema, sino precisamente integrándose correctamente en él.
Pasando miseria en las calles de las grandes urbes de Occidente viven millones de emigrantes, se colocan en cualquier trabajo, malviven, pero muchos de ellos tienen estudios académicos superiores en sus países. Las calles se llenan de gentes que suplican un sustento mientras limpian parabrisas en los semáforos; muchos de ellos pocos años antes tenían una aceptable e incluso buena situación económica, son víctimas de un cierre de empresa que les cogió en momentos inestables, con cuarenta o cincuenta años, o solos y demasiado próximos a la droga o al alcohol. Por el contrario el que ayer estaba en una insoportable cadena y fue listo y supo salirse de su rutina y se acogió a las numerosas ofertas de integración que ofrece el Estado moderno pudo subir, quizás es ahora un autopatrono triunfante u ocupa un lugar privilegiado de la estructura económica. Y son legión los que viven y no tienen ni tendrán nunca oficio. Hoy reparten pizzas, mañana se acogen al paro tres meses, luego hacen encuestas, otra temporada descargan camiones, luego cosen en casa pantalones vaqueros, por fin acabarán recogiendo cartones. O llegarán muy alto, siempre puede estar su oportunidad a la vuelta de la esquina. Y si no, cuando alcancen los treinta años comprenderán que nunca han sido nada y que para nada valen, entonces empezarán a pasar más largas temporadas en el paro, quizás empiecen a pasar algunas en la cárcel, por último dormirán en la calle y limpiarán parabrisas en los semáforos. Pero mientras, poseen una televisión y una esperanza. Todo lo que sale en la pantalla un día podría ser de ellos si aprenden a integrarse correctamente, o si hay suerte y encuentran un buen chollo y dan el pelotazo. Una de las cosas más importantes de nuestra actual sociedad es la nítida conciencia de que mañana, cualquiera de nosotros que hoy estamos aquí, prudentemente integrados, podemos estar mañana mismo tirados durmiendo entre cartones.

Y ese universo televisivo, imaginario, esa esperanza, llega hasta los más apartados rincones del mundo, hasta las más oscuras cuevas de la miseria y la marginación, hasta las selvas profundas, los bosques o los desiertos, hasta los suburbios de hojalata y cartón , hasta donde haya un grupo humano, explotado, humillado, olvidado de todos menos de esos profetas virtuales.
¿Dónde queda pues ese tiempo de redención que fue patrimonio de millones de seres, de explotados, de humillados, de vencidos, de rebeldes y revolucionarios?

Durante muchísimos años millones de personas hemos sufrido guerras, revoluciones, terrorismo de Estado, deportaciones, exilios y exterminios masivos, que levantaron una montaña de centenares de millones de muertos. Pero en medio de aquel caos siempre hubo un grupo de hombres y mujeres que se afirmaban confiados. Aquello era ciertamente la barbarie, pero el socialismo habría de llegar. La humanidad no sufriría más, con el socialismo que ha de surgir tras la última batalla han de acabar sino todas, si la inmensa mayoría de las contradicciones actuales.
A partir de esta consideración nuestra conducta queda orientada tan sólo por el deber social. Y para un cabal cumplimiento de ese imperativo moral que es ese deber social que deriva de tan inexorable proceso, sólo cabe trabajar con orden y disciplina ya que la batalla es durísima. Hay que luchar organizadamente, sino todo está perdido, hay que integrarse en un partido revolucionario en el que aprender a luchar y a trabajar con eficacia. El rebelde romántico es un ser antisocial, o al menos un elemento distorsionador cuya actitud no hace sino retrasar objetivamente el éxito de la lucha.
El partido fue la gran aportación del siglo XX a la lucha de los miserables por su liberación. El partido es el futuro, el partido es la organización de los que saben que el futuro será socialista a diferencia de los que sólo tienen en su haber presente y pasado. En el partido ingresan los que sí piensan que las cosas van a cambiar y quedan fuera precisando adoctrinamiento y enseñanza que eleve su nivel de conciencia, los que desconfían de que la suerte de los de abajo cambie alguna vez.
Pero lo extraordinario, la consecuencia directa pero inesperada de esa actitud, era que los militantes no esperan tampoco cambiar su mundo, sino ayudar a alumbrar un mundo por venir, una nueva humanidad. El problema planteado, aunque vestido con ropajes sociales, era en realidad histórico, casi diríamos más bien, cósmico, pues la marcha de la historia es ineluctable y, en todo caso, gracias al esfuerzo de cada militante hoy, ese tiempo de redención llegará.
De esta forma el militante acaba no buscando en realidad una alteración social concreta. Además, ya que él no conocerá esa humanidad redimida, ese tiempo de la nueva humanidad, ha de buscar al menos su redención personal. La redención personal sólo es posible más allá de la redención social que él no habrá de conocer, que se reserva para el futuro.
Su única redención personal  la encontrará precisamente en el sacrificio: el militante de partido se redime a sí mismo de cierta culpa personal cósmica, originaria, porque dedica su vida  a objetivos históricos, y en eso precisamente coincide con la redención general de la humanidad, porque con su sacrificio personal aporta su grano de arena a la liberación de la humanidad. Mañana será la redención social. Él no la conocerá pero sin su actividad hoy no podría llegar ese tiempo redimido.
Así el militante deviene un pedagogo: se mueve vigilante entre la exhortación a la lucha por un futuro redimido y la lucha por la consecución de mejoras sociales reales que hagan creíble su expectativa y su pasión. Pero él sabe bien que no lucha por esas mejoras reales más que como sistema pedagógico. No puede despreciarlas aunque no le satisfagan porque constituyen el único punto de partida comprensible por todos. Al final de su tratado de pedagogía el objetivo último de estas luchas se oculta porque podría provocar desconfianza, y más aún, desconsuelo. ¿Quien comprendería realmente que es preciso sacrificarse hoy, una generación entera, para que otros, mañana, desconocidos y abstractos, disfruten de un mundo diferente? Estas luchas se organizan, pues, como aglutinante y como puerta de entrada hacia la comprensión científica de la realidad.
Es preciso entonces, desconfiar de la gente. Con una buena propaganda y un sacrificio continuo será posible conseguir que la inmensa mayoría acepte llegar a vivir sacrificadamente el resto de sus vidas. No por ellos mismos -esto es obvio- sino por un bien social, por el progreso de la humanidad, por la redención definitiva que está por llegar, por acoplar toda actividad social a los fines que por sí misma tiene la historia de la humanidad.
Esto hizo del revolucionario profesional un individuo contracorriente. Ve más allá de lo inmediato y organiza a todos los explotados y oprimidos de los que sabe que necesitan un cambio social profundo, de tal forma que aunque ellos no compartan esa visión del futuro claramente, desarrollen sin embargo en la práctica una acción, aunque sea inconsciente, coherente con esos objetivos. La propia práctica social y la constatación de que las posibles mejoras a conseguir o se pierden enseguida o no son una verdadera redención, hará que los que así actúan lleguen a comprender el verdadero objetivo. Los trabajadores deben comprobar entonces, con su necesaria práctica revolucionaria, la inanidad de sus esfuerzos por salir de una forma definitiva y de forma colectiva de su mísera situación luchando tan sólo por mejorar su cotidianidad.
Pero ese es un ideal de militante, y al partido se acercaban millones de luchadores que no aceptaban ni podían aceptar el mundo en el que habían de vivir. Ahí surgía el problema real, porque el militante ha de vivir la realidad más cruda e inmediata y además por duplicado: por ser un oprimido y por ser un perseguido político. Su vida transcurre en una duda continua en la que la presencia de la miseria cotidiana le impulsa a rebelarse despreciando toda esperanza y todo objetivo que no sea destruir el mundo brutal en el que comprende que le ha tocado vivir. Pero entonces, cuando se siente marchar hacia una rebeldía sin objetivos redentores, surge el partido y el orden y vuelve prudente a acogerse al profundo seno de la organización, que le permite reencontrarse con su verdadera misión. Casi todos los militante son profunda y verazmente generosos, es el partido el que no puede permitir esa inquietante debilidad que inexorablemente acabaría llevando a abandonar la pedagogía. El partido puede incluso verse obligado a  eliminar físicamente al militante que desconfiando de tanta seguridad, desciende verdaderamente a los infiernos de la revolución. Todo militante pasa su vida en ese dilema. Esa es su fe, ese su desasosiego, esa su inquietud verdadera y nunca contada a nadie, esa a veces su callada amargura, y, en el fondo, su humana salvación.
Pero los militantes pasan y queda el partido, queda su cruda estructura de poder, no lo humano de su entramado, no los intersticios dónde se refugia la pasión, la polémica profunda, o el desasosiego, sino el férreo y crudo aparato que garantiza la estabilidad y el orden, el rígido armazón que vive por sí mismo alimentado por los propios militantes, que lo alimentan siendo devorados por él.
Y ese partido se constituye así en un puente entre el pasado y el futuro. Un puente que se construye para invitar a los pueblos a transitar por él hacia su liberación. Para los militantes y para el mismo partido es evidente que esa transición es conveniente y aún deseada por los que han de realizarla, aunque éstos frecuentemente duden de su capacidad para llevarla a cabo y aún de su conveniencia.
Tarde o temprano la habrán de realizar. Habrán de encontrarse con su futuro redimido. Mientras mas tarde, mas sufrimiento y destrucción. Es preciso avanzar y hacer avanzar a todos lo más rápidamente posible. Y si aún no se ha hecho es por razones concretas. Toda la actividad ideológica del partido está encaminada a explicar porqué no se ha hecho todavía esa transición.
Y así el partido construye la historia, la pasada. No como síntesis de un pasado trágico que exige expiación al presente, sino como sucesión de culpabilidades concretas y parciales que han impedido alcanzar todavía la última meta.
Al final el partido hace historia historicista, al más tradicional estilo, y acaba utilizando los fantasmas de la parte contraria, los cuales asume y hace profundamente suyos: el nacionalismo y la religión. Y el socialismo queda mechado profundamente de esas sólidas vetas que le dan sabor. Se hace nacionalista para defender que el error estuvo en tal o cual sucesión de errores cometidos por otros, por los otros, no por los nuestros, los nuestros de verdad que son los de nuestro partido local. Se hace religioso para poder dar el consuelo al militante de que sólo se salvará por la labor expiatoria de su propio sacrificio personal. Todo militante, mientras no sea capaz de abandonar esta dura dialéctica, es tentado una y otra vez por estos fantasmas, los rechaza vehementemente en su interior y acaba, o sentándolos a su mesa, o saliendo del partido y hundiéndose en su debacle moral sin principios ni asideros.

La historia es pues, siempre igual y el único movimiento posible es un continuo progreso establecido a priori por el propio universo. La construcción del puente que hoy la humanidad tiende hacia el futuro es una obra continua y permanente. En ella participan objetivamente unos haciendo avanzar a la humanidad a lo largo de éste proceso, y a ella se oponen objetivamente otros impidiendo su avance. Todos los instantes de la historia de la humanidad son esencialmente iguales, tienen el mismo carácter intrínseco, la dialéctica se reduce a una tautología: la lucha entre el progreso y la inercia, cuyo resultado es obvio. La suerte está echada de antemano, evidentemente triunfará algún día el progreso. Habrá redención. O al menos nuestra vida militante sólo será posible existiendo y actuando en función de esa redención futura históricamente decidida ya.
Así la realidad no es tal. Sólo existimos como puente entre esa humanidad fracasada y su redención futura. El hoy sólo existe por referencia al mañana, no al pasado que exige redención, al mañana que la espera y la sabe segura e inevitable. La historia de la humanidad es la historia de su salvación. La realidad está compuesta de presencias, pero también y quizás sobre todo, de ausencias. No tenemos pues, sólo presencias que eliminar, sino sobre todo ausencias que cubrir.

Dice Walter Benjamin que es posible empezar la crítica al universo ideológico de la izquierda por cualquiera de los siguientes aspectos: en primer lugar porque ésta considera que el progreso no lo es de aspectos concretos -técnico, social, cultural, moral, etc.- sino progreso abstracto de la humanidad. En segundo lugar porque considera que ese progreso es el de una humanidad ilimitadamente perfectible. En tercer lugar porque se trata de una visión del progreso lineal o cíclico, nunca capaz de marchar en línea quebrada. Añade que ésta crítica podría empezar por cualquiera de estos aspectos pero para comprender el problema debe empezar por aquello que subyace  a todos ellos: la concepción de un tiempo homogéneo y vacío en el cual se desarrolla la historia de la humanidad. En ese tiempo homogéneo y vacío, en realidad inmemorial, está suspendido el momento actual, atrás queda el pasado, delante el tiempo por cubrir, pero el tiempo universal que llena toda la infinitud existe de antemano.
Benjamin nos recuerda con esto que para el ser humano real no existe más que un presente y ese presente contiene una iluminación fragmentaria de innumerables momentos del pasado, la herencia de miles de años, de cientos de generaciones. Ningún cambio histórico se produce porque esperemos una humanidad redimida, sino que esperamos una humanidad redimida porque tal como vivimos no podemos ni queremos vivir y eso lo gritan en cada uno de los desheredados del mundo sus innumerables muertos y vencidos de antaño.
Esta conciencia colectiva que a veces lleva a cada oprimido concreto a elegir entre la esperanza de acabar con su mísera situación  o la de ser aniquilado en el intento, no surge más que cuando la colectividad en pleno entra en crisis, cuando las condiciones de vida de cada individuo concreto son tales que la vida se convierte en un valor enormemente relativo para millones de seres. La humillación y la explotación a la que es sometida una colectividad por causa de sus relaciones de producción, no son suficientes para forzar esta conciencia en la mayoría oprimida, humillada y explotada. Pero cada pueblo arrastra tras de sí a todos sus antepasados humillados y explotados. El proletariado de los siglos XIX y XX no era el factótum de un nuevo mundo, sino el vengador del pasado.
Así pues, en esta lucha, a cada derrota sigue un tiempo de impotencia, un tiempo en el que se entremezclan en la conciencia de los vencidos deseos sordos de venganza y de redención, sin esperanza y con miedo, pero reales. El futuro perdido y el pasado vencido se entremezclan en cada conciencia y en el colectivo, pero cómo el futuro por definición no tiene realidad, no es todavía y por tanto no es, se pierde toda esperanza y se desespera de toda acción colectiva. Las clases oprimidas abandonan a sus profetas. Si entonces sus profetas abandonan el pasado y piden a los vencidos que dejando atrás sus muertos miren hacia adelante, la lucha está perdida, todos les abandonarán confusos y abatidos. Si por el contrario su grito es de venganza nadie confiará en ellos recordándoles su inmediata derrota pasada.
En estas condiciones la humillación y la explotación no pueden sino aumentar sobre las clases sometidas. La supervivencia del sistema se basa en que es capaz de mantener esa tensión sin llegar a la crisis general, y en que cada vez lo hace mejor y por más largos periodos de tiempo. Sólo cuando la crisis alcanza a la cúspide de la sociedad, cuando la clase dominante estalla en infinidad de luchas internas por el poder real y a la vez se enfrenta violentamente a las clases oprimidas, la sociedad y el Estado entran en crisis. En ese momento surge violenta la conciencia del pasado y las clases oprimidas deciden vengar a sus muertos.
Los dirigentes revolucionarios que recuerda la historia no son profetas, sino estrategas. Los Danton, Blanqui, Trotski, Lenin, Durruti, Guevara o Ho Chi Min, no predicaban un mundo mejor sino que denunciaban un mundo insoportable, imposible de ser vivido. Permanecían como cazadores de la historia, agazapados, desbrozando el terreno para organizar el salto del tigre de la revolución. Su contacto con las polémicas acerca del mundo futuro es escaso y cuando lo tienen se distinguen muy poco del resto de sus conciudadanos.
La diferencia está en los actos. Dedican su vida a experimentar, tantear en el aire con la idea clara de ir atando cabos y separando posiciones. Para este tipo de revolucionarios está claro que sólo en ciertas raras circunstancias históricas es posible encontrar en la conciencia de millones de oprimidos esa desesperación que da el saberse herederos de cientos de generaciones de vencidos. Sólo entonces es preciso cambiar de política y saber pasar de una lucha interna en el seno de la masa de explotados a un encuentro frontal entre los oprimidos y los opresores.
Esto conlleva un punto de vista puramente estratégico de la revolución. Tratamos sólo de objetivos y de sus circunstancias concretas. Son objetivos repetidos en lo esencial a lo largo de la historia de la humanidad mil veces, en miles de movimientos dispersos, generalmente confusos, y extrañamente teorizados. Viven en miles de revoluciones y revueltas de las que la historia sólo conserva el recuerdo de una mínima parte. Toda obra de arte y todo documento de cultura están construidos con fragmentos de estas batallas, con esos residuos contenidos y confusamente entremezclados con modas y modos. Estos residuos entremezclados y un tanto deformes que cada época pone en manos del intelectual y del artista.

Pero siempre, tras un instante revolucionario surge la frustración. Si éste fracasa porque fracasa, si triunfa porque tarde o temprano es preciso retroceder. Puede haber venganza, pero no hay redención. Y los estrategas que han conseguido organizar el golpe o sucumben en el intento o le regalan su trabajo a otros. Precisamente a aquellos que nunca dudan, a aquellos que ahora han de dedicarse a intentar justificar un orden no esencialmente diferente del anterior. No hay redención, pero es preciso saber que esa última derrota real, deja en la humanidad un legado mayor o menor según que los vencedores consigan borrar o difuminar el recuerdo de esa revolución en mayor o menor grado.

Hoy quizás esté naciendo un cuarto romanticismo, quizás vuelva el desasosiego y el tedio universal a hacerse presente en las conciencias de las gentes más lúcidas y la sociedad comience nuevamente a agitarse convulsa entre el legado histórico de los vencidos y el ansia de redención. Pero ahora hemos de saber luchar sin esperanza, sin más objetivo que la propia lucha, como ha sido siempre la lucha más profunda y verdadera. Sabiendo que no hay redención, que no hay a donde ir, que no existe nada a lo que llamar progreso. Ese es el único camino que vale la pena. Para recorrerlo hemos antes de destruir a los heraldos de la reacción: la religión y el nacionalismo. Hemos de saber estar realmente solos, ser ciudadanos del mundo, habitar sólo entre los desheredados sin trucos, siendo uno más de un mundo inaceptable. Aceptando la inanidad, el vacío. Más aún usando esa propia inanidad, esa desesperanza que sólo puede aportar lucidez a la lucha.
A eso se le está llamando por la reacción la nueva edad media. Mienten. Tampoco es la batalla final. Es simplemente otra etapa, dura y triste de la humanidad, pero es lo que hay. En ese mundo hemos de aprender a encontrar nuestra armonía, también la que hay, no la ilusoria, no la moral del esclavo que es la religión, o la respuesta del bruto que sólo entiende a los que él llama los suyos. Esa es ahora la puerta abierta, es la más difícil batalla porque hoy por hoy todo está en contra. Pero es la única que verdaderamente hay.

He llamado  a éste texto “tesis sobre San Anselmo” porque inicialmente, en una primera versión escrita hace unos años se articulaban estas diferentes tesis. Al redactarlo ahora he preferido extraer las dos ideas claves que han quedado expuestas y dejar el resto para un quizás posterior desarrollo. Creo que no tiene excesivo interés y en realidad no me parece inadecuado dejar cojo y manco y tuerto a este pobre texto exhumado de papeles de antaño y tratado de urgencia con fuertes dosis de vitaminas.
Aún así cabe explicar cuales son estas dos tesis expuestas.
San Anselmo es, como es sabido el creador del único argumento sensato y utilizado por millones de personas sobre la existencia de Dios. Dice san Anselmo que dado que todo lo que existe en la conciencia es por que ha existido alguna vez en los sentidos, si nuestra conciencia concibe un ser perfecto en grado absoluto, es imposible imaginarle sin que exista, pues en caso de no existir, habría lugar a uno más perfecto por el hecho de sí existir. Luego su existencia es necesaria.
Son infinidad los que viven su vida apegados a este argumento aunque lo expliquen de una forma más basta: dicen que si Dios no existiera, su vida no tendría sentido, de donde deducen necesariamente la existencia de Dios, pues es evidente que así y sólo así su vida tiene sentido.
Nadie se ría de esta argumentación, es en realidad la única seria que se ha hecho sobre el tema en la historia de la humanidad. Representa una visión del mundo teleológica, y son pocos los que en última instancia no la comparten. Es difícil ser verdaderamente ateo en nuestra cultura.  
Así es en realidad la destructiva visión de su vida que muchos iluminados llevan fanáticamente al mundo de la izquierda. Así su vida tiene sentido. Tienen la desfachatez de declararse ateos, son en realidad los heraldos de la derrota.
San Anselmo era además arzobispo de Canterbury. Era hombre exigente y moral. Se enfrentó entonces con el rey de Inglaterra, simplemente porque estaba firmemente convencido de que el poder civil no podía ni debía estar nunca por encima del religioso. Era, pues, hombre celoso de sus prerrogativas y de su situación. Lógicamente hubo de marchar al exilio, donde permaneció muchos años. Y allá en su exilio argumentaba la evidente verdad de sus razones, pues no era discutible el principio en el que basaba su actitud: el poder religioso, no puede nunca estar sometido al civil. Éste último emana de aquel, luego no hay posible discusión, y si algo no encaja en ese esquema lo que hay es una simple subversión temporal y extemporánea de la realidad. Él está en el exilio, pero esa realidad es un error, sólo puede borrarse a sí misma, por definición no existe, más aún él ha triunfado ya de sus enemigos, está repuesto en su silla arzobispal y el poder religioso domina sobre el civil. Sólo hay un pequeño fallo o desajuste temporal que sin duda se habrá de subsanar en cualquier momento, pero en lo esencial él ha ganado ya la batalla.
Así ha sido tantas veces en nuestra historia la izquierda. El triunfo final está ahí, se ve venir, solo hay algunos pequeños desajustes que impiden que ese triunfo final se manifieste hoy con toda claridad, pero en lo esencial hemos ganado ya. Y así nos va.
 
Del Simposio "Hacia una ideologia para el siglo XXI", Madrid, Residencia de Estudiantes, 1998, coordinado y dirigido por José Alcina Franch y Marisa Calés Bourdet, publicado en Ed. Akal, Madrid, 2000, bajo el mismo título.

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