sábado, 2 de julio de 2011

GENERAL JUAN PEREA

 
 “Donde hay opresión hay rebeldía, busquemos el foco”, escribió preso en el castillo de Montjuich el entonces capitán Juan Perea. Había sido condenado por la intentona cívico-militar que en 1926 intentara derribar al viejo dictador Primo de Rivera y de camino minase mortalmente la corona.
Había nacido en 1890 en Tenerife y según confesara muchos años después en uno de sus trabajos autobiográficos, intentó estudiar derecho, pero dificultades económicas en su casa paterna y una fuerte crisis interior le llevaron a alistarse como soldado voluntario con catorce años y marchar a África con diecisiete y el empleo de sargento, en plena guerra de Marruecos.
Allí vivió quince años que conformaron su carácter, su pensamiento y su universo ético y espiritual, además de darle una cierta formación militar a la que intentó completar con arduos estudios. Aprendió inglés, francés y árabe, fue herido varias veces, vivió en cierta soledad en montañas y aduares mandando una compañía de policía indígena, lo que le convertía en la autoridad militar de su pequeño entorno. Ascendió a capitán en 1925 por antigüedad tras volver a Madrid gravemente herido, y pidió estudiar en la Academia de Infantería, lo que evidentemente le fue denegado ya que eso era algo simplemente impensable para un oficial surgido de la tropa.
Afiliado al Partido Republicano Federal que fundara Pi i Margall y que medio siglo antes había conseguido por fin el viejo sueño de instaurar la República en España, si bien por muy poco tiempo, e iniciado en la masonería, casado con una ciudadana británica y padre de dos hijos, Perea vuelca una inaudita actividad en sus trabajos para derrocar la corrupta y desordenada dictadura del general Primo de Rivera.
Con otro capitán que años más tarde haría historia en España, de nombre Fermín Galán, y con un teniente, Jesús Rubio, organiza una vasta red que en diciembre del 25 realiza una primera intentona, parada por el Conde de Romanones con un ardid de extrema astucia. Dos meses después intentarán una segunda que simplemente se aborta por la caída de los principales conspiradores en manos de la policía. En la intentona había implicados dos comités y tenía el apoyo de un amplísimo arco político y militar. Weiler, Aguilera, Lerroux, Marcelino Domingo, Prieto, Besteiro, Melquíades Álvarez, Romanones, Álvaro de Albornoz y muchos otros, entre los que se encontraban algunos representantes de la clandestina CNT, parecían apoyar por muy variadas razones uno u otro comité. En un caso para volver al viejo sistema podrido y ya desfasado de la restauración, en otro simplemente para implantar la República. Esa era la astucia de los tres conspiradores, pero obviamente era a su vez su extrema debilidad.
El consejo de guerra que se celebró contra los implicados acabó con la condena de cinco capitanes y tenientes y un coronel a seis años y un día de prisión militar, y la libre absolución de todos los generales y altas personalidades políticas.
Habían elaborado un fuerte programa regeneracionista, verdaderamente aceptable para un amplio abanico progresista y hasta revolucionario, en el que se incluía la nacionalización de la banca y las grandes industrias, el reparto de los latifundios a los campesinos sin tierra, un enorme plan de obras públicas, una fuerte reforma fiscal favorable a las clases más desfavorecidas, escuela única, enseñanza gratuita y la separación absoluta del Estado y la Iglesia católica. Era sin duda un buen híbrido de los viejos programas revolucionarios decimonónicos y las nuevas exigencias sociales y económicas de las cada vez más organizadas y conscientes clases trabajadoras. Se intuye la impronta de Besteiro, Prieto, Marcelino Domingo y otros grandes políticos que años después intentarían aplicar buena parte de ese programa con conocido poco éxito por su evidente falta de decisión política y la tremenda presión de las sempiternas derechas ultramontanas.
Amnistiado tras la caída del dictador en 1930, fue expulsado del ejército al que se reintegró tras la proclamación de la República, pidiendo la baja no por la ley Azaña que le hubiera permitido gozar de su sueldo íntegro, sino por antigüedad, lo que le dejaba prácticamente sin medios de vida. Era para él una cuestión de principios y de ética, no podía permitir cobrar su paga y no estar en activo, y así lo hizo.
Trabajó en diversos negocios, lleno de ideas de progreso participó en una de las primeras productoras de cine de España, Cinearte, que rodó algunas películas de gran celebridad, y un negocio de ingeniería. Fija su residencia en Madrid, mantiene una presencia pública si esporádica no menos intensa, participa de los ambientes políticos, escribe, lee mucho y viaja por Europa. En otro de sus escritos declarará una gran pasión por Francia.
“El problema que aqueja al mundo es que los necios y fanáticos siempre están seguros de sí mismos, mientras que los sabios siempre están llenos de dudas”, escribió Bertrand Russell con evidente acierto, y ese pensamiento podría describir bien la dura situación que se vivía en España en el año 36. Las izquierdas en el poder hacían gala de una enorme prudencia rayana la inconsciencia ante la violencia de los fanáticos. Pistoleros de las derechas sembraban el terror en las calles y la respuesta de las organizaciones obreras era también extremadamente violenta. Era inútil, las izquierdas tenían más o menos un arduo programa de reformas sociales profundamente revolucionario mientras las derechas tenían ya claramente decidido el golpe sangriento y la creación de un Estado de corte fascista.
Las primeras noticias del levantamiento en Marruecos de las tropas acantonadas allí llegan a Madrid el mismo día 18 de julio, durante una semana se combate en las calles hasta que el pueblo consigue armarse y dominar la situación, pero ya asoman por la sierra las tropas de Mola con la pretensión de entrar en la ciudad. El día 20 está Perea en la sierra al frente de una abigarrada columna de milicianos compuesta por obreros de varios ramos y de los pueblos del sur de Madrid, algunos estudiantes, profesionales, universitarios y hasta toreros. Muchos son anarquistas, entre ellos un albañil que con el tiempo destacará como uno de los grandes militares de origen miliciano: Cipriano Mera.
Luchan como fieras en el sector de Navafría. Perea les enseña las nociones más elementales de arte militar, les impone una férrea disciplina, dura, pero consciente y voluntaria, les anima y sostiene, se pone al frente de ellos en cada ataque y contraataque, es un verdadero jefe militar, conoce a cada uno de sus milicianos, sabe entresacar de cada uno lo mejor, de todos, a los más aptos, del conjunto, un organismo vivo capaz de luchar con éxito y colaborar decisivamente en la salvación de Madrid en aquellos caóticos primeros días. Son un total de ciento sesenta hombres con fusiles y pistolas y dos pequeñas piezas de artillería que han conseguido sacar de algún cuartel. Se llamarán “Los legionarios de la muerte”, carecen de uniformes, pero se hacen grabar unas pequeñas insignias con una calavera significando su firme decisión de resistir o morir.
A la vez que se organiza la lucha en Madrid, Perea va organizando unidades cada vez mayores y más complejas. En ellas se mezclan milicianos con algunos pocos militares profesionales. En noviembre el peligro es máximo pues aunque los milicianos han detenido las columnas de Mola en la Sierra, por el sur y el oeste llegan las tropas golpistas compuestas fundamentalmente por mercenarios marroquíes y legionarios. En unos días heroicos Madrid se salva por segunda vez. Perea ha pasado a mandar primero un regimiento, luego ya en diciembre una brigada. A su cargo tiene el frente que va desde la carretera de La Coruña al norte hasta la Casa de Campo al poniente pasando por el célebre Puente de los Franceses. Al empezar el año se ha de hacer cargo ya de una división, en febrero sustituye al general Kléber en el mismo frente de Madrid, y en mayo se encuentra en Guadalajara al frente de un cuerpo de ejército.
Siempre procura tener consigo a sus hombres, los mismos con los que combatió en Navafría, que se incrementan continuamente con entusiastas luchadores a cuyos oídos llega su fama de verdadero jefe militar. Ha formado un sólido equipo algunos de cuyos componentes le acompañarán toda la guerra, hace ascender a los que más destacan y trata a todos con energía pero con respeto y verdadero afecto.
Más avanzada la guerra, escribió: “(comprendí) la elevada conveniencia de la frecuente concesión de permisos a los combatientes que era una cura de reposo a sus nervios excitados por el invisible bombardeo de la amenaza constante de perder la vida. Permisos, cines, teatros, cabarets, y comidas extraordinarias son tan necesarios en la guerra como las armas automáticas o la aviación de combate. En el frente (...) mantenía constantemente un porcentaje de las fuerzas en permiso. Y cada hombre, al salir de la zona del ejército, llevaba consigo sus raciones correspondientes a los días de permiso que disfrutaba. Jamás tuve que arrepentirme de una medida que actuando como un sedante fortalecía la moral y los nervios de los soldados.”
En setiembre se hace cargo del Xº Cuerpo de Ejército, y en octubre sustituye al general Casado al frente del XXI Cuerpo de Ejército en el frente de Aragón. Seis meses después y tras el desastre consecuente a la batalla de Teruel y el corte del territorio leal en dos con la llegada de los alzados a Vinarós en abril del 38, se le encarga reorganizar el Ejército del Este, que junto al Ejército del Ebro conformarán el Grupo de Ejércitos de la Región Oriental, GERO. Este Ejército había sufrido bajo el mando del general Pozas una completa crisis y se encontraba prácticamente desorganizado, vencido y desmoralizado. Con grandes esfuerzos y en un plazo brevísimo Perea conseguirá convertirlo en una magnífica fuerza de combate, entusiasta y disciplinada, y con él acabará la guerra en febrero del 39 cubriendo la retirada a Francia tanto de los restos del maltrecho y derrotado Ejército del Ebro como de los cientos de miles de refugiados civiles que huyen del terror franquista en Cataluña hacia la frontera. En el momento de la retirada el presidente Negrín le asciende a general, nombramiento que él rompe indignado, considerándole uno de los grandes culpables de la derrota.
De sus memorias se deduce que fue uno de los últimos soldados en pasar la frontera junto a su reducida plana mayor. Allí lloró la derrota de sus ideales, la pérdida de los anhelos de millones de ciudadanos españoles ante la barbarie fascista. Luego llegó el exilio, tres años en Francia y la partida en el último barco que en marzo del 42 consigue salir de Casablanca rumbo a México llevando a bordo casi mil refugiados españoles. México representa el arduo intento de rehacer la vida lejos de España.
En 1957 quien había sido su jefe militar a quien también culpaba en grado máximo de la derrota, pero a quien manifestó siempre admiración y consideración personal, el general Rojo, pidió volver a España, y el astuto Muñoz Grandes, le negoció su vuelta, que fue aceptada oficialmente a primeros de año, para dejarle ese regalo envenenado a sus colegas del gobierno días antes de ser cesado por Franco como Ministro del Ejército y de ser a cambio ascendido al empleo de capitán general. No imaginaba Rojo que todo era una sucia maniobra del militar y político que utilizaba su regreso para fines netamente bastardos. Rojo vivió sus últimos años en España prisionero, juzgado y condenado a treinta años de cárcel, amnistiado, y teniendo que presentarse semanalmente a la policía, uno de cuyos agentes le marcaba domicilio, salidas y todo tipo de movimientos, sin pasaporte y continuamente humillado por el Régimen.
Quizás animado por la noticia de haber sido aceptado el regreso de Rojo, solicitó Perea en el 58 su vuelta a España que obviamente le fue denegada de forma automática. Frustrado el intento continuó la acción política desde su exilio. En 1966 viaja a París donde entra en contacto con resistentes y exiliados, entre ellos Cipriano Mera, viaja a la recién independizada Argelia donde encuentra buena acogida y donde ya están establecidos algunos núcleos de exiliados españoles, y se dedica a la organización de un grupo político armado cuyo objetivo es la proclamación de la IIIª República, consigue algunos apoyos y entre ellos el del propio gobierno revolucionario argelino. Eran los años en que se crearon numerosas organizaciones con el fin de luchar contra la dictadura ante el evidente fracaso y la división interna del Partido Comunista y el auge de los movimientos revolucionarios en todo el mundo con el Che, Ho Chi Min, Lumumba y Ben Barka a la cabeza, eran los años del capitán Bayo, del Directorio Revolucionario Ibérico de Liberación de Galvao y el Santa María y el asesinato del general portugués exiliado Humberto Delgado en Badajoz, de la creación del FRAP y la ETA y del principio de las grandes huelgas en el interior.
La muerte le cogió en Argelia en setiembre del 67. Había cumplido setenta y siete años de lucha incansable. Pocos meses después se declararía el primero de los largos y violentos Estados de Excepción que acompañaron hasta el final la cruda agonía de la dictadura.

***
Este libro de memorias acerca de la guerra de España fue escrito en el primer exilio del general, en Niza, a finales de 1939. Ya había aparecido el “¡Alerta los pueblos!” de Vicente Rojo, en el que el hombre que dirigió la estrategia militar de toda la guerra exponía sus razones  y su visión de los aciagos hechos recién pasados. Quizás esto sirvió de acicate a Perea para sentarse de nuevo a la máquina y redactar su texto.
El libro es una reflexión sobre la estrategia seguida por los tres gobiernos que bajo la presidencia de Largo primero y de Negrín después y teniendo como ministros de la guerra al propio Largo, a Prieto y finalmente al propio doctor Negrín, acabaron en la debacle del 39. En él se responsabiliza directamente a Negrín y a Rojo de la derrota, pero no por su falta de cualidades, que Perea no sólo reconoce sino que ensalza y alaba de forma sincera y clara, sino por su sujeción a las decisiones e intereses del Partido Comunista a quien considera verdadero culpable de la derrota.
En su recorrido por los tres años de guerra el autor desgrana sus diferentes destinos y la actividad en los frentes en los que hubo de luchar, pero esto no debe hacernos creer que es un típico texto de campaña. Mucho más allá de la descripción de los diferentes avatares militares el libro profundiza en dos aspectos muy poco corrientes en nuestra literatura de memorias sobre la guerra: el sentido de esa guerra y la comprensión política de los militares que la debían dirigir, fuesen estos de carrera o de milicias. El hecho curioso es que estos análisis, a veces de una brillantez extraordinaria, los hace precisamente un militar profesional de la escala de clase de tropa, que se declara fuertemente antimilitarista, y que en su carrera profesional alcanzará el generalato, seguramente caso único en la historia de España.
Que era un verdadero conductor de hombres, un verdadero jefe militar no ofrece duda alguna por su trayectoria y su comprensión de los hechos, pero que era además uno de los pocos militares españoles que estaba verdaderamente al día de los grandes estudios de táctica y estrategia moderna tampoco puede dudarse. Además de su entusiasmo por la lectura y de su buen conocimiento del francés y del inglés, Perea debió meditar mucho sobre su larga experiencia militar en Marruecos. Allí lucharon casi todos los militares profesionales que participaron en la guerra civil, pero son muy pocos los que supieron sacar conclusiones valiosas y ordenar un verdadero pensamiento sobre los problemas de aquella guerra.
Para Perea es más importante lo aprendido en las lecciones de la historia, y concretamente en las de la Guerra Europea del 16, que la absurda lucha contra la insurgencia rifeña. En aquellas luchas los militares españoles habían desarrollado una táctica primitiva y francamente burda consistente en enfrentar enormes contingentes humanos a las pequeñas harcas indígenas, lo que había llevado al fin al desastre de Annual y Monte Arruit, con quince mil muertos entre las tropas españolas, como no podía ser de otra manera. La solución pensaron encontrarla con la creación de cuerpos militares mercenarios ya que la guerra de Marruecos había llevado al país al más profundo desastre social y político. No había ni un solo pueblo de España que no hubiera enterrado sus jóvenes hijos muertos en aquella guerra, y eso pocos años después de otra experiencia similar, la guerra de Cuba, en la que habían muerto también miles de soldados españoles enfrentados con idéntica táctica a la insurgencia cubana.
Obviamente esa forma de hacer la guerra sólo podía llevarse a cabo con una oficialidad despótica y verdaderamente criminal que no le importara demasiado la pérdida de combatientes propios para llevar adelante cada pequeña acción. A esto habría que añadir los métodos verdaderamente inhumanos de aquellas guerras, la de Cuba con Weyler, que a pesar de ser liberal y partidario del establecimiento de un régimen de libertades en España, fue un modelo de inaudita violencia en la isla, y los brutales métodos de los generales llamados africanistas en Marruecos que no dudaron en usar profusamente el bombardeo con gas mostaza sobre la población civil indígena y cuyos legionarios desfilaban tras las batallas en las que hubieran participado con collares hechos con las orejas de los enemigos muertos.
Ninguno de aquellos militares tenía más experiencia de la guerra que la obtenida en esta lucha insensata, ninguno había participado nunca en una guerra de verdad, ni había visitado los campos de batalla de Europa durante la contienda del 16, ni habían estudiado los numerosos textos que tras ella se habían publicado en Francia, Gran Bretaña, Alemania y otros países, ni habían asistido más que a las simplonas Academias militares españolas en las que salvo en la de Artillería y en la reciente de Estado Mayor poco más que las cuatro reglas se aprendía fuera de la instrucción militar. Ninguno, salvo Rojo que pronto pidió la baja en Marruecos y se dedicó al estudio de los problemas de estrategia y táctica. Algunos pocos, especialmente en el Ejército leal, sabían idiomas y tenían alguna afición al estudio, incluso Matallana tenía la carrera de derecho y Guarner, Miaja o algunos más tenían verdaderas inquietudes intelectuales y una manifiesta actitud humanista. El comandante Virgilio Leret, el primer fusilado por su lealtad a la República en Melilla, era incluso un extraordinario ingeniero que patentó uno de los primeros turborreactores del mundo, y el general Herrera, que con el tiempo llegaría a ser Presidente del Consejo de Ministros del Gobierno de la República en el exilio, era un brillante estudioso de balística y estudios espaciales de categoría internacional.
Perea, que nunca había pisado una Academia militar pero que tenía una cabeza privilegiada para el estudio, sacó conclusiones muy diferentes a las de sus compañeros de la guerra de África sobre táctica y logística. Conclusiones que le llevaron a considerar el centro de la acción en la forma en que el militar profesional debe dirigir a sus hombres y en las ideas de humanidad que deberían presidir siempre su acción. La masonería desde sus orígenes había enseñado que las guerras pueden ser inevitables pero la crueldad es perfectamente evitable y no debe ser parte de la guerra, esto que él parecía comprender muy bien resultaba algo ajeno a la inmensa mayoría de sus compañeros de armas africanistas.
Cuando acabada la guerra ha de retirarse a la frontera francesa lleva consigo con grandes esfuerzos cerca de mil prisioneros que tenía en su poder en el Ejército del Este, y al llegar a la frontera les deja en libertad para regresar a sus casas. Más de seiscientos decidieron entonces exiliarse con sus guardianes a Francia en vez de pasarse a las tropas de Franco. Muchos de aquellos soldados de los ejércitos franquistas eran verdaderos prisioneros de guerra cogidos tras la rendición de tropas republicanas que eran obligados a avanzar en el frente llevando detrás a oficiales cuyas pistolas no apuntaban al otro lado de las trincheras sino a la espalda de sus propios soldados. Por el contrario sus escasísimos castigos durante la guerra a soldados propios se debieron siempre a brutales delitos criminales de los hombres que fueron luego fusilados, él mismo nos da noticia sucinta de una violación y robo de una mujer por dos de sus soldados y poco más.
Por desgracia en el Ejército Popular la violencia gratuita tuvo también presencia, no con generales como Miaja o muchos otros, pero si en dos casos bien recogidos por los propios testigos republicanos: Lister y Andre Marty, que sabían detener una retirada a base de matar a los primeros soldados que retrocediesen, o que disponían de las vidas de sus hombres con una frivolidad pasmosa. Fueron casos excepcionales pero existieron y era algo sabido por todos.
La obsesión de Perea son sus hombres, su preparación, su disciplina, su comprensión de los objetivos, su moral, y dentro de la enorme dureza de la vida de campaña, su mayor bienestar posible. Es perfectamente consciente de que el armamento es muy importante, que la intendencia es fundamental, que el dominio del aíre es clave, que todo lo que exigen continuamente los generales republicanos es absolutamente necesario, pero por encima de todo ello piensa que la guerra se gana o se pierde con hombres, con los mejores combatientes. Cree en la necesidad de seleccionar y ascender continuamente a los mejores, sin mirar carnés de partido ni permitir el menor favoritismo, y cree en la necesidad de tener y formar continuamente buenos soldados con la más alta moral y la mayor confianza en jefes bien capacitados. Él conoce a cada uno de sus hombres y se preocupa de ellos cada día y les mantiene en continua voluntad de luchar, les hace trabajar sin pausa pero les cuida y ayuda en todo y no duda en ponerse a su frente en todo momento.
En aquella guerra se experimentaron muchas cosas que no se habían conocido nunca en el arte militar. Es bien sabido que fue la primera guerra en la que la aviación fue el arma decisiva. Es sabido también que fue la primera guerra moderna en la que se utilizaron los bombardeos masivos sobre la población civil para hundir la moral de la retaguardia, si bien esta monstruosidad sólo se dio por parte de los generales golpistas y sus duros aliados italianos y alemanes. Miles de muertos en Gernika, Durango, Madrid, Barcelona y otras ciudades son testigos de ello. Lo que aún no está demasiado estudiado es que fue la primera guerra en la que un ejército popular formado por obreros y campesinos sin previa instrucción militar supo luchar adecuadamente durante años contra un ejército regular bien armado y entrenado. No fue ese el caso de la revolución rusa pues el Ejército Rojo sólo pudo formarse gracias a los miles de soldados que huían del frente al final de la Guerra Europea, ni el caso de la revolución mexicana ya que la insurgencia campesina se enfrentaba a fuerzas oficiales en plena descomposición y de no excesivo peso. La experiencia española era insólita y surgía de una previsión equivocada de los militares golpistas. Ellos habían pensado en un golpe de Estado que les diese el poder en días, y ese golpe fracasó gracias a la decisión y valor de cientos de miles de obreros y campesinos que se enfrentaron en las ciudades y el campo a los golpistas, inmediatamente pensaron en un pronunciamiento de estilo decimonónico y ese pronunciamiento fracasó también ante la dura resistencia de ciudades y pueblos, por fin hubieron de verse lanzados a una feroz guerra que Franco aprovechó para asegurarse tener todo el poder en el bando de los militares desleales, lo que le llevó a prolongar la lucha en los primeros meses y luego le sirvió para organizar una aparato de represión masivo que cercenara radicalmente toda resistencia en los territorios que iba ocupando. Para Franco y sus generales la cuestión de las bajas era un simple problema de número y dinero y de ambas cosas se vio sobrado en poco tiempo.
El hecho es que el resultado de tan inesperadas circunstancias provocó una guerra insólita. El gobierno que se encontró sin ejército en pocos días y que hubo de permitir armar al pueblo bajo el sólo control de sindicatos y partidos de izquierda, fue capaz de organizar un fuerte ejército en pocos meses. Utilizó a cuadros sindicales, a revolucionarios preparados en la clandestinidad y a un puñado de militares leales. La inmensa mayoría de la oficialidad se había situado en el bando de los sublevados, no así coroneles y generales que o bien por no querer hundir su carrera profesional si los alzados fracasaban, por verdadero convencimiento y lealtad a las instituciones, o en última instancia por fuerza mayor, permanecieron en buen número al lado del gobierno legítimo. Fue preciso entonces crear cuadros militares en condiciones de mucha dificultad y en plazo brevísimo, instruir a la tropa recién formada y poco predispuesta a la disciplina militar, armarla de forma regular, formar unidades capaces, organizar Estados Mayores y crear una logística adecuada.
Todo eso se consiguió en pocos meses y a principios de año, la República disponía ya de un verdadero ejército popular capaz de combatir de forma regular, había un mando único y un Estado Mayor Central, escuelas de capacitación para oficiales, logística y se empezaba a disponer de armamento y munición.
Pero era un ejército inmensamente pobre y un gobierno inmensamente aislado. Alemania, Italia y Portugal combatían abiertamente al lado de los golpistas con miles de soldados, aviación, tanques, artillería y todo tipo de suministros militares, Inglaterra apoyaba hipócritamente a los militares sublevados mientras defendía públicamente una supuesta no intervención, Francia se paralizaba ante la dura imposición de Alemania, Italia y Gran Bretaña y de unos gobiernos débiles y cobardes, los Estados Unidos suministraban petróleo en abundancia a los sublevados mientras se lo negaban al gobierno legítimo, en media Europa imperaban ya gobiernos autoritarios, fascistas o simplemente ultraconservadores, Sólo la URSS y México se mostraban dispuestas a apoyar al gobierno republicano.
Y aquel ejército hubo de inventar una suerte de guerra de los pobres. Aprendió a suplir la falta de material con hombres, la falta de oficiales profesionales, con milicianos entusiastas que estudiaban a toda prisa el arte militar, la falta de logística inventando medios de transporte, haciendo caminos donde no había más que trochas de montaña, y sobre todo fortificando, haciendo la guerra defensiva.
Durante los primeros meses esa suerte de guerra defensiva consistió en fortificar, atrincherarse, pero también en atacar, en desordenar las filas enemigas y aprender a buscar los puntos débiles del contrario. Luego poco a poco la táctica fue variando ante la falta de material y de actividad real y la mayor parte de los frentes se estabilizaban fortificando. Madrid llegó a ser inexpugnable, como de hecho ocurrió cuando sólo el hambre y la desmoralización permitieron al cabo de los años entrar a las tropas desleales en la capital.
Del conjunto de militares profesionales que se hubieron de hacer cargo de la dirección de la guerra un buen número hubo de limitarse a aplicar principios elementales de táctica defensiva, sólo unos pocos pudieron destacar por sus propuestas más elaboradas, y de entre ellos el principal fue Rojo.
Ideó la creación de un ejército poderoso capaz de maniobrar dejando a los demás ejércitos en situación precaria pero confiando en la capacidad de ese ejército bien formado de golpear continuamente a los alzados en cualquier punto que ellos no lo esperasen. Así creo primero el Ejército de Maniobra y más tarde el Ejército del Ebro, que repetidamente obligaron a los alzados a ir a la zaga de su estrategia, que según pensaba el gobierno debería consistir en aguantar y resistir con la vista puesta en la gravísima situación internacional que era seguro que tarde o temprano estallaría obligando a Gran bretaña y Francia a apoyar decididamente a la República. Resistir es vencer fue la consigna durante año y medio de guerra.
Sin duda era una buena estrategia, quizás la única posible, pero por desgracia no fue acompañada de una táctica adecuada. La absoluta dependencia de los suministros soviéticos en armamento hizo supeditarse de forma radical al gobierno a la influencia del Partido Comunista, que desde luego carecía de capacidad de decisión propia y sólo era cadena de transmisión de las decisiones tomadas en Moscú, las cuales no parecían tener como referencia los intereses de la República española si no los de supervivencia del régimen soviético en la propia URSS. Así fueron ocurriendo sucesivas desgracias y errores políticos gravísimos, primero la crisis de mayo del 37 con la liquidación del POUM y la práctica inmovilización de la CNT, luego la batalla de Teruel, necesario objetivo estratégico pero pésimamente planteada desde el punto de vista táctico, por último la creación de ese Ejército del Ebro netamente comunista en cuya dirección había más caudillos populares que verdaderos jefes militares y que a la postre hubo de ser dirigido directamente por asesores soviéticos y por el propio general Rojo en persona. Por último la decisión de lanzar la batalla del Ebro que a pesar de su triunfo inicial, llevó indirectamente al gobierno a la derrota final. Absurdos experimentos en el uso de acorazados, la imposibilidad por razones partidistas de tener un verdadero mando único para las tres armas en liza, ya que la aviación fue feudo exclusivo de los soviéticos que sólo nominalmente dependían del Ministerio de la Guerra, y la marina fue campo de batalla de socialistas y comunistas hasta el punto de mantenerla prácticamente paralizada. Estas y otras equivocaciones contribuyeron de forma decisiva a que cuando Alemania dio un puñetazo en la mesa en el otoño del 38 con la ocupación de Checoslovaquia, y Gran Bretaña y Francia decidieron aceptar los hechos consumados en vez de detener la agresividad nazi, la derrota de la República se convirtió en algo casi inevitable.
Sólo Perea parece haber planteado el problema desde un punto de vista diferente. Para él el problema de estrategia está bien planteado por Rojo y Negrín pero falta una táctica adecuada. Cree y defiende que hay que tener los frentes activos, que es guerra defensiva y que por eso precisamente hay que golpear continuamente al enemigo en vez de parapetarse indefinidamente tras buenas trincheras y refugios, y pone el centro de gravedad de aquella guerra en la moral de los combatientes y la profesionalidad y capacidad de mando de sus jefes tanto si son de carrera como de milicias, piensa que la moral de los combatientes exige eliminar las continuas y crudas disputas políticas interpartidistas en el seno del ejército, que el mando tiene la obligación de impedir que la política de partido domine la vida de las unidades, que los carnés no pueden ser nunca objeto de mercadeo para conseguir ascensos o posiciones de poder, que es preciso imponer una dirección militar suprema capaz de controlar a todos los partidos y especialmente al comunista, que no sería malo crear un general en jefe supremo y que éste puede ser Miaja como muchos defendían y él parecía exigir, o incluso Rojo, pero que fuese capaz de actuar con plenos poderes militares y no verse supeditado al omnímodo poder de los asesores soviéticos y las continuas pugnas de partido.
En Guadalajara descubre una importante brecha de enorme amplitud en el frente enemigo que le permitiría abrir el frente en dirección a Zaragoza en muchos kilómetros.  Propone atacar con su IV Ejército y con eso dejar libre cualquier acción contra Teruel que era un formidable bastión fascista clavado en forma de peligrosa cuña en un área neurálgica del territorio republicano, pero el éxito de su acción se basaría en la utilización de unidades fundamentalmente anarquistas y en el apoyo guerrillero libertario en Aragón, no desprecia y por el contrario apoya con entusiasmo a sus oficiales y jefes comunistas de su ejército, pero se niega obstinadamente a tener un ejército de militancia partidista y eso le crea fuertes problemas con la dirección soviética y el propio gobierno. Al final será cesado en su mando por su continua crítica a la política partidista del Ministerio.
La decisión suprema es la de hacer actuar a tropas de exclusivo mando comunistas en Teruel y la batalla no sólo se acaba perdiendo sino que al final lleva a la ruptura del territorio controlado por el gobierno en dos partes separadas.
Luego rehace con grandes esfuerzos el Ejército del Este que tenía a su cargo la defensa de Cataluña entre el Ebro y la frontera francesa y propone una fuerte maniobra de envolvimiento al norte del río que hiciera retroceder a los franquistas muchos kilómetros y hubiera dado un triunfo relativamente fácil al gobierno y un descanso a las tropas que defendían Valencia, pero una vez más no tiene la confianza de los asesores soviéticos aunque ya su ejército está dirigido en su mayoría por buenos combatientes comunistas, pero no esos que el Partido ha decidido que han de ser ensalzados y elevados oficialmente por razones puramente internas. Al final se decidirá una ofensiva pasando el río y combatiendo con el mismo a la espalda en una de las batallas mas duras que ha conocido el siglo XX, batalla que deberá llevar a cabo no el Ejercito del Este sino el mimado Ejército del Ebro, bien armado y abastecido con el mejor armamento que proporciona la URSS. El desgaste de las tropas republicanas fue excesivo y a él hubo de añadirse el claro dominio del aíre por los italoalemanes y el error táctico de ofrecer en la Sociedad de Naciones la salida de las Brigadas Internacionales, cosa que no fue en absoluto correspondida por los franquistas con la salida de sus cerca doscientos mil soldados extranjeros, como era evidente que había de ocurrir. La batalla del Ebro trae como consecuencia la ofensiva meses después de los franquistas en Cataluña y la derrota final.
Perea criticó duramente los errores tácticos, que eran evidente consecuencia de decisiones partidistas tomadas por un gobierno excesivamente supeditado al Partido Comunista y a la URSS de quienes dependían absolutamente para mantener abastecidos los frentes.
Más allá de esta crítica de claro sentido militar y fuerte implicación política, Perea descubre su genio en la concepción misma de la guerra. En medio de la debacle de la retirada de Cataluña exige de forma irritada al gobierno y al Estado Mayor su pase a la zona centro donde hay cientos de miles de soldados inactivos y un inmenso territorio bajo control del gobierno. Ignora seguramente el estado de la mayor parte de esas tropas, sin munición, ni vestimenta, con la retaguardia profundamente desmoralizada y falto de actividad durante meses, pero él cree en los hombres, cree en los combatientes y en los jefes militares surgidos de la tropa, como él un cuarto de siglo antes, y solo él parece confiar en esa estrategia. El gobierno no cree ya en nada y Rojo decide no volver al interior después de la gran derrota de Cataluña. La guerra se acaba sin esperanzas mientras Perea grita indignado contra esa innata desconfianza en los anónimos defensores de la República que carecen de verdaderos jefes y cuyos líderes son más producto de la propaganda que de la lucha real. Es un hombre solo, sabe que ni los militares profesionales de Academia ni los milicianos ascendidos más por intereses partidistas que por verdaderos méritos militares le pueden comprender. Renuncia a todo y pasa a Francia sin esperanzas de volver.
Siempre estuvo cerca de la central anarcosindicalista, Cipriano Mera fue, junto a Fernando de Buen, hijo del gran científico prisionero de los franquistas, su mejor amigo durante aquellos duros años, Apoyó con entusiasmo y animó en todo momento a Etelvino Vega, a Nilamón Toral y a José del Barrio, jefes de sus grandes unidades, militantes comunistas y fieles ante todo a la República y a su jefe militar, tuvo también bajo su mando desde los primeros días aunque no en todo momento a Paco Galán hermano de su gran compañero de conspiraciones que pagó con su vida el intento de proclamar la República Fermín Galán, también de militancia comunista, que sin embargo y a pesar de lo mucho que le apreciaba hubo de ser destituido al final por sufrir una fuerte crisis emocional en la retirada de Cataluña. Nunca permitió que la amistad o sus personales preferencias le impidieran tomar las decisiones que militarmente la marcha de la guerra urgían, como prueban estos casos, nunca permitió que ningún partido controlara sus tropas y a pesar de sus duras críticas a la dirección comunista y a los asesores soviéticos, su libro está lleno de alabanzas y elogios a docenas de militantes comunistas y a los asesores soviéticos que trabajaron con él. Critica muy duramente al Campesino, a Lister y a Modesto pero no hace mención alguna negativa de Tagüeña a quien probablemente debía considerar un buen cuadro militar de milicias como realmente lo era. Lister y el Campesino eran simples caudillos populares más cercanos a los jefes guerrilleros de 1808 que a los mandos que una guerra moderna de grandes unidades precisaban, Modesto es un caso más complejo, pues no le faltaban cualidades militares, pero Perea le hace objeto de una inquina especial sin duda más por lo que significaba que por lo que era en realidad. Su triste final alcoholizado en Praga años después nos habla de un hombre que hubo de actuar muy por encima de sus posibilidades y que no podía cumplir con la enorme responsabilidad que su partido había echado sobre sus espaldas. De Cordón hace poca mención y la poca que hace la hace con cierto tono despectivo, hacia Hidalgo de Cisneros muestra un evidente desprecio, Pozas le resulta penoso, a Hernández Sarabia, bajo cuyo mando hubo de combatir en condiciones extremas, le considera un cero a la izquierda. Respeta y admira a Rojo y a Miaja, y cree que Negrín y Prieto eran verdaderos estadistas que no estuvieron a la altura de las circunstancias, uno por supeditarse al PC y otro por no creer en la posibilidad de ganar la guerra. Desprecia profundamente a Azaña a quien considera un verdadero estorbo en aquellas condiciones difíciles que hubieran exigido al frente del Estado a un hombre enérgico, decidido a ganar, capaz de crear confianza en el pueblo. Respeta y admira a Kleber a quien acabó sustituyendo en el frente de Madrid tras su purga por la dirección soviética, pero por encima de todo admira a cada uno de los anónimos combatientes que defendían cada día la República en las trincheras luchando no sólo contra un enemigo implacable sino también contra unos mandos políticos y militares incapaces de confiar en ellos y apoyarles sin condiciones en su lucha.
Repetidas veces desde el principio de las hostilidades le habían ofrecido entrar en el Parido Comunista y elevarle a los más altos puestos. Su negativa fue siempre rotunda y clara. Se sentía más cerca del universo libertario que de la rígida militancia comunista, y pensaba que para dirigir un ejército hacían falta mandos nacidos de él en el fragor de la lucha diaria, como lo era él mismo, más que profesionales llegados de la lejana URSS que difícilmente comprenderían la sicología y las necesidades reales de aquellos combatientes tan distintos a ellos.
Su derrota no fue la derrota de unas ideas sino de una equivocada táctica y de una oscura forma de entender el mando militar. Por eso siguió luchando con el mismo ardor hasta el final de sus días. Creía en su pueblo, y vencidos y derrotados le veía volver a levantarse cada día durante los duros años de la dictadura, y no quiso que faltara a su lado quien desde niño había luchado siempre por los mismos ideales con sus mismos compañeros. Él era uno más de aquellos miles de combatientes y nunca faltó a su puesto, anónimo o destacado, en la lucha diaria. Era un jefe natural y sabía que sólo se puede ser un buen dirigente unido sólidamente a su pueblo. Era un rebelde más que un revolucionario, un incansable luchador por la libertad. “Donde hay opresión hay rebeldía, busquemos el foco” ese era ante todo el estratega, el militar surgido del corazón del pueblo. Nunca pidió ni quiso nada para él mismo pero nunca eludió las más difíciles responsabilidades en el mando. Ese fue el hombre.
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Esta es la primera edición de estas memorias de la guerra de España escritas en 1939 en el primer exilio del general. Por muy variadas razones ha permanecido inédito hasta la fecha a pesar del esfuerzo de los hijos del general por llevar a sus conciudadanos la memoria de su padre. El manuscrito se conserva en manos de ellos junto a gran cantidad de material documental fotográfico hoy rescatado para la memoria colectiva con la ayuda de la Asociación Archivo Guerra y Exilio (AGE) y del Arxiu Nacional de Catalunya. La edición ha sido posible gracias al esfuerzo de la Asociación Archivo Guerra y Exilio (AGE) y a los hijos del general que han realizado conjuntamente un esfuerzo considerable para que esta memoria forme definitivamente parte del colectivo cultural de nuestro pueblo y nuestra historia. 

 Juan Barceló
Prólogo al libro del general republicano Juan Perea, "Los culpables"

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